Dios quiere que Jesús sea la vida de las obras

Publicado el 04/06/2022

Abad Juan Bautista Chautard

La ciencia puede enorgullecerse con razón de sus conquistas inmensas. Pero no ha logrado ni logrará jamás crear la vida, ni producir en los laboratorios químicos un grano de trigo o una larva. Los estruendosos fracasos sufridos por los defensores de la generación espontánea, han sido el más claro testimonio de la vacuidad de sus pretensiones. Dios se ha reservado el poder de crear la vida. Los seres que pertenecen al reino animal y vegetal pueden crecer y multiplicarse, pero sometidos a las condiciones establecidas por el Creador.

En cambio, cuando se trata de la vida intelectual, Dios crea directamente el alma racional. Existe toda vía un coto cerrado que guarda – con mayor celo y es el de la Vida Sobrenatural, por ser ésta una emanación de la vida divina, comunicada a la Humanidad del Verbo encarnado.

Jesús, en virtud de su Encarnación y Redención, es la FUENTE ÚNICA de esta Vida divina a cuya participación son llamados todos los hombres. La Iglesia tiene como función esencial, comunicarla mediante los sacramentos, la oración, predicación y las demás obras relacionadas con estos medios de vivificación sobrenatural. 

Nada hace Dios sino, mediante su Hijo. Esto se cumple en el orden natural, y más en el sobrenatural, al comunicarse la vida divina, dando a los hombres una participación de la naturaleza de Dios para hacerlos hijos suyos.

Estas palabras son tan precisas, como luminosa la Parábola de la vid y los sarmientos con que el maestro aclara esta verdad.

El Buen Pastor – Iglesia de La Concepción – Alhendín – España

Con qué insistencia quiere grabar en el espíritu de sus apóstoles el principio fundamental de que sólo ÉL (JESÚS) ES LA VIDA, y su corolario, o sea, que para participar en esta vida y comunicarla a los demás, es preciso ser un injerto del Hombre-Dios.

Quienes recibieron el honor de colaborar con el Salvador en la transmisión de esta vida divina en las almas, deben reflexionar que son unos modestos canales acodados a esa fuente única; para tomar de ella la vida.

Si un hombre apostólico, por ignorar estos principios, se creyera capaz de producir ,el menor vestigio de vida sobrenatural, prescindiendo en absoluto de Jesús, demostraría una ignorancia teológica tan supina, como estúpida suficiencia.

El Salvador – Luis Borrassá – Museo Episcopal – Vic – España

Y si reconociendo que el Redentor es la causa primordial de toda vida divina, el apóstol olvidase esta verdad cuando actúa, y cegado por una presunción tan incomprensible como injuriosa para Jesucristo, no contase sino con sus propias fuerzas, cometería un desorden, que aunque menor que el anterior, no seria menos intolerable a los ojos de Dios.

Rechazar la verdad o prescindir de ella en la conducta, constituye siempre un desorden intelectual, doctrinal o práctico, y es la negación del principio que debe informar nuestra conducta.

Ese desorden aumenta cuando la verdad, en vez de iluminar la inteligencia del hombre de Obras, choca con un corazón en oposición, por el pecado o la tibieza, con el Dios de toda luz.

Esta conducta, que consiste en ocuparse en las obras como si Jesús no fuera el único principio de vida, ha sido calificada por el Cardenal Mermillod de HEREJÍA DE LAS OBRAS, expresión que sirve para estigmatizar la aberración del apóstol, que, olvidado de su papel secundario y subordinado, pretendiera lograr el éxito de su apostolado con sola su actividad y sus talentos.

¿No implica esta conducta la negación práctica de una gran parte del Tratado de Gracia?

Esta consecuencia espanta, pero, a poco que se reflexione, se ve que desgraciadamente encierra mucha verdad. ¡Herejía de las obras! La actividad febril en lugar de la acción de Dios; la ignorancia de la gracia; la soberbia del hombre que pretende destronar a Jesús; el considerar como meras abstracciones, al menos en la práctica, la vida sobrenatural, el poder de la oración y la Economía de la Redención, son casos nada imaginarios que se presentan y que, en diversos grados, un análisis de las almas acusa con frecuencia en este siglo de naturalismo en el que el hombre juzga según las apariencias y obra como si el éxito de su empresa dependiera principalmente de lo ingenioso de su organización.

Aun a la luz de la filosofía, y prescindiendo de la revelación, seria digno de lástima el hombre de valer que se negara a reconocer que todos los talentos que los demás admiran en él, los ha recibido de Dios.

¿Qué impresión produciría en un católico instruido en la religión, el espectáculo de un apóstol que hiciera ostentación, al menos implícita, de prescindir de Dios en su tarea de comunicar a las almas la vida divina aun en sus menores grados? Calificaríamos de insensato al obrero evangélico que dijera: Señor, no pongas obstáculos a mi empresa; no me la atasques: que yo me encargo de llevarla a buen fin.

Este sentimiento nuestro reflejaría a la versión que produce
en Dios tal desorden; la vista de un presuntuoso que se dejara arrastrar del orgullo hasta el extremo de pretender dar la vida sobrenatural, engendrar la fe, suprimir el pecado, impulsar a la virtud y hacer brotar el fervor en las almas con solas sus fuerzas, sin atribuir estos efectos a la acción directa, continua, universal y desbordante de la Sangre divina, precio, razón de ser y medio de toda gracia y de toda vida espiritual.

Por eso la humanidad del Hijo de Dios pide a su Padre que confunda a esos falsos cristos paralizando las obras de su soberbia, o permitiendo que no produzcan sino un espejismo fugaz.

Y, excepción hecha de la acción que ex opere operato se realiza en las almas, Dios está como obligado con el Redentor a retirar al apóstol hinchado de suficiencia, sus mejores bendiciones, para concedérselas al sarmiento que con toda humildad reconoce que su savia, no le viene sino de la vid divina.

Que si Dios bendijera con resultados profundos y duraderos una actividad envenenada con ese virus que hemos llamado Herejía de las obras, daría a entender que alentaba el desorden y permitía su difusión.

Tomado del libro El alma de todo apostolado, Parte 1 n°2, pp. 5-7

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