
Nuestro Señor Jesucristo nos dejó en su vida terrena incontables ejemplos acerca de la admiración: repleto de encanto por su Divino Padre, Él también supo admirar con respeto y ternura todo lo que era inferior a sí.
Plinio Corrêa de Oliveira
Otro día, súbitamente durante una reunión, tuve una impresión sobre la admiración relacionada con la Persona de Nuestro Señor Jesucristo. Por lo menos en mi fuero interno, fue una impresión magnífica que intentaré exponer de modo improvisado en esta conferencia.
Al analizar ciertos hechos narrados en el Evangelio — los cuales se caracterizan por producir encanto en todo el mundo —, yo me entusiasmé por la persona de Jesús.
Superior a cualquier pensamiento, Nuestro Señor constantemente nos sorprende por haber hecho con simplicidad y dignidad cosas inimaginables.
La fuerza y la bondad expresadas en sus acciones son tales, que el único comentario pertinente cabe en cuatro letras: D – I – O – S.
Sin embargo, yo tenía la sensación que faltaba algo; había algo que no estaba consiguiendo expresar bien y era necesario traerlo a luz para comprender mejor al Admirable por excelencia, el cual también era el Admirador por excelencia.
Entonces ¿Cómo detectar este elemento nuevo que me faltaba comprender?
Los reflejos de Nuestro Señor en su Madre Santísima

Castillo a orillas del Río Vistula en Silesia, Polonia
Tantas veces he hablado de castillos reflejados en el agua; el reflejo es más bello que el propio castillo.
No obstante, imaginemos a Nuestro Señor reflejado en las aguas del Lago de Tiberíades: ¡Él era infinitamente más bello que su reflejo! Creo que eso sucedería si Jesús se reflejase en cualquiera de las aguas del mundo, solamente en un mar superior a todos los mares de la tierra: María.
Porque cuando Él miraba a su Madre Santísima, cosas que solo Ella comprendía en Él se reflejaban en su rostro. Y quien mirase al rostro celestial de Nuestra Señora, tendría una especie de puerta de acceso de oro para comprender los misterios de la Sagrada Faz de Nuestro Señor.
Reportémonos a la escena de la transformación del agua en vino en las bodas de Caná.
Todos están encantados con aquel invitado único que pasó a ser la fiesta de toda la fiesta cuando el mayordomo buscó al novio diciéndole: “Se acabó el vino”.

A ruegos de María Santísima, Jesús transforma el agua en vino en las bodas de Caná
Arrebatados con Nuestro Señor, todos se habían olvidado de sus propios egoísmos. Sin embargo, hubo una que no se olvidó de estas personas: con su mirada de madre, Nuestra Señora velaba por todos; al mismo tiempo que admiraba a Jesús, tenía amor materno por cada uno, a tal punto de darse cuenta que se había acabado el vino.
Jesús mira a su Madre y ve en Ella aquella expresión que busca estimular su compasión. ¿Podemos concebir la compasión de Nuestro Señor mirando compasivo a Nuestra Señora que lo reflejaba a Sí mismo en su sonrisa?
¿Quién sería capaz de comprender, sin mirar para la sonrisa de María, lo que había sucedido en el Alma Santísima de Jesús en ese momento? Absolutamente nadie podría comprenderlo. En este reflejo aparecía más claramente el Redentor, de cierta manera con un lente de aumento y luz incomparable. Él escogió las mejores manifestaciones de Sí mismo para reflejarlas en el rostro sagrado de su Madre.

Nuestra Señora en el Calvario reflejaba el dolor de su Divino Hijo Jesucristo
Para llevarlo todo al último extremo, ¿Podemos imaginar el dolor de Nuestra Señora viendo el dolor de Jesús? ¿Y qué fue lo que San Juan Evangelista, las santas mujeres, Longinos y otros pocos vieron en el rostro de María Santísima en el momento en que Jesús exclamó “Todo está consumado”? El alma salió del Cuerpo, se dilaceró la humanidad santísima de Jesús, y María Santísima pudo medir por entero el misterio terrible de la muerte y lo tremendo de un Dios que muere.
Si hasta la naturaleza material fue sensible a esto, ¿Qué pensó María? ¿Cómo era ese reflejo del dolor de Él en Ella?
¡La cumbre de la tristeza del Calvario podía ser mejor comprendida mirando a María, a fin de entender cómo sufría Jesús!
El esplendor de Jesús, reflejado en el Mar de Galilea

Mar de Galilea, conocido también como lago de Genesaret, donde Jesús caminó sobre las aguas
Vuelvo a considerar a Nuestro Señor Jesucristo caminando sobre las aguas del Mar de Galilea. Aguas que se estremecían por entero al ser tocadas por sus divinos pies, como si ellas no contuvieran su alegría al recibir el peso tan leve de esos pies sagrados.
Él iba andando paso a paso y se diría que el lago se volvía vivo; los peces hacían figuras geométricas, guirnaldas, algo de ceremonial; de tal manera las ceremonias agradan al Autor de toda belleza.
El aire completamente diferente y lleno de suavidad, más hermano del agua que nunca; y en los puntos donde uno y otro se tocaban, daban la impresión de que el uno contaba para el otro las delicias que tenían, formando una especie de lámina fina de confidencias. Lo que el agua contaba se evaporaba como luz por el aire y lo que el aire narraba llenaba de aroma al agua.
Así Nuestro Señor caminaba sobre las aguas.
Él debía estar enteramente consciente de su propio esplendor, de su propia grandeza. De su persona quizá salieran miles de virtudes para llenar el aire y el agua, a fin de ser vistas por los apóstoles que estaban allá para que tuvieran un estremecimiento de emoción, una plenitud incalculable de admiración, de veneración, de ternura; algo que la mente humana no sabe expresar pero que el Espíritu Santo supo describir.
Jesús diría esto no únicamente con el sentido de protección, sino también de respeto, de dedicación y de admiración “¡Qué alma limpia, qué alma pura! Yo, Dios, autor y foco de toda la pureza me contemplo viendo a este niño. Y veo en él un reflejo creado de mí mismo, Yo lo creé para que me mire y me ame”.

Martirio de San Ignacio de Antioquía
El mártir que más admiro es el gran San Ignacio de Antioquía. En el momento de ser triturado por los leones exclamó “¡Que los leones vengan a mí y trituren mi carne como la piedra del molino tritura el trigo para hacer harina, en la cual pueda operarse después la transustanciación y sea el Cuerpo y Sangre de Cristo. Así también, yo quiero ser triturado, quiero ser un mártir de Cristo!”
Algunos autores dicen que ese niño contemplado por Nuestro Señor, cuya alma purísima llegó a la cumbre del heroísmo en la inocencia, fue después San Ignacio de Antioquía. La mano divina se había posado sobre él; y cuando dijo “Dejad que los niños vengan a mí”, Jesús lo acercó a sí.
¿Si el Mar de Galilea se estremecía, si el aire se llenaba de perfumes, de brisas y de luces, qué decir del alma de un niño fiel que Nuestro Señor acerca a Sí?
Por otro lado, Nuestro Señor Jesucristo sabía que ese niño sería el gran Ignacio de Antioquía. De dentro de esta encantadora escena vemos surgir, empapadas de sangre, dos trágicas figuras: Jesús, el Cordero de Dios cubierto de sangre, de salivazos, siendo blanco de bofetadas, de injurias durante la Pasión; y el cadáver de San Ignacio de Antioquía destrozado por las fieras.

Pero de esa sangre sale después un incienso mil veces más agradable a Dios que el incienso exhalado del sacrificio de Abel.
Pero de esa sangre sale después un incienso mil veces más agradable a Dios que el incienso exhalado del sacrificio de Abel. Por su Sangre, Jesús reconcilió a Dios con los hombres haciendo nacer mártires y guerreros hasta el fin de la historia de los hombres.
Las Cruzadas no fueron sino el más bello reflejo de los martirios, que nacieron en cierto sentido de la palabra, de un niño al cual Nuestro Señor agradó en una escena encantadora diciendo “Dejad que los niños vengan a mí, pues de ellos es el Reino de los Cielos”. ¡Y con cuánta admiración miraba a Ignacio en este momento viendo en este pequeñito al atleta de la fidelidad hasta el final!
Ejercicio de maravillamiento
El alma admirativa no se contenta en admirar únicamente lo que le es superior, sino que sabe volverse también para lo inferior, tomarlo con respeto y ternura sin igualitarismo, ver una figura de Dios en las pequeñas cosas y darle gloria por manifestarse en ellas.
Era esto propiamente lo que faltaba para que yo comprendiera la admiración. Entonces, ahora contemplo a Nuestro Señor caminando sobre las aguas y admirando el agua, el aire y sintiéndose reflejado en ellos diciendo “¡Imita mi magnificencia; cuán bella es esta agua, cuán bello es este aire que Yo he creado!”
Así comprendemos cómo se concluye el ciclo de la admiración y cómo es el alma verdaderamente admirativa.
Imaginemos a una reina prodigiosamente rica. Ella ve de repente —rodando sobre una mesa de su regio palacio—, una moneda que es la menor de las monedas en circulación en su reino. Digamos que es una moneda de cobre, o de un metal que no sea noble como el níquel. La Reina toma esa monedita y contempla en ella la efigie del rey su hijo y exclama “Hijo mío”.
Admiración y Redención
Vista desde esta perspectiva se comprende mejor la propia Redención, pues ¿Cómo podría haber Redención sin admiración? ¿Podría una persona tener mayor admiración por algo que resolviéndose a morir para salvar ese algo?
Nuestro Señor nos conoció individualmente a cada uno y nos admiró, teniendo en consideración lo que podríamos haber sido o podríamos ser o podríamos llegar a ser por los ruegos de su Madre.
A través del maravillamiento podemos imaginar las bellezas del Paraíso
Entendemos también que el Creador nos puso en una tierra de exilio donde no vemos las bellezas que contemplaríamos en el Paraíso, pero Él nos dio la imaginación para concebir cómo serían las cosas si fueran paradisíacas.
Y nos dio hasta el medio de conocer como ellas serían en el cielo empíreo, porque todas estas cosas se reflejan de algún modo en la materia del Cielo Empíreo, que no es más que un reflejo del propio Creador.
Dios quiere que nos imaginemos lo maravilloso, lo admirable a partir de las cosa que vemos, más o menos como un ciego que nunca vio un rostro pero pasa la mano por el rostro de alguien y recompone los trazos de la fisonomía. De la misma forma, nosotros no vemos el Paraíso pero lo tanteamos y con el espíritu construimos una imagen de esa realidad. Dios puso en nosotros la tendencia a maravillarnos con aquello con lo que tomamos contacto. Por tanto, todo cuanto vemos es motivo para el ejercicio de maravillamiento, que en francés se dice émerveillement.
A través del ejercicio de émerveillement, el hombre es llevado a no solo imaginar cómo una cosa sería en el Paraíso, sino también a imaginar cómo ella sería en un mundo irreal que Dios no creó, pero que a Él le gustaría que existiese.
A través de la Heráldica, de alguna manera el hombre imita a Dios

Escudo Heráldico
De allí viene, por ejemplo la Heráldica. Las figuras heráldicas no existen de aquel modo en la naturaleza, sino que forman una especie de universo creado por la cultura medieval; se puede decir que por la heráldica, el hombre de alguna manera imita a Dios.
Es común encontrar ciertas almohadas estampadas con una torre dorada sobre un fondo rojo. Un rojo así no existe en la naturaleza como fondo de una torre.

Torre de Belém en Lisboa, Portugal
En esta nuestra pobre tierra, toda torre tiene polvo y se ensucia y por más altanera que sea ella — hasta la Torre de Belém — tiene un marco que no vale la torre. El hombre imagina un mundo donde hay un rojo por detrás de una torre dorada y hace en la heráldica esa torre.
Dios admira eso. Al decir “mirad los lirios del campo, ellos no tejen ni hilan…”, Jesús manifestaba cuánto ama lo que el hombre compuso en un elán 1 de alma y en el fondo se vuelve hacia Él, porque de maravilla en maravilla, en lo alto está Dios. Tenemos en este ejemplo de Nuestro Señor admirando las cosas, incluso hasta las pequeñas y amándolas con una ternura especial, una lección para que tengamos el alma propensa para la admiración.
Tomado de conferencia del 27/9/1980
Notas
1)Elán: palabra del francés que significa impulso