Dios uno y trino

Publicado el 06/06/2022

Si consiguiéramos penetrar hasta el fondo de este misterio seríamos iguales a Dios, pero nuestra contingencia nos impide penetrar la infinitud de Dios. El hombre debe alegrarse ante el misterio, y en su actitud humilde ante él podrá, por gracia divina, desvendar algunos horizontes de lo Absoluto, alegrándose en el Señor con plenitud.

Hno. Néstor Raúl Naranjo Pizano, EP.

Los principales misterios de nuestra fe cristiana son la Trinidad Santísima de Dios, la Encarnación del Verbo y la presencia real de Cristo en la Sagrada Eucaristía.

Hablar de misterio es como tratar de penetrar en algo que es insondable o por muchos aspectos enigmático, velado o inexplicable a la inteligencia humana.

Dios, es el Ser por esencia; y, por ende, perfectísimo en todos sus atributos. Y el hombre es un ser limitado y contingente; no cabiéndole, por tanto, la posibilidad de sondear hasta lo más profundo la mente del Creador en su eternidad e infinitud. Algo o mucho le es permitido al ser humano comprender de Dios, en la medida que la voluntad divina lo faculta para ello, facilitándole su misma sabiduría, para poder discernir con pericia y cordura algunos aspectos de esa Perfección increada.

Nuestra temática de hoy nos pide esforzarnos por comprender al menos algunos vislumbres del misterio de Dios Uno y Trino.

Se cuenta en la vida del gran San Agustín, Doctor y Padre de la Iglesia, y una o quizás la mayor inteligencia que Ella ha engendrado en su seno, que un día se encontraba el obispo de Hipona caminando por las playas del mar, con el pensamiento absorto y profundamente sumergido en altas consideraciones y pensamientos.

Sin embargo, algo le distrajo y llamó su atención en determinado momento, a punto de hacer una pausa en sus altas cavilaciones: se encontró con un niño encantador, quien, sentado en la arena hacía un hueco en la playa con su manito; y, alegre y despreocupadamente, sacaba con una conchita el agua del mar colocándola en el pequeño hueco…

El santo, observador y analítico, le pregunta entonces al niño: “¿Qué pretendes hacer?”; y el infante, sin dejar de prestar atención en lo que hacía, le responde al gran santo: “Quiero colocar las aguas del mar en este huequito”. Extrañado ante semejante respuesta, San Agustín le inquiere: “Pero, ¿cómo pensar que el mar pueda caber en ese hueco?”. El niño, entonces, responde: “Me es más fácil a mí meter todas las aguas del océano en este pequeño orificio, que tú desvendar el misterio que tratas de entender…”

San Agustín trataba de comprender el misterio divino de la Santísima Trinidad

¡San Agustín trataba de penetrar en el Misterio de la Trinidad de Dios…!

Esta anécdota tan llena de sabor y de profundidad, nos da la clave para entender la incapacidad inmensa del ser humano en sondear los misterios de Dios.

Sin embargo, Dios permite que el hombre haciendo buen uso del don de inteligencia que le ha concedido, se empeñe esforzadamente por captar realidades profundas que muchas veces le son veladas a su capacidad humana. Para ello, la sabiduría divina lo asiste con bondad inefable, abriéndole puertas misteriosas y desvendándole horizontes magníficos, o lo ilustra con el don de ciencia; y el entendimiento vuela entonces por universos impensados e inimaginables. Fue así como el propio San Agustín escribió después su gran tratado De Trinitate para explicar que la Doctrina cristiana sobre la divinidad e igualdad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo está presente en las Escrituras y hace parte de la Revelación.

Sus aguas cristalinas, de una limpieza y claridad inmaculada, fresquísimas para aliviar los calores del estío, aplacan tibia y agradablemente el rigor del frío invierno. Río Uaupés, Brasil

Le ruego, querido lector, permitirme forjar ahora una alegoría: imaginemos un río inmenso de aguas bellísimas y caudalosas, cuya extensión es imposible medir. Este río tiene propiedades fabulosas, curativas, regenerativas, nutritivas y especies sin fin lo surcan a lo largo y ancho de su recorrido.

Sus aguas, de una limpieza y claridad inmaculada, fresquísimas para aliviar los calores del estío, aplacan tibia y agradablemente el rigor del frío invierno, y acogen con indulgencia maternal a todos los que en ellas deben sumergirse o por ellas ser bañadas.

En determinado lugar de su marcha, el tropel magnífico de la masa líquida se divide en tres grandes surcos, cada uno diferenciado por las áreas que cobija, como ejerciendo un oficio que lo caracteriza, aunque sus aguas conservan la unidad y propiedades propias de los otros.

Uno de sus ramales atraviesa desiertos y soledades, sumergiéndose a veces en sus tierras profundas, fertilizando y dando vida a lo inerte que contienen. Río Nilo atravesando el desierto, cerca de Asuán

Uno de sus ramales atraviesa desiertos y soledades, sumergiéndose a veces en sus tierras profundas, fertilizando y dando vida a lo inerte que contienen y proporcionando nuevas formas de subsistencia. Su color, aunque cristalino, asume matices rojizos y ámbar.

El segundo ramal, como en el centro, se embreña entre montañas, llenando de alegría a todas las criaturas que allí viven, enriqueciendo aún más sus fértiles comarcas. Rio Rin en su paso por Alemania

El segundo ramal, como en el centro, se embreña entre montañas y nieves, llenando de alegría a todas las criaturas que allí viven, enriqueciendo aún más sus fértiles comarcas y abrevando con inmenso placer sus animales. Por el verdor de sus tierras, el cauce toma connotaciones de esmeralda con visos amarillentos y naranja cargados de vida y bienestar.

El tercero, en fin, se pasea por planicies sin término llenas de bosques y paisajes, de hermosas cascadas que aplauden con su ritmo acompasado la presencia del río que las acoge. Raudal del Jirijirimo. Río Apaporis en la amazonía colombiana

El tercero, en fin, se pasea por planicies sin término llenas de bosques y paisajes, de hermosas cascadas que aplauden con su ritmo acompasado la presencia del río que las acoge. Todo canta allí: los pájaros se estremecen alborozados, encontrando por doquier ricas semillas y frescas aguas, que, por su lado, manifiestan jovialidad y alegría en darse en profusión. Estas aguas son de un azul profundo que ilumina el sol, recordando el paraíso perdido…

Son tres ramales de un solo río.

Santísima Trinidad

Ésta es, mi querido lector, una simple y ruda imagen del Dios Uno y Trino; es un solo Dios en la unidad de su esencia y substancia, de igual manera que en nuestra alegoría es un solo río en propiedades benéficas; la Trinidad de sus Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, se manifiesta de forma diferente, con un colorido y manifestaciones propias y peculiares en cada una de ellas. Así, el Padre, en su “función creadora”, es diferente del Hijo en cuanto Persona, en su “oficio” Salvador y Redentor que se encarna en las entrañas virginales de María; y diferente también del Espíritu Santo, que es el “Consolador”, “Santificador, y alma de la Iglesia.

Es un misterio insondable a nuestra humana inteligencia que el propio Cristo reveló. Algo de él penetraremos en la visión beatífica: totus sed non totaliter – “Todo, pero no completamente”. Si consiguiéramos penetrar hasta el fondo de este misterio seríamos iguales a Dios, pero nuestra contingencia nos impide penetrar la infinitud de Dios.

El hombre debe alegrarse ante el misterio, y en su actitud humilde ante él podrá, por gracia divina, desvendar algunos horizontes de lo Absoluto, alegrándose en el Señor con plenitud.

El hombre debe alegrarse ante el misterio, y en su actitud humilde ante él podrá, por gracia divina, desvendar algunos horizontes de lo Absoluto, alegrándose en el Señor con plenitud.

Aunque es difícil de entender, los propios Apóstoles comprendieron después de la Resurrección, que Cristo es el Salvador enviado por el Padre; y, cuando, en Pentecostés, pudieron sensiblemente recibir al Espíritu Santo, percibieron con claridad que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. En su Trinidad de Personas, es un solo Dios que posee la misma naturaleza, eternidad, poder y perfección.

Digamos pues, henchida nuestra alma de fe: “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”; y por la intercesión de María Inmaculada proclamemos, “como era en el principio, ahora y siempre por los siglos de los siglos”. Que el Dios todopoderoso que nos creó por su bondad y nos redimió con su Sangre, nos santifique cotidianamente y, siendo salvos, nos lleve a su morada gloriosa. Amén.

 

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