Desequilibrios de la civilización industrial

Publicado el 10/11/2023

Iniciado con la eclosión de la Revolución, un largo movimiento de progresiva incompatibilidad del hombre con las condiciones comunes de su existencia quebró el orden del universo, substituyéndolo por otro fabricado por la Revolución Industrial. Todo el desvarío de una época, sin embargo, fue precedido por un siglo de tedio y seriedad rígida que reprimieron en el hombre unas energías, las cuales, una vez desencadenadas, no tuvieron contrapesos que las equilibrasen y armonizasen.

Plinio Corrêa de Oliveira

En el periodo de 1920 a 1930, años de la norteamericanización, basado en las invenciones, todo el ritmo de la vida humana cambió. No era propiamente un ritmo, sino un estilo de velocidades, al cual correspondía otro género de reflejos. Todos los reflejos del hombre cambiaron con esta alteración de velocidad, y con esto toda la psicología y el propio orden moral también se alteró.

Embriaguez de lo brusco y de la velocidad

Consideremos una persona que no vive en un barrio industrial, ni tiene contacto con el mundo de las fábricas, y que vive en un lugar donde no llegan los ruidos industriales sino únicamente bajo la forma de los productos ya hechos para él gozar la vida. Sin embargo, hay un cambio en las velocidades y en los ruidos haciendo que encuentre un verdadero deleite en saltar hacia las velocidades extremas.

Con eso, pasó a existir una especie de fobia de la velocidad intermedia y un deseo de saltar como un mono o una fiera, y de mudar del completo estado de inercia hacia el de la embriaguez por la velocidad, la cual solo da aquello que el individuo quiere, cuando ese salto es brusco, y le permite sentir por completo el gusto por la velocidad.

“Acomodación del 945” – Museo Metropolitano de Nueva York

Por ejemplo, antiguamente un tren no arrancaba bruscamente, sino que la locomotora daba un impulso hacia adelante y todos los vagones se estremecían, solo entonces el tren partía. Yo notaba que a mis coetáneos les gustaría que la cosa fuese de otra manera: Que cerraran todo el tren y hubiera una alarma, después de la cual el vehículo saliera en alta velocidad como un cohete. Un cretino se volvería hacia una cretina sentada a su lado y le diría: “¡Qué progreso!”

Al comienzo, el brusco cambio de velocidad encantaba, pero después el fenómeno evolucionó y pasó a cautivar lo brusco en sí mismo. De manera que también el frenazo comenzó a maravillar. Entonces, curiosamente, el hombre si tuviera la embriaguez de salir de repente también se extasiaría con el frenazo repentino, el cual juzgaría que le conferiría una especie de participación mística en el poder de la máquina, en cuanto siendo una fuerza encarcelada en la naturaleza y que el talento humano liberó.

Inconformidad con la armonía

Si hubiera una forma de que el submarino descendiese en una velocidad loca y, al llegar a cierta profundidad, parase súbitamente chocándose con un pulpo, habría gente que quedaría encantadísima. – Aspecto de un submarino ruso.

Este es uno de los aspectos de la civilización industrial: La inmersión brusca del hombre en algo que le causa placer.

Por ejemplo, el hombre fue hecho para contemplar a bordo de un barco, o ver desde una isla o la costa la superficie del mar. Sin embargo, en un submarino, es llevado a profundos abismos que para él son la propia imagen del terror y del peligro.

Si hubiera una forma de que el submarino descendiese en una velocidad loca y, al llegar a cierta profundidad, parase súbitamente chocándose con un pulpo, habría gente que quedaría encantadísima. Es la supresión de las velocidades intermedias, con una enorme alegría de frenar de repente. Y ahí, no solo entra el poder de la mecánica, arrancando al hombre de las velocidades intermedias, sino sacándolo de su hábitat. Con eso, él se revela hastiado con la naturaleza común, bondadosa, gentil y amable, baja a los abismos, que le dan la ilusión de tener coraje, porque sabe que no corre riesgo de vida.

Entonces, vemos que hay un dato más que añadir: el salir de la atmósfera común del hombre para una atmósfera subacuática, la cual es común a los seres con los que el hombre no convive, en condiciones que no son hechas para que él viva, haciendo que fuerce su naturaleza para ir hasta las profundidades.

¿Satisfacer la curiosidad? Sin duda para algunos, tal vez incluso para muchos. Sin embargo, aún hay algo más: es la evasión de cualquier cosa que sea proporcionada, armónica, y que guarda armonía con nosotros mismos, de lo cual el hombre huye cuando considera insípida la normalidad, y queriendo experiencias colosales, pero no maravillosas.

La gruta azul en la isla italiana de Capri

Si le ofreciesen al hombre la posibilidad de encontrar en el fondo del mar un juego de luces del estilo de las de la gruta de Capri1, y le dijesen que las aguas golpeando en el submarino, producirían un sonido armónico que le harían recordar el minueto de Boccherini2, tal vez bajaría con menos énfasis porque hay algo en él profundamente inconforme con la armonía de la naturaleza, y no se satisface en cuanto no sacie en él ese deseo entrañado de desarmonías.

Incompatibilidad con las reglas de cortesía

A partir del momento en el que pasó a dominar la naturaleza, el hombre dejó de tenerla como amiga, y comenzó a considerarla monótona. Es un fenómeno psicológico curioso, parecido con aquel por el cual los hijos al alcanzar la época de la pubertad, comienzan a considerar monótonos a los padres y el ambiente de la casa paterna. El hijo pródigo de la parábola del Evangelio tenía algo de esto. Se lanza en la aventura porque todas las vivacidades, la amistad y todo el clima de la casa paterna ya no le contentan. Cualquier cosa se desarmó dentro de él y le llevó a querer otras cosas, aunque fuesen monstruosas. En el caso del hombre del sigo XX hay más: Sólo se consuela encontrando lo monstruoso. Es a la búsqueda de lo que él va.

De ahí proviene la incompatibilidad con las reglas de cortesía, pues estas tienen velocidades intermedias. Lo que al hombre contemporáneo le gusta es el saludo simplificado: “¡Eh!, hombre, ¿cómo le va?” Porque es una simple interjección, el episodio de que allí se saludaron está hecho en forma de una señal, el resto son velocidades intermedias, que no puede soportar. Por el contrario, tiene la sensación de que lo que un saludo puede dar –que en su óptica no es el respeto ni el afecto– tiene mucho más sabor si es sorbido de un solo trago.

Antiguamente era costumbre, al menos en São Paulo, que las familias tomasen la merienda de la noche. Entonces, cerca de media hora antes de recogerse, los empleados ponían la mesa, traían dulces, bollos de maíz ligeramente temperados con anís, galletas de harina de mandioca, alimentos fáciles de digerir y de sabor discreto, que preparaban un sueño agradable.

En esta hora se conversaba sobre temas amenos, se jugaba un poco con los niños que aún estuviesen despiertos o con el perrito de la casa. Después, todos se despedían y cada uno iba para sus aposentos.

Esto, para los hombres de los cambios subitos de velocidades, se consideraba una cosa completamente inútil.    Era más práctico tener una cena fuerte, comiendo deprisa y sin conversar, para hacerlo todo rápido, en una velocidad que no es la habitual del hombre, y masticando de manera que deje de forma demasiado evidente la función fisiológica.

La ruptura con la normalidad

Reuben Sandwich, un plato típico de la cocina estadounidense

En el sistema cinematográfico “Hollywoodizado” traen sándwiches de varios pisos que el individuo corta de arriba abajo. Se nota que está con las mandíbulas cansadas, y, al mismo tiempo, hablando con su novia, que le acompaña en idéntico paso. Ambos con sombrero, botas y, incluso aunque sea la última comida del día, poco importa, están como que a caballo, porque la posición psicológica del hombre y de la mujer es estar cabalgando todo el día, atendiendo un clamor interior por el cual sacrifican las velocidades intermedias, y salen de la vida cotidiana, placentera, agradable, amable, para lanzarse en el corre-corre y en la aflicción de un mundo por ellos transformado, en el que un cierto poder de la máquina le acompaña como una matraca, en todo lo que hace.

Interior del ascensor en el Edificio Bradbury. Los Ángeles, EE. UU

Los ascensores en los rascacielos también tuvieron en esto su papel. No se podía subir a un edificio de veinte pisos a pie. Nadie lo aguantaba. Con la evolución de los ascensores, en un instante se subía y en otro se bajaba. Para las personas bien en la moda, lo mejor del ascensor no era cuando subía sino cuando bajaba. Es descenso brusco producía en las personas, mal habituadas, un pequeño vértigo en el estómago. Era una vez más la fractura de las velocidades intermedias y normales.

Riéndose, una señora le decía a otra:

Ay, sentí una cosa…

Escuche, ¡miedo, siempre se tiene, hee!

Un hombre de negocios, sin cualquier relación con ellas, que estaba pensando en sus propios asuntos, y que quería afirmarse en su varonilidad, sin meterse en la conversación, daría una sonrisa de dulce desdén como quien dice: “Eso sucede con ellas, pero yo, ya no siento eso, porque cambié mi personalidad para ajustarla a esta nueva forma de ser cotidiana, a esa nueva forma de ser del universo, en relación a la cual soy un hombre que la enfrenta, la aplasta con un puñetazo, siempre en estado de batalla”. Era el business man, que es el estado más desarrollado del cowboy en lo que se refiere a la ruptura con la normalidad.

En aquella época, si el ascensor subiera haciendo ruido, al business man le gustaría más, porque tendría más noción de algo de la máquina, y necesitaba ser acompañado de un ruido mecánico todo el día, excepto en la hora de dormir, cuando entonces, iba solo a una ciudad dormitorio, se echaba en una cama superblanda y caería medio desmayado, con los nervios hechos jirones, pero sin reconocerlo, pensando estar en la cumbre, en su apoteosis.

Esto se fue transformando en un deseo de conocer una velocidad como que absoluta que se separa de la naturaleza y nos llevara a un mundo de una rapidez, de una eficacia, de un repentino que nos impresiona profundamente. Este fenómeno lleva al hombre a darse cuenta de que la naturaleza tiene una serie de fuerzas con las que puede componer un mundo completamente diferente del actual, producido por la Ciencia.

Búsqueda de la diversión sin armonía

All Star Jazz Band, em 1944

Sin duda eso cansa, pero la época de las psicosis aún no comenzaba, el mundo aún tenía crédito en un banco de unos cinco mil años de existencia tranquila y, por lo tanto, tenía mucho para gastar todavía, antes de volverse neurótico. Se trataba de buscar la diversión y el placer expulsando la armonía. Fue entonces cuando apareció el jazz-band.

El jazz-band es una música sin armonía, donde todo es una sorpresa un poco propensa a las muecas y que invita a la carcajada. Es una música totalmente sin seriedad. Uno tiene la impresión de que esos instrumentos –diseñados para que no se oiga lo bello sino lo inesperado– son, en términos de sonido, lo que el pulpo para el tripulante de un submarino. Es como si un demonio hubiera deformado la antigua armonía, cortándola sin romperla, y ordenase tocar el nuevo ritmo.

Todo esto llevaba a las personas a escaparse hacia una asombrosa aventura que ansiaban. Y si un caballero respetable quisiera detener la orquesta y decir: “Mis señoras, mis amigos, mis queridos jóvenes, quería hacerles ver cómo todo esto es inaceptable…”, se volvería de lo más impopular posible. Si hubiera cometido un crimen, no quedaría tan desmoralizado como haciendo eso.

Comenzaron a aparecer algunas cosas que ponían para el hombre más en relieve esta idea de fuerzas sueltas en la naturaleza que le permiten preparar el mañana. Eran progresos modestos, pero que causaban gran sensación en la São Paulinho de entonces. Por ejemplo, la soldadura autógena. Era habitual, al principio, porque después todo se vuelve banal, que dos o tres personas se detuvieran para observar a alguien soldar los rieles del tranvía. Y el operador vanidoso sentirse como una especie de ente mitológico que manipula esa cosa.

Después venían los comentarios: “¿Hasta dónde la ciencia llevará al mundo? ¡Qué maravillas se pueden esperar, qué cosa tan magnífica!”

Adoración de nuevos dioses

 

Los progresos de la física vinieron acompañados por los de la química, dando paso a fabulosas industrias, con la posibilidad de hacer accesibles para todos artículos que antes el común de los hombres no podía tener: perlas falsas, telas que imitaban la seda, pero que ya no tenían nada que ver con el gusano de seda.

En las conversaciones, las personas actualizadas decían:

Jajaja, ¿Ud. no lo sabía?

Pero ¿cómo? ¿seda sin gusano de seda?

Jajaja, mire, él piensa que seda está hecha por el gusano de seda. ¡No, señor! Esta tela aquí está hecha con fibra de vidrio.

Y el pobre ingenuo, que podría conocer de Aristóteles y Santo Tomás, pero creía que la seda solo podía ser hecha por el gusano de seda y que el vidrio daría una cosa quebradiza, mostraba su sorpresa:

¡Fibra de vidrio!

Ah, amigo mío, Ud. necesita nacer de nuevo…

Pisaban sobre ese individuo porque era un impío que no adoraba los nuevos dioses, ni había ido al encuentro de los albores de la ciencia, y todavía estaba rodando en los compases aburguesados e idiotas de tiempos pasados.

Todos estos inventos aparecían como algo milagroso. Por ejemplo, la dinamita.

Decían:

¡Ud. con eso hace una bomba y puede reventar una montaña! Hace un túnel debajo del Mont Blanc, aquel monte donde Bonaparte realizó la hazaña de caminar por encima… Jijiji, pobre Bonaparte… nosotros hacemos un agujero por debajo. Diga por qué lado Ud. quiere perforar, amigo mío, porque teniendo dinero –sin dinero no se obtiene nada– tal compañía le hace ese túnel en cuestión de treinta días. La naturaleza no tiene más obstáculos.

Siempre con la idea de producir un impacto científico por medio de una sorpresa que coloca al individuo, de repente, en una situación con la que no contaba, con miras a preparar plenamente al mundo para la entrada en un orden de cosas completamente nuevo, dominado por fuerzas naturales inimaginables.

Vemos, por lo tanto, un largo movimiento, iniciado con el estallido de la Revolución, de progresiva incompatibilidad del hombre con las condiciones comunes de su existencia y con las armonías del universo. Una ruptura del orden del universo, reemplazado por otro orden fabricado por la Revolución Industrial, hacia el que se va caminando paso a paso a lo largo de los siglos.

Doña Lucilia era lo opuesto a todo esto

Cuando era niño, entre doce y dieciséis años, sentía en relación con todas estas cosas una enorme oposición proveniente de mi temperamento tranquilo, de mi forma de ser cortés y de toda la atmósfera creada por mamá a mi alrededor. De hecho, doña Lucilia era lo opuesto a todo esto, una oposición que no era siquiera intencional, porque en ella eso trascendía a lo intencional.

Pero de vez en cuando sentía que brotaban en mí ciertas vibraciones en cadena, que me impulsaban a tener el gusto de tararear –yo no cedía– ciertos acordes de jazz-band que me venían a la mente. O bien reproducir un ruido mecánico que oí. Se presentaba como si hubiera sentido en eso, o porque era una cosa muy diferente y una vibración surgía de mí en cadena, tenía deseo de aquello que quedaba bullendo en mí mientras no tararease; o porque percibía algo bueno, en algunas cosas nuevas que aparecían, y que dejaba el orden antiguo medio superado.

Por ejemplo, durante algún tiempo el serrucho fue utilizado como instrumento musical en el jazz-band. Me parecía que, a veces, del sonido del serrucho salían expresiones más categóricas en el aspecto sentimental, afectivo, que en la música común. Y que era necesario saber aprovechar eso. De ahí una cierta complacencia hacia el serrucho.

Además, la idea que desde el momento en que se descubrió la soldadura autógena, habría un medio para hacer que los fuegos artificiales fueran mucho más brillantes que los antiguos. Así que habría allí algo para aprovechar. Y muchas otras cosas por el estilo.

Resultado de la velocidad: desequilibrios nerviosos

Pero al mismo tiempo me daba cuenta que, si consintiera en eso, vendría todo el resto junto. Así que no convendría tararear, no podría ceder, y debería haber algo malo en el serrucho porque de lo contrario no lo usarían; y que, por lo tanto, necesitaba reaccionar incluso contra el pensamiento de perfeccionar eso, porque no era legítimo aceptar la idea de mejorar algo agarrando peces en ese lago envenenado. Perdería mi integridad contrarrevolucionaria si me entregara a reflexiones de esta naturaleza. En última instancia, haría el papel de tonto: vendiendo mi oro y mis esmeraldas por espejitos, como hicieron los indios aquí con los colonizadores. Y no estaba dispuesto a realizar ese papel.

Me di cuenta de que en los individuos que entraban en esas cosas se formaba una zona de su personalidad, sin percatarse, donde se producía una forma de desequilibrio nervioso. Sin embargo, no lo dejaban aflorar, porque un hombre nervioso era el colmo del despectivo. Pero las generaciones que siguieron a la mía comenzaron a mostrar nerviosismo. Fue la concesión, y luego la adoración, de ciertas energías que en mí y en mis contemporáneos comenzaron a desencajarse, y contra las cuales no reaccionaron.

Un siglo de aburrimiento y educación almidonada…

¿Cuál es la causa de ese desencaje?

Cuando yo era niño, las personas mayores tenían un estilo así: se reían poco, no se emocionaban demasiado, llevaban una vida tan cómoda que no se puede imaginar y, aun cuando trabajaban duro, cuidaban de disimular porque era un ritmo de vida en el que no cabían grandes alegrías, movimientos, expansiones, sino una especie de monotonía severa y ligeramente somnolienta, correspondiente a la era del dominio burgués.

Por ejemplo, cuando era niño, en las casas que mi familia que solía visitar yo veía cómo eran las salas de estar. A veces llegábamos a una hora inesperada y veíamos los salones abiertos. Eran ambientes conservados casi como sarcófagos, donde solo en esas ocasiones entraba cierta luminosidad, porque antes se vedaba para que la luz no dañara los preciosísimos tejidos allí conservados. Uno caminaba sin oír ningún ruido, porque los pies pisaban en dos capas de alfombras. A veces había un cojín en el suelo, no por desorden, sino ornamental, y con el cual uno tropezaba inadvertidamente… Parecería que no importaba si un visitante se rompía un hueso cayendo allí, siempre y cuando no rompiera uno de los varios adornos que decoraban la habitación.

Todos se sentaban y comenzaba la visita, ¡pero de un tedio tremendo! De hecho, todo esto fue precedido por más de un siglo de aburrimiento y seriedad almidonada que acumuló energías que deberían haber tenido sus contrapesos, pero no lo tuvieron.

Príncipe Luis Felipe, en 1834

Estaba así preparada la descompresión con sus consecuencias. Los contemporáneos de Luis Felipe3, que sustituyeron el clavicordio por el piano, fueron los precursores del jazz-band. El clavicordio sonríe, juega, tiene un sonido angelical y puede tocar melodías que en la tierra no se escuchan. El piano, no. Es pesado, un poco serio tendiente a lo racionalista. A partir de Luis Felipe, cuya fisonomía correspondía a este perfil que estoy describiendo, hasta la ascensión de los Estados Unidos, el clima era este y no permitía otra cosa. Simbólicamente, se podría decir que las últimas sonrisas en la tierra cesaron cuando el clavicordio fue reemplazado por el piano.

Notas

1Situado en la isla de Capri, al sur de Italia.

2Luigi Rodolfo Boccherini (*1743 – †1805), compositor italiano.

3Luis Felipe I (*1773 – †1850), hijo de Philippe Egalité. Fue rey de los franceses de 1830 a 1848.

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