Del hastío de la sacralidad a la hora de la revolución

Publicado el 08/01/2023

Con mucha habilidad, los enemigos de la Civilización Cristiana supieron difundir la sensación de que aquella exuberancia era muy bonita, solo que antinatural: asientos dorados bellísimos, pero incómodos; trajes lindos, preceptos de educación magníficos, pero que exigían un continuo sacrificio.

Plinio Corrêa de Oliveira

En la época en que estalló la Revolución Francesa, Francia tenía tras de sí una larga tradición monárquica y aristocrática. Los agentes de la Revolución, antes de sembrar en el pueblo francés la dificultad en soportar la inmovilidad de una tradición casi milenaria y de sacudir la confianza filial que la masa de la población depositaba en el edificio de la grandeza de Francia, propagaron una cierta saciedad en relación a todo lo que era excelente en esa, la más delicada y encantadora de las noblezas, para cuyos fastos afluían admiradores de Europa entera de todas las clases sociales. En alguna medida, hasta los nobles se hartaron de eso.

En efecto, uno de los mayores peligros para el alma humana es el momento en que la admiración se cansa. Cuando se es sustentado por las alas del entusiasmo, no es difícil volar por cielos maravillosos. Pero cuando, al contrario, uno siente que ya no nace en sí aquel dinamismo que lo levantaba contra las leyes de la gravedad para surcar los aires, y se ve obligado a elevarse, admirar, amar, sin gusto sensible, en aridez, y se experimenta esa especie de hastío moral que la rutina puede causar inclusive en relación a las cosas más magníficas, entonces se pide a la persona aquel heroísmo del cual dan ejemplo los santos.

Ese fenómeno sucede con todas las instituciones y con los gobernantes en relación a sus gobernados. Por esa razón, los dirigentes tienen que tomar mucho cuidado, pues cuando mueren los entusiasmos, hay un peso que hace que levanten vuelo las oposiciones.

Esa teoría del cansancio explica ciertos fenómenos de la Revolución Francesa. Con mucha habilidad, los enemigos de la Civilización Cristiana supieron difundir la sensación de que aquella exuberancia era muy bonita, solo que antinatural: asientos dorados bellísimos, pero incómodos; trajes lindos, preceptos de educación magníficos, pero que exigían un continuo sacrificio.

Así, todo aquel esplendor del Ancien Régime vacilaba sobre un gran cansancio. Cuando el entusiasmo desaparecía, solo se hacía sentir el enfado. Surgía, entonces, un deseo intemperante de desteñir las ropas, descalzarse, en fin, una difusa tendencia a la anarquía.

En una sociedad tan cansada de una serie de valores civilizados, las palabras liberté, égalité y fraternité [libertad, igualdad y fraternidad] sonaban con tonalidades embriagantes.

Libertad: ¡lejos todo lo que nos ata, constriñe, aprieta! Queremos ser libres como un bárbaro.

Igualdad: la superioridad nos inspira respeto — ese sentimiento sin el cual el mundo es un inferno — y se traduce en reverencias y actitudes graves. Eso nos pesa y nos confina. ¡Acabemos con el respeto! Todos son iguales, no estamos obligados a curvarnos ante nadie. No admitimos, gritamos, despedazamos y guillotinamos a quien se crea superior.

Fraternidad: por ser iguales, somos hermanos. Desde que se mantenga entre nosotros una igualdad completa, nos unimos en un abrazo fraterno en el cual no se permite que uno supere al otro.

Tal trilogía diseminada en ese ambiente de saturación produjo una cosquilla deliciosa de esperanzas y deseos de desatarse, de abrir todos los botones, de quebrar el orden, de ser sucio, de abandonarse a la naturaleza en todo aquello que refleja los efectos del pecado original. Por lo tanto, un mundo de horrores y de ausencia de toda excelencia. La barbarie acabó constituyendo el desahogo de un pueblo que llevó la civilización hasta una cierta cumbre, pero no supo equilibrarla.

Cuando se tiene fe, se ama la sacralidad y se siente cuánto ella es necesaria en todo, desde el taller de un obrero hasta el palacio de un rey, en lo alto de cuya corona está la Cruz de Cristo, sin la cual la diadema no vale nada; sin embargo, encimada por el símbolo de la Redención, se vuelve sagrada.

Entonces aparece en el alma el equilibrio que suscita las grandes admiraciones, los magnánimos servicios, los notables afectos de la fidelidad llevada hasta el martirio.

¿Qué faltó a la corte francesa? La sacralidad perdida. Esa desacralización, que encanta a primera vista, al cabo de algún tiempo sacia y camina hacia la muerte… conducida por sus propios jefes.

María Antonieta y Luis XVI

Luis XVI sonrió ante las primeras efervescencias de la Revolución Francesa que se le presentaron en espléndidos salones de palacio, envueltas en los sonidos argentinos del clavicordio o luciendo discretamente en los ambientes y en las escenas bucólicas del género del Hameau, aquella especie de aldea artificial donde María Antonieta, vestida de pastora y acompañada de otras damas de la corte, iba a ordeñar vacas, en un mundo en que las pastoras ya estaban hartas y no querían saber nada de la reina. Era la hora de la Revolución.

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