
Dice un adagio latino que mater artium necessitas, la necesidad es la madre de las artes. Este principio, aplicable a casi todos los campos del quehacer humano, quizá no se vea en ningún otro ámbito tan bien plasmado como en la arquitectura. Los edificios, que surgieron con una finalidad práctica de cobijo y protección, acabaron adquiriendo también, casi siempre, una dimensión simbólica. Esta última cobra a veces tanta importancia que llega a suplantar su finalidad funcional, como ocurrió con los arcos de triunfo: de simples puertas en la muralla, pasaron a ser un mero pórtico, sin muralla…
Ahora bien, el primer gran proyecto arquitectónico del que se tiene noticia en la historia refleja claramente esa conexión entre edificios y simbolismo. La Sagrada Escritura (cf. Gén 11, 1-4) nos cuenta que, en un momento determinado después del diluvio, los hombres decidieron utilizar ladrillos cocidos al fuego y alquitrán a fin de construir una torre cuya cúspide alcanzara el cielo. La intención de la iniciativa: hacer famoso el nombre de los constructores, para que no se dispersaran por la faz de la tierra.
La incongruencia entre ambas metas salta a la vista. ¿Qué relación causa-efecto puede tener la celebridad con la permanencia en un mismo lugar? No se sabe. Lo más lógico sería inferir que el segundo elemento constituye un mero pretexto para disfrazar el único y real objetivo: que su nombre se hiciera conocido o, dicho de otro modo, satisfacer su orgullo.
En cualquier caso, dicho emprendimiento, no dirigido a la gloria de Dios, sino basado en anhelos exclusivamente humanos, fracasó. O más bien, al levantarse contra el Señor, su empresa estuvo marcada no sólo por el fracaso, sino también por el castigo (cf. Gén 11, 5-9): en vez de realizar el deseo de celebridad y de supuesta unión, Babel quedará para siempre como símbolo de temeridad, confusión y separación. En efecto, San Agustín1 interpreta el pecado de Babel como un orgulloso intento de «fortificarse contra Dios», para escapar de un posible segundo diluvio universal, manteniendo el libertinaje de las costumbres.
Pero no por ello la humanidad ha dejado de construir. Bajo la influencia de la gracia, la civilización cristiana también dio origen a otras torres, las más famosas de las cuales, hasta el día de hoy, son las de las catedrales góticas. Decoradas según los más variados y bellos estilos, albergan las campanas que, como ministros de la voz divina, marcan las horas y llaman a los fieles a la oración y al culto sagrado. Constituyen, por tanto, los púlpitos desde los que la Iglesia hace oír su timbre, en ese lenguaje universal del Espíritu Santo que se deja entender por los corazones sencillos de todos los pueblos y lenguas.
Entre las torres góticas más famosas se encuentran sin duda las de la catedral de Colonia (Alemania). Acerca de ellas, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira tejió el siguiente elogio: «Se elevan del suelo con tal impulso y se lanzan al aire con tanta altanería y tan inesperadamente que uno tiene ganas de preguntarles: “¡¿Queréis volar?!”. Proclaman una gran victoria del hombre sobre la ley de la gravedad —una ley que lo atrae hacia abajo, y le dificulta la vida— y […] parecen perderse en el cielo».2 El Dr. Plinio comentaba también que el artista de Colonia tenía la sacrosanta genialidad de querer ir más allá de lo meramente terrenal, como quien levanta la mano hacia Dios, el autor de todo, en un deseo de la otra vida y de conocer al Creador.

De la comparación entre los dos ejemplos —Babel y Colonia—, surge ciertamente una reflexión: dos torres, dos símbolos… Si fuera posible afirmar que «las criaturas […] son, por lo más profundo de su ser, una “palabra” que Dios pronuncia sobre sí mismo»,3 algo análogo debe pasar entre el hombre —imagen y semejanza del Creador— y lo que produce: toda obra humana constituye un reflejo de la mentalidad de su autor. Por cierto, es lo que enseñó Nuestro Señor Jesucristo: «El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal» (Lc 6, 45).
En este sentido, ¿qué nos revela cada una de las torres-símbolos en cuestión sobre el interior de sus artífices?
Babel, por el hecho de haber nacido del orgullo, fracasó en su intento de alcanzar físicamente el cielo y acabó siendo borrada de la historia. Nada más lógico. Al fin y al cabo, el término vanidad tiene una raíz común con vacío y devastación: llenos de sí mismos, los constructores de la torre estaban repletos de nada… y eso fue lo que transmitieron a su edificación.
Por su parte, Colonia consigue aún hoy elevar espiritualmente las almas hacia Dios, porque las obras destinadas a glorificar al Señor gozan de la perennidad de las cosas eternas. ◊
Notas
1 Cf. San Agustín de Hipona. «Tratados sobre el Evangelio de San Juan». Tratado vi, n.º 10. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 1955, t. xiii, p. 199.
2 Corrêa de Oliveira, Plinio. «Quando a terra toca o Céu…». In: Dr. Plinio. São Paulo. Año i. N.º 1 (abr, 1998), p. 6.
3 Bandera González, op, Armando. «Introducción a las cuestiones 50 a 64». In: Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. 4.ª ed. Madrid: BAC, 2001, t. i, p. 492.