
Creo que se confundió belleza con lujo, y lujo con valor económico: son conceptos diferentes. Son conceptos diferentes. Se pueden hacer cosas muy bellas con medios muy simples, y puede haber cosas muy caras que no son bellas.
Estos conceptos erróneos se aplicaron, por ejemplo, a la construcción
de nuevos templos.
El antiguo cardenal de Santiago de Chile contaba una anécdota que explica lo que quiero decir: “Los pobres tienen derecho también a la belleza”, decía él. “Se pensaba que construir una iglesia hermosa en un barrio pobre podía constituir una ofensa. ¡Es al contrario! Levantarla equivale a decir a los pobres: ‘como hijos de Dios, ustedes no merecen menos que esto’”. Es una manera de devolverles su dignidad. Y ponía este ejemplo: en una barriada de la periferia de Santiago había una iglesia-garaje con capacidad para unas 100 personas que no se llenaba los domingos. Cuando construyeron una iglesia nueva, grande, bonita, con capacidad para 500 personas, no pudo contener más a la gente. Una iglesia así se vuelve un polo generador de una transformación del barrio.
Los funerales de Juan Pablo II conquistaron a mucha gente, porque vieron la belleza de la liturgia latina en todo su esplendor y sobriedad. El director Franco Zefirelli dijo: “Confieso que sentí envidia, porque yo, como director de cine, no sabría hacer una escenografía mejor”. Aunque de hecho hubo una preparación muy grande, aquello salió naturalmente, gracias a la belleza de la liturgia, que precisa de poca explicación, pues sus gestos, cantos, movimientos en torno del altar hablan por sí mismos.
El Espíritu Santo contribuyó agitando las hojas del libro puesto encima del ataúd de Juan Pablo II y agitando las casullas de los cardenales.
Fue una liturgia bella y al mismo tiempo accesible a la gente. Belleza en la decoración. En las iglesias y ermitas que hay por el centro de Italia todas las paredes están decoradas con frescos, que cautivan por su sencillez y encanto, y eran el catecismo que transmitía el Evangelio y la vida de los santos. El retablo de la catedral de Toledo es una espléndida catequesis de la vida de Cristo.
Hace poco leí una reflexión a propósito de las nuevas iglesias construidas en Roma, proyectadas por arquitectos famosos. Uno decía sobre una de la iglesias: “Es magnífica por fuera, pero adentro las paredes están vacías”.
Una de las notas distintivas del templo católico es hacer que el fiel se sienta arropado por la Comunión de los Santos, manifestada en las imágenes. Estas paredes blancas en una iglesia desnuda no facilitan el encuentro con Dios, la pared no me “habla”, mientras que ante un fresco, un mosaico o una vidriera estoy en una actitud diferente, recibiendo. Además, como la gente muchas veces se distrae, que al menos se distraiga contemplando la vida de un santo. ¡Cuántas veces uno, mirando un mosaico, recibe una llamada de Dios, una insinuación de la gracia!
¡Cuántos hombres y santos se han convertido contemplando una imagen sacra, como Paul Claudel, la noche de Navidad, ante la imagen de la Virgen en la Catedral de Notre-Dame!
El gusto de nuestro tiempo no es por cierto, el gusto barroco. Nuestro momento es más sobrio, pero tiene que haber algo que arrope, que envuelva, que hable.
No todos estamos llamados a ser artistas, ni críticos de literatura, de arte o de música; pero sí se nos llama a transmitir la belleza de la vida cristiana, a contagiar la alegría de la fe. Siempre se ha dicho que, en el fondo, los dos grandes argumentos a favor de la verdad del Cristianismo fueron el arte cristiano y la vida de los santos. Y de los dos, la vida de los santos es lo que mueve, el ejemplo que arrastra.
Mirando a los cristianos, los paganos decían: “¡Mirad cómo se aman!” Cada uno puede hacer una filigrana en su vida, como en el mosaico, en la vidriera o en el fresco, en el cual la luz de la gracia incide, golpea el corazón y saca la maravilla de colores que vemos.