Lo que la Iglesia necesita no son malogradas «reformas», sino una restauración de todas las cosas en Cristo (cf. Ef 1, 10). Ahora bien, esto siempre se consigue a través de la santidad, el mejor y más eficaz medio de apostolado.
La Iglesia despuntó del ímpetu evangelizador de su fundador, Jesucristo, que le confirió a los Apóstoles el poder de expulsar demonios, curar enfermedades y, sobre todo, proclamar el Reino de Dios (cf. Lc 9, 1-2).
El último discurso del Redentor a sus discípulos, a manera de corolario de su misión, fue la contundente convocatoria al apostolado universal: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16, 15), subrayando que enseñaran «a todos los pueblos» (Mt 28, 19). El Apóstol de las gentes insiste, además, que el anuncio de la Palabra es una necesidad: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Cor 9, 16).
Los primeros mártires regaron a la Iglesia naciente con su propia sangre, para que brotaran los dulces frutos de la civilización cristiana. Más tarde, santos como Agustín de Canterbury en Inglaterra, Bonifacio en Alemania y, tiempo después, Francisco Javier en el Lejano Oriente son ejemplos de apóstoles que, imbuidos de «cristianos atrevimientos», llevaron la Palabra a todos los rincones del orbe.
Sin embargo, es una enorme tristeza observar que tantos esfuerzos del pasado fueron aniquilados por los «falsos apóstoles» (2 Cor 11, 13), como en el caso de los cismas de Occidente y de Oriente, así como la seudorreforma protestante que hizo estragos especialmente en tierras de Bonifacio y de Agustín, a través del luteranismo y del anglicanismo. En contrapartida, la Providencia fue pródiga en el envío de santos de élite como Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Felipe Neri…
Dos siglos más tarde, la Revolución francesa sólo pudo triunfar gracias a la crucial colaboración del clero apóstata, en particular del P. Sieyès. Tras apoyar la nacionalización de los bienes eclesiásticos, se unió a Luis Felipe de Orleans en la conspiración contra la nobleza y el propio clero, para destronar a Luis XVI y provocar así una implacable persecución a la Iglesia. Como revancha, Dios suscitó en el siglo xix lumbreras de santidad como el Cura de Ars, Bernadette Soubirous o Catalina Labouré.
La era posmoderna es hija de los disparates del siglo xx, durante el cual hubo grandes momentos para la Iglesia, pero también períodos de propagación de un sentimentalismo mórbido y de ideas paganizantes en movimientos litúrgicos, unidos al laxismo y el comodismo en la esfera religiosa, tal y como lo denunció Plinio Corrêa de Oliveira en la obra En defensa de la Acción Católica, en 1943. A esto le siguió en Occidente un gran éxodo de fieles, como en Brasil, cuya población católica, otrora mayoritaria, hoy se reduce a menos de la mitad.
Ese fenómeno es bastante complejo para ofrecer soluciones fáciles. Quizá la más frecuente sería la ingenua adaptación de la Iglesia al mundo, aliada a la suspensión de cualquier tipo de evangelización. Existe, no obstante, una esencial contradicción entre la vocación de los apóstoles y el mundo (cf. Jn 15, 19), aunque haya que actuar en el mundo, aprovechándose de sus propias herramientas, como el sabio uso de los medios de comunicación social.
Por lo tanto, lo que la Iglesia necesita no son malogradas «reformas», sino una restauración de todas las cosas en Cristo (cf. Ef 1, 10). Ahora bien, esto siempre se consigue a través de la santidad, el mejor y más eficaz medio de apostolado. De modo que antes de postular un constante aggiornamento de la Iglesia cabe invocar su creciente y continua santificación: Ecclesia semper sanctificanda. Sólo así se cumplirá el mandato de Cristo de llevar el Evangelio a todos.