
Leyendo las narraciones de la Légende Dorée sobre San Basilio Magno, sentimos una sensación de distensión. Nuestros ojos, exhaustos de presenciar las monstruosidades de este siglo, se fijan en aquellos hechos medio encantados y maravillados, y una especie de himno de admiración comienza a surgir en nuestro interior.
Plinio Corrêa de Oliveira
A propósito de la fiesta de San Basilio Magno, Obispo y Doctor de la Iglesia, tenemos para comentar los datos sacados de la Légende Dorée, de Jacques de Voragine 1 .
Columna de fuego que tocaba el cielo
A través de una visión, el ermitaño llamado Efrén conoció el grado de santidad que Basilio había alcanzado. En éxtasis, Efrén vio una columna de fuego que salía desde la cabeza del Santo y tocaba el cielo, y escuchó una voz viniendo de lo alto que decía: “El gran Basilio es como esta enorme columna que tú ves”. Luego fue a la ciudad el día de Epifanía para conocer a tan notable personaje.
Al verlo vistiendo una estola blanca y caminando majestuosamente con sus clérigos, se dijo a sí mismo: “Tuve trabajo en vano al venir… pues ese hombre rodeado de tantos honores no puede ser el que apareció en la visión. Si nosotros, eremitas, que cargamos el peso del día y del calor, nunca hemos logrado algo así, ¿cómo puede él, lleno de
tales honores, ser una columna de fuego?” Basilio, quien por revelación se enteró de los pensamientos de Efrén, hizo cuestión de que él lo fuese a ver.
Llevado ante el obispo, el eremita vio una lengua de fuego que salió de su boca, y pensó: “Basilio es realmente grande; es verdaderamente una columna de fuego. El Espíritu santo realmente habla por la boca de Basilio”. Dirigiéndose a él,
Efrén dijo:– Señor, le ruego la gracia de hacerme hablar en griego.
Basilio: – Ud. pide una cosa difícil.
Pero oró por él, quien inmediatamente comenzó a hablar griego.
Cierta vez, otro eremita vio a Basilio caminando con atuendos pontificales y lo despreció, pensando para sí mismo que a ese hombre le gustaban demasiado ese tipo de pompas. Una voz entonces se hizo oír, diciendo: “Te gusta más acariciar la cola de tu gato de lo que Basilio aprecia sus ornamentos”.
Las puertas de una iglesia se abren, confundiendo a los herejes
El Emperador Valente, defensor del Arrianismo, tomó una iglesia de los católicos para dársela a los arrianos. Basilio fue junto a él y le dijo:
– Emperador, está escrito: “La majestad real brilla por el amor a la justicia. El juicio del rey es la justicia”.
¿Por qué entonces ordenasteis voluntariamente que los católicos fuesen expulsados de esta iglesia y que ella fuere entregada a los arrianos?
El Emperador respondió: – Basilio, no es conveniente que me
habléis así.
Él respondió: – No me importa morir por la justicia.
Entonces el chef del Emperador, llamado Demóstenes, partidario de los arrianos, intentó intervenir, pero Basilio le dijo:
– Tu tarea es cuidar los guisos del Emperador, y no resolver problemas de fe. Lo que lo confundió e hizo callar.
Entonces el Emperador dijo: – Basilio, ve y arbitra el problema entre las dos partes, pero no te dejes influir por las opiniones del pueblo.
Él propuso a católicos y arrianos que las puertas de la iglesia fueran cerradas, colocando en ellas los sellos de cada uno de los partidos, y la que pudiese abrir las puertas a través de la oración tendría la posesión de la iglesia. La propuesta fue aceptada por todos. Los arrianos rezaron durante tres días y tres noches, y cuando llegaron a las puertas de la iglesia no estaban abiertas.
Entonces Basilio, al frente de una procesión, fue a la iglesia y, después de haber hecho una oración, tocó ligeramente las puertas con su cayado pastoral diciendo: “Dejad libre el camino, poderes celestiales; ábranse, puertas eternas, para dejar entrar al Rey de la gloria”. E inmediatamente las puertas se abrieron y, todos entraron dando gracias a Dios, y la iglesia quedó nuevamente en poseesión de los católicos.
Una leyenda que correspondía a las aspiraciones de santidad
Estos no son hechos estrictamente históricos porque la Légende Dorée se compone de narraciones semi-legendarias. Algunos de los hechos narrados allí sucedieron, otros no, y dentro de los que sucedieron, no todos se narran como se pasaron, sino que fueron embellecidos por la imaginación popular.
Sin embargo, son hechos hermosos que tienen un gran valor espiritual, pues indican cómo la piedad de aquellos pueblos llenos de devoción adornaba la figura de los santos; imaginó además cómo debería actuar Dios, y modeló una leyenda que
correspondía a sus propias aspiraciones de santidad. Y esto no se puede tener en cuenta de mentira, porque no es exactamente una mentira, sino una figuración, una historia contada de uno a otro sabiendo ya que está estilizada, que es como una especie de maravillosa ficción narrada en alabanza del santo.
Las narraciones referentes a San Basilio son impregnadas de aquella poesía y de aquellos problemas del Oriente de los primeros tiempos.
Ese santo vivió en una época de herejías. La herejía de los arrianos devastaba, en aquella época, a la Iglesia Católica, y San Basilio estaba en una tremenda lucha contra ellos y el Emperador, porque en general los emperadores de Bizancio daban apoyo a los arrianos.
La razón de esto fue que estos potentados querían gobernar en la Iglesia y los obispos arrianos se prestaron a ello, mientras que en la Iglesia Católica no podían mandar, porque según la Doctrina Católica la Iglesia es una sociedad perfecta y soberana, es decir, en su propia esfera – que es la espiritual, y la temporal, en materia de Fe y Moral –, nadie manda en Ella.
Los emperadores, encontrando en la Iglesia un dique para su absolutismo, evidentemente buscaron perseguirla.
Fue un exceso de orgullo humano. En esa época floreció en la Iglesia una gracia enorme, la de la vida eremítica, entendida en su rigor y fidelidad.

Eremo de San Pablo, Italia
El verdadero eremita es aquel que vive completamente solo en una cueva, en un desierto, generalmente no en lugares maravillosos, sino en aquellos que no atraen mucho la imaginación, no seducen mucho la fantasía, ni agradan a los sentidos. El eremita vive allí, solo, preocupándose solo por la alabanza de Dios.
Este estado eremítico es muy conforme a la índole del oriental, porque éste, con el alma felizmente llena de fantasía, de imaginación, en el sentido recto de la palabra, sabe ver lo que tantas veces el occidental, especialmente el ‘hollywoodizado’, no sabe ver: las mil maravillas del silencio, los mil deslumbramientos de la soledad.
Cuando una persona vive aislada, su espíritu adquiere grandeza, toma vuelo. Ella no se preocupa a no ser con las cosas de orden superior y entonces se aproxima de Dios.
El eremita que rueda una piedra en la entrada de la cueva donde vive, para que no se le entre una fiera durante la noche, pero que también puede ser sorprendido por una serpiente, y corre los riesgos del hombre que, solo, está expuesto a la lucha contra la naturaleza; el eremita que ayuna, que hace penitencia, que se hiere: es el perfecto eremita cuya figura se nos presenta aquí.
Escena grandiosa y profética
San Basilio es llamado delante del Emperador y discute con él. Entra en escena el jefe de la cocina, que es mucho más que un mero cocinero. Hay que pensar en el fabuloso lujo de los emperadores bizantinos, en las grandes comilonas que ellos hacían. A menudo había banquetes.
Por lo tanto, un director de cocina debía ser un hombre bien entendido en gastronomía para grandes fiestas.
Quiere mostrarse celoso frente al Emperador y se mete en una discusión en la que no tenía cabida. San Basilio le da ingeniosamente una respuesta: “¡Dedíquese a la comida, no haga dogmas!”.
Es algo agradable de leer y nos hace sonreír; pero la lección está bien dada. Hay una fondo doctrinal, profundo, detrás de eso.
Luego viene una escena grandiosa y profética. Los fieles de la religión católica discuten con los malvados e impíos, que constituyen la secta arriana, por la propiedad de una iglesia católica que el Emperador les había dado a los arrianos.
El soberano confió al Santo la solución del caso. Entonces, según esta narración, San Basilio les dijo que sellasen con sus respectivos lacres las puertas de la iglesia y rezasen.
Uno puede imaginar la magnífica escena, la tranquilidad de San Basilio y la inquietud de los arrianos. Estos rezan, rezan, rezan y… ¡nada! San Basilio ostenta su mitra, una gran casulla, un báculo, barba blanca, ojos serenos, caminando a la cabeza de un clero piadoso. Y todos cantando las letanías. Se tiene la impresión de que cuando se aproximan, las puertas de la iglesia estaban a punto de abrirse. Él se anticipa y, en un gesto majestuoso, con la punta del báculo sólo toca la puerta y ésta se abre. Los herejes se han confundido y el coro entra cantando, seguido de una gran multitud de fieles.
Si esas cosas no hubieran pasado así, pasarían innumerables otras, y las circunstancias fueron tales que pudieron haberse dado de esa manera. De tal forma que hay un residuo de verdad en eso, incluso más verdadero que la propia narración histórica.
Porque señala cierta maravilla de las almas, que es la realidad histórica más profunda. Puede que no haya habido el hecho externo, pero sí el hecho profundo que es ese tipo de piedad y de espíritu sobrenatural presente por detrás de eso.
Cuando leemos estas narraciones de la Légende Dorée, tenemos un sentimiento de distensión. Nuestros ojos, exhaustos de constatar cosas monstruosas, y todo tipo de la suciedad y escoria de este siglo, quedan atraídos por eso medio encantados y asombrados, y una especie de himno de admiración
comienza a levantarse dentro de nosotros. ¿No es cierto que, al vernos obligados a dejar la lectura sentimos una gran desolación, como un alma que hubiese visto un pedacito del cielo y fuese obligada a volver al Purgatorio?
Admiración humilde y desinteresada
Entonces, ¿cuál es la lección que sacamos de esto? Es la siguiente: si fuéramos de tal modo que pudiésemos fijar nuestro espíritu duraderamente en este estado de admiración; si gustásemos, por encima de todo, de practicar la virtud de la admiración, que desinteresadamente se detiene, se queda pensando y se maravilla con esos episodios; si tuviéramos
dentro del alma un paraíso permanente, una alegría fija, estable y continua que nos acompañase, a pesar de todas las tristezas, estaríamos seguros de que el trasfondo de la realidad no son las cosas efímeras que vemos, ni las molestias que estas cosas nos dan, sino esta profundidad de encanto, este orden de cosas virtuoso, admirable, indescriptible que existe en el alma de personas verdaderamente santas.
Aquí está el encanto de nuestra vida: hacer de esta contemplación nuestra alegría humilde y desinteresada.
Humilde, porque nos hace felices, en gran parte en la medida en que vemos que no tiene ninguna proporción con nosotros, ya que es muy superior a nosotros, hasta el punto de sentirnos
pequeños delante de eso y tenemos la alegría de sentirnos así, de emocionarnos con algo que es más que nosotros.
Desinteresada, porque no tenemos un papel que desempeñar dentro de eso. No vamos a representar ningún papel al lado de San Basilio contra el Emperador. Estamos fuera. Esos hechos no nos engrandecen, no aportan ninguna ventaja para nosotros.
Los contemplamos sólo porque son ellos. Lo miramos desinteresadamente. Este es el modelo del alma medieval. Aquí hay un rastro del modo de ser medieval que es mucho más
que una descripción del temperamento – aunque se entre profundamente en el temperamento – : la capacidad de maravillarse humilde y desinteresadamente. Eso es lo que hay en esa disposición de alma.
El alma así es verdaderamente fiel y realmente agrada a Dios. Sobre un alma así baja el Espíritu Santo. Porque estos son los humildes que serán exaltados. Los poderosos que serán depuestos son los que se aferran a una porción de cosas, aunque sea sólo la cola de un gato – y que hacen de eso su apego. Esos serán depuestos, es decir, desprovistos de las cosas a las que se aferran. Los humildes, los desinteresados, por el contrario, serán elevados.
¿Cómo se produce esta elevación? – De la siguiente manera: el alma con esta capacidad de maravillarse humilde y desinteresadamente es algo así como ua toalla de papel absorbente. Toda la perfección que toca en ella es absorbida e inhalada por ella.
Aquello que admiramos desinteresadamente nos moldea y nosotros tomamos algo de esta maravilla.
La maravilla contemplada hace del individuo un ser maravilloso. Nada es más bonito, no hay maravilla más auténtica que el alma verdaderamente abierta a lo maravilloso.
Ella tiene el amor de Dios, porque el amor de Dios es esto: maravillarse. humilde y desinteresadamente con las cosas de Dios. No solo con las invisibles conocidas por la Fe, sino con
las visibles que el Creador ha colocado por todos lados.
Por tanto, esto es lo que debemos buscar y pedir a Nuestra Señora, que fue el alma más abierta a lo maravilloso. Es solo considerar que fue Ella quien tuvo más de cerca la mayor
maravilla que pisó sobre esta tierra: Nuestro Señor Jesucristo.
Megalomanía: un defecto que está en la línea opuesta al maravillamiento
Nuestro Señor dijo que no se deben dar perlas a los cerdos (cf. Mt 7, 6). No se pueden dar cosas maravillosas a las almas que no pueden maravillarse. Al Niño Jesús, Dios le dio a Nuestra Señora para que viviese en su seno, pasase su infancia junto a Ella, y Él pasó treinta años maravillándola, porque Ella estaba dotada con el poder de maravillarse que estaba en la proporción de esta Maravilla.

Virgen de la Humildad
Así entendemos la capacidad de maravillarse de Ella. Resultado: todas las generaciones la llamarán maravillosa, porque quien la llama bienaventurada, la llama maravillosa ¿Por qué? Por el desinterés con que Ella amó, por la humildad con la que admiró. Por eso se volvió admirable.
Aquí está el mecanismo de esta virtud tan fundamental para el alma Contrarrevolucionaria y para el espíritu católico.
Uno de los muchos defectos que están en la línea opuesta al maravillamiento es la megalomanía. El megalómano no se maravilla de nada más que de sí mismo. Cuando ve algo maravilloso fuera de él, se enoja, ve un poquito y luego se irrita, porque él quiere estar en el centro de todas las cosas. Esto es lo opuesto al hombre que verdaderamente tiene espíritu maravilloso.
Pidámosle a la Virgen que nos dé esa facultad de alma por la que nos maravillemos con lo que está por encima de nosotros; con humildad; amando eso precisamente porque es superior a nosotros, y admirándolo desinteresadamente.
Extraído de conferencia del 19/6/1971