Era un domingo como los demás…

Publicado el 05/06/2021

Monseñor João Clá Dias.

El 13 de mayo de 1917, era un domingo como los demás para tres pastorcitos. Transcurría la primavera de 1917. La Primera Guerra Mundial, la grande y sangrienta guerra de las naciones, hacía más de tres años que extendía sus campos de batalla por casi toda la Tierra.

Sin embargo, en aquella luminosa mañana del domingo 13 de mayo, las calamidades y horrores de la guerra parecían distantes para tres pastorcitos. Se trataba de Lucía de Jesús dos Santos, la mayor, con 10 años; Francisco y Jacinta Marto, con 9 y 7 años, respectivamente.

Después de asistir a Misa en la iglesia de Aljustrel, caserío de la parroquia de Fátima, donde residían, salieron en dirección a la sierra y allí juntaron su pequeño rebaño de ovejas castañas y blancas. Lucía, al escoger el lugar de pastoreo para el día, dijo con aire de mando:

— Vamos a las tierras de mi padre, en la Cova de Iría.

Obedeciendo, los otros pusieron en marcha las ovejas, y allí fueron los tres atravesando los matorrales que cubrían la Sierra de Aire. Los animales iban arrancando lo que encontraban a su alcance, y sus cencerros sonaban tristes en el silencio de la mañana clara.

Era un bello domingo ese 13 de mayo, ¡mes de María! En el cielo límpido y translúcido, el sol se mostraba en todo su esplendor.

El tiempo había pasado sereno y entretenido. Los pastorcitos ya habían comido su merienda, compuesta de pan de centeno, queso y aceitunas; habían rezado el Rosario, junto a un pequeño olivo que el padre de Lucía había plantado por allí. Cerca del mediodía, subieron a una parte más elevada de la propiedad y comenzaron a jugar…

Primera aparición de la Santísima Virgen

Súbitamente, en medio de su inocente recreo, los tres niños vieron como una claridad de relámpago que los sorprendió. Contemplaron el cielo, el horizonte y, después, se miraron entre sí: cada uno vio al otro mudo y atónito; el horizonte estaba limpio y el cielo luminoso y sereno. ¿Qué habría pasado?

Pero Lucía, siempre con cierto tono imperativo, ordenó:
— Vengan, que puede venir una tormenta.
— Pues vamos, dijo Jacinta.
Juntaron el rebaño y lo condujeron descendiendo hacia la derecha. A medio camino entre el monte que dejaban y una encina grande que tenían delante, vieron un segundo relámpago.

Con redoblado susto, apresuraron el paso continuando el descenso. Sin embargo, apenas habían llegado al fondo de la “Cova” se pararon, confusos y maravillados: allí, a corta distancia, sobre una encina de un metro y poco de altura, se les aparecía la Madre de Dios.

Según las descripciones de la Hermana Lucía, era “una Señora vestida toda de blanco, más brillante que el sol, irradiando una luz más clara e intensa que un vaso de cristal lleno de agua cristalina, atravesado por los rayos del sol más ardiente”. Su semblante era de una belleza indescriptible, ni triste ni alegre, sino serio, tal vez con una suave expresión de ligera censura. ¿Cómo describir con detalle sus trazos? ¿De qué color eran los ojos y los cabellos de esa figura celestial? ¡Lucía nunca lo supo decir con certeza!

El vestido, más blanco que la propia nieve, parecía tejido de luz. Tenía las mangas relativamente estrechas y el cuello cerrado, llegando hasta los pies que envueltos por una tenue nube, apenas se veían rozando la copa de la encina. La túnica era blanca, y un manto también blanco, con bordes de oro, del mismo largo que el vestido, le cubría casi todo el cuerpo. “Tenía las manos puestas en actitud de oración, apoyadas en el pecho, y de la derecha pendía un lindo rosario de cuentas brillantes como perlas, con una pequeña cruz de vivísima luz plateada. [Como] único adorno, un fino collar de oro reluciente, colgando sobre el pecho y rematado casi a la altura de la cintura, por una pequeña esfera del mismo metal”.

Lo que ocurrió a continuación es así relatado por la Hermana Lucía:

“Estábamos tan cerca, que quedábamos dentro de la luz que la cercaba, o que irradiaba. Tal vez a un metro y medio de distancia, más o menos. Entonces, Nuestra Señora nos dijo:

— No tengáis miedo, no os haré mal.

— ¿De dónde es Vuestra Merced?

—Le pregunté
— Soy del Cielo.
— ¿Y qué quiere de mí Vuestra Merced?

— Vengo a pediros que volváis aquí durante seis meses seguidos, los días 13 y a esta misma hora. Después os diré quién soy y lo que quiero. Y volveré aquí aún una séptima vez.

— ¿Y yo también voy a ir al Cielo?

— Sí, vas.
— ¿Y Jacinta?
— También.
— ¿Y Francisco?
— También, pero tiene que rezar muchos Rosarios.

Me acordé entonces de preguntar por dos niñas que habían muerto hacía poco. Eran amigas mías y [frecuentaban] mi casa [para] aprender a tejer con mi hermana mayor.

— ¿María de las Nieves ya está en el Cielo?

— Sí, está.
— ¿Y Amelia?
— Estará en el Purgatorio hasta el fin del mundo. ¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que os quiera enviar, en reparación por los pecados con que Él es ofendido, y en súplica por la conversión de los pecadores?

— Sí, queremos.

— Vais pues, a tener mucho que sufrir, pero la gracia de Dios será vuestro consuelo.

Fue al pronunciar estas últimas palabras (‘la gracia de Dios’, etc.), cuando abrió las manos por primera vez, comunicándonos una luz tan intensa, como el reflejo que de ellas procedía, que, penetrándonos en el pecho y en lo más íntimo del alma, hacía vernos a nosotros mismos en Dios, que era esa luz, más claramente que como nos vemos en el mejor de los espejos. Entonces, por un impulso interior, también comunicado, caímos de rodillas y repetimos interiormente: Oh, Santísima Trinidad, yo te adoro. Dios mío, Dios mío, yo te amo en el Santísimo Sacramento.

Pasados los primeros momentos, Nuestra Señora añadió:

— Rezad el Rosario todos los días para alcanzar la paz del mundo y el fin de la guerra.

Enseguida comenzó a elevarse serenamente, subiendo en dirección al naciente, hasta desaparecer en la inmensidad de la distancia. La luz que la circundaba iba abriendo un camino en la oscuridad de los astros, motivo por el cual alguna vez dijimos que vimos abrirse el Cielo”

Después que la Aparición se eclipsó en la infinitud del firmamento, los tres pastorcitos permanecieron silenciosos y pensativos, contemplando durante un largo rato el Cielo. Poco a poco, fueron despertando del estado de éxtasis en que se encontraban. A su alrededor, la naturaleza volvió a ser lo que era. El sol continuaba fulgurando sobre la tierra, y el rebaño, esparcido, se había echado a la sombra de las encinas. Todo era quietud en la sierra desierta.

La celestial Mensajera había producido en los niños una deliciosa impresión de paz y de alegría radiante, de frescura y libertad. Les parecía que podrían volar como los pájaros. De cuando en cuando, el silencio en que habían caído era interrumpido por esta jubilosa exclamación de Jacinta:

— ¡Ay, qué Señora tan bonita! ¡Ay, qué Señora tan bonita!

En ésta, como en las demás apariciones, la Virgen Santísima habló sólo con Lucía, mientras que Jacinta solamente oía lo que Ella decía. Francisco, sin embargo, no la oía, concentrando toda su atención en verla. Cuando las dos niñas le relataron el diálogo reproducido arriba, y la parte que se refería a él, se llenó de gran alegría. Cruzando las manos sobre su cabeza, el niño exclamó en voz alta:

— ¡Oh, Señora mía! ¡Rosarios digo cuantos queráis!

Los pastorcitos se sentían otros. Sentían sus almas ligeras y alegres.

Ya los envolvían las penumbras del atardecer, mientras en la sierra se oían los ecos de las campanas tocando el Ángelus. Recogiendo sus ovejas, los tres niños abandonaron aquel sitio bendito. En el silencio del anochecer, que iba cubriendo las sierras, “se oía el sonido ronco del cencerro, y los pasos menudos del rebaño, camino abajo, eran como llovizna de verano en hojas secas…” 

Tomado del libro, Fátima: por fin mi Inmaculado Corazón triunfará; pp.26-30

 

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