Mons. João Clá Dias
Para Doña Lucilia, el Dr. Antonio era objeto de una especial veneración y encanto. ¡Sus deseos y preferencias eran para ella ley! Lo que la niña más admiraba en él no eran las cualidades naturales, sino sus virtudes. Bien sabía que el Dr. Antonio era un excelente abogado, hábil e inteligente conocedor de la teoría y práctica jurídicas, pero le atraían poco sus hazañas profesionales en comparación con el prestigio moral de que gozaba.
En efecto, cuando años después se le hacía alguna pregunta sobre la vida de su padre, no destacaba sus éxitos en los negocios, sino sus excepcionales cualidades como esposo y cabeza de familia, especialmente su amor al trabajo, la ausencia de ambición, la protección que dispensaba a los pobres y su profunda honestidad moral.
Esos valores que la pequeña Lucilia tanto admiraba se convirtieron en componentes de su propia concepción de la existencia: la trama de la vida debía ser tejida con los hilos de una dedicación superior.
El testamento de una mujer de mala vida
De otra circunstancia bastante diferente Doña Lucilia recogió un elemento más con el cual componer el mosaico de la integridad de carácter del Dr. Antonio, que su memoria supo conservar con verdadero amor filial.
Se encontraba a las puertas de la muerte una mujer de notoria mala vida, muy bella, que había recibido grandes cuantías de ricos hacendados de la región.
Viendo próximo su fin, decidió hacer testamento en favor de su familia, pero no aceptó para ello ningún otro abogado que no fuera el Dr. Antonio, y explicó:
— Un hombre que haya frecuentado mi casa no merece mi confianza. Sólo me fío de quien nunca haya estado aquí.
Ante esta difícil situación, la primera providencia que él tomó fue dirigirse a Doña Gabriela y ponerla al corriente de lo que pasaba, diciéndole:
— Iré si tú me lo permites; si tú no quieres, no iré. Eres mi mujer y tienes derechos sobre mí. Ahora dime qué quieres que haga.
Solamente después de la autorización de su esposa, el Dr. Antonio aceptó hacer el testamento de aquella mujer.