Levántate, yérguete y despierta, tú que yaces postrado en el sopor de la miserable lujuria. Resucita tú que caíste ante la espada letal de tu enemigo. Oye al apóstol Pablo; escucha cómo te advierte en voz alta, contundente, fuerte y clara: “Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo te iluminará (Ef 5, 14)”.
Si sabes que Cristo devolvió la vida a los muertos, ¿por qué desconfías de que pueda resucitarte? Escucha de sus propios labios: “El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” (Jn 11, 25). Si la vida vivificante trata de reerguirte, ¿por qué te obstinas en yacer en la muerte?
Cuidado, no te precipites en el abismo de la desesperación. Eleva confiadamente tu alma hacia la divina misericordia, no te endurezcas en la impenitencia ante la magnitud de tus pecados. Desesperar no es propio de los pecadores, sino de los impíos; no es la gravedad de los pecados la que conduce al alma a la desesperación, sino la falta de fe. Si poderoso ha sido el demonio como para hundirte en el lodazal de los vicios, ¿no tendrá Cristo más poder para sacarte de ahí? ¿Acaso no dará Dios a quien ha caído fuerzas para que se levante?
El asno de tu carne cayó en la tristeza bajo el peso de su carga; para levantarse tiene el estímulo de la penitencia; y la mano del espíritu que virilmente lo reerguirá. […] Quebrante el ayuno la soberbia de la carne; que tu mente cebada antes por los pecados se alimente ahora con los manjares de la asidua oración; que el imperio del espíritu someta a la carne con el freno de la disciplina y te apresure a desear ardientemente todos los días la Jerusalén celestial.
San Pedro Damián