
Esta es la voluntad de Jesús: no condenar sino perdonar; y aunque todo el mundo nos condenase, Jesús nos absolvería satisfecho desde que no volvamos a pecar.
Padre Luis Chiavarino
Discípulo — Aunque si alguno reconoce a tiempo sus faltas y se confiesa bien, Dios siempre lo perdona ¿verdad, Padre?
Maestro — Sí, Dios perdona siempre a quien vuelve arrepentido. ¿Recuerdas la parábola del Hijo Pródigo?
Discípulo — La he escuchado más de cien veces y siempre me ha parecido muy linda y consoladora. Cuéntemela Padre.
Maestro — El infeliz joven abandona su casa, gastándose todos sus bienes en excesos. Reducido a la extrema miseria se ve obligado a ser guardián de cerdos, repartiéndose con los animales inmundos los restos de comida para no morir de hambre. Finalmente, cansado de una vida tan mezquina, lleno de remordimiento, decide volver junto a su padre. Venciendo la vergüenza y decidido exclama “Surgam, et ibo ad patrem meus. — Me levantaré e iré junto a mi padre. De hecho vuelve, y tan pronto llega se arroja a los pies del padre implorando: Padre, perdóname porque he pecado.
El pobre padre que desde el triste día en que el hijo partiera, no había tenido ni paz ni sosiego, no lo rechaza: abre sus brazos, lo levanta, lo abraza, le besa la frente y lo cubre con su propio manto para que nadie lo vea en aquel estado. Ordena a sus criados: corran, traigan las ropas más bellas para que pueda vestir nuevamente a mi hijo; traigan los anillos de oro y los collares preciosos para que yo adornarlo. Y ustedes, digan a los otros, maten la novilla más gorda y preparen una gran cena. Inviten a los familiares y amigos, llamen también a los músicos; quiero una gran fiesta, porque mi hijo que estaba perdido volvió.
Pocas horas después, todo estaba dispuesto: la sala estaba llena, las mesas puestas. El hijo, que poco antes causaba pena, aparece todo engalanado y radiante de alegría al lado del padre. Y sentado en el lugar de honra, se convierte en el “rey de la fiesta”.
¿Sabes quién es él? Es el pobre pecador y su padre es Jesús. Cada vez que el más infeliz pecador se lanza a los pies de Jesús y dice arrepentido: “Padre, perdóname porque pequé” se repite la misma escena. El confesor, el cual representa a Jesús, levanta al infeliz, lo abraza, le da el beso del perdón, lo reviste de la gracia santificante, lo adorna con sus consejos, llevándolo a la boda de Jesús que es la Comunión. De esta manera, el pobre que pocos minutos antes era esclavo del demonio y presa del infierno, se convierte en el rey de la fiesta porque como tú sabes el propio Jesús decía “Hay más alegría en el Cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”.
Discípulo — Bendita sea la confesión, ella es realmente el sacramento del perdón y del consuelo. Pero, ¿Por qué no todos se confiesan?
Maestro — Porque no conocen ni aman suficientemente a Jesús. Si todos pudiesen verlo como lo vio y oyó aquella mujer del Evangelio…
Discípulo — ¿La pobre adúltera, verdad? También esta es una historia consoladora, cuéntemela Padre.

Jesús y la mujer adúltera, pintada por Van Dyck
Maestro — Cierto día, fue presentada a Jesús una mujer sorprendida en adulterio para que la condenara a ser apedreada, según la ley. Él viéndola toda avergonzada se inclinó y comenzó a escribir en la arena palabras misteriosas y al mismo tiempo que escribía, los acusadores se retiraban confundidos y cabizbajos. Cuando ya todos se habían ido, Jesús se levantó y dirigiéndose a la mujer pecadora le dijo “Bendita sea la confesión. Es realmente ella el sacramento del perdón y del consuelo. ¿Nadie te condenó?
— Nadie, respondió temblando la mujer.
— Pues bien, yo tampoco te condeno: vete en paz y no peques más.
Esta es la voluntad de Jesús: no condenar sino perdonar; y aunque todo el mundo nos condenase, Jesús nos absolvería satisfecho desde que no volvamos a pecar.
Tomado del libro Confesaos bien