
Desde la cruz veía el Hijo de Dios las angustias y desolaciones del sagrado Corazón de su santísima Madre, oía sus suspiros y veía las lágrimas y el abandono en que estaba y en el que había de quedar después de su muerte. Todo esto era un nuevo tormento y martirio para el divino Corazón de Jesús. No faltaba, pues, nada de cuanto podía afligir y crucificar los amabilísimos Corazones del Hijo y de la Madre.
San Juan Eudes
¡Oh, qué aflicción para tal Madre ver a tal Hijo tan injustamente atormentado y abismado en un océano de dolores, sin poderlo aliviar lo más mínimo! Ciertamente, tan grande y tan pesada es esta cruz que no hay inteligencia capaz de comprenderla. Cruz que estaba reservada a la gracia, al amor y virtudes heroicas de la Madre de Dios.
De nada le valía ser inocentísima y Madre de Dios para librarse de tan terrible tormento. Al contrario, deseando su Hijo asemejarla a él quiso que el amor —causa primera y principal de sus sufrimientos y de su muerte— que como a su Madre le tenía, y el que ella le profesaba como a su Hijo, fuese la causa del martirio de su Corazón al fin de su vida como había sido al principio el origen de sus gozos y satisfacciones.
Desde la cruz veía el Hijo de Dios las angustias y desolaciones del sagrado Corazón de su santísima Madre, oía sus suspiros y veía las lágrimas y el abandono en que estaba y en el que había de quedar después de su muerte.
Todo esto era un nuevo tormento y martirio para el divino Corazón de Jesús. No faltaba, pues, nada de cuanto podía afligir y crucificar los amabilísimos Corazones del Hijo y de la Madre.
Piensan algunos que la causa por la que el salvador no quiso darle el nombre de Madre cuando le habló desde la cruz fue precisamente por no afligirla y desolarla más. Sólo le dice palabras que le muestran que no la había olvidado y que, cumpliendo la voluntad de su Padre, la socorría en su abandono dándole por hijo al discípulo amado. En consecuencia, san Juan quedó obligado al servicio de la reina del cielo, la honró como a Madre suya y la sirvió como a su señora, juzgando el servicio que le hacía como el mayor favor que podía recibir en este mundo de su amabilísimo maestro.
Todos los pecadores tienen parte en esta gracia de san Juan. A todos los representa al pie de la cruz y nuestro salvador los mira a todos en su persona, a todos y cada uno dice: Esta es tu madre. Les doy mi Madre por Madre y los doy a ella para que sean sus hijos. ¡Oh precioso don! ¡Oh, tesoro inestimable! ¡Oh gracia incomparable! ¡Cuán obligados estamos con la bondad inefable de nuestro salvador! ¡Qué acciones de gracias debemos tributarle! Nos ha dado su divino Padre por Padre nuestro y su santísima Madre por Madre nuestra a fin de que no tengamos más que un Padre y una misma Madre con él. No somos dignos de ser esclavos de esta gran reina y nos hace hijos suyos.
¡Qué respeto y sumisión debemos tener a tal Madre, qué celo e interés por su servicio y qué cuidado en imitar sus santas virtudes, a fin de que haya alguna semejanza entre la Madre y les hijos!
Esta bondadosísima Madre recibió gran consuelo al oír la voz de su querido Hijo en la última hora. Una palabra cualquiera de los hijos y de verdaderos amigos conforta y es singular consuelo. Como los sagrados Corazones de tal Hijo y de tal Madre se entendían tan bien entre sí, la bendita Virgen aceptó gustosa a san Juan por hijo suyo y en él a todos los pecadores, sabiendo que tal era la voluntad de su Jesús.
En efecto, muriendo Jesús por los pecadores y sabiendo que sus culpas eran la causa de su muerte, quiso, en la última hora, quitarles toda desconfianza que pudieran tener al ver los grandes tormentos, fruto de sus pecados y por esto les dio lo que más estimaba y lo que más poder tenía sobre él, a saber, su santísima Madre, a fin de que, por su protección y mediación, confiáramos ser acogidos y bien recibidos por su divina Majestad.
No cabe duda del amor inconcebible de esta bondadosa Madre a los pecadores, ya que, en el alumbramiento espiritual junto a la cruz, sufrió increíbles dolores, los que no tuvo en el alumbramiento virginal de su Hijo y Dios.
Se ve entonces claramente que los dolores de la Madre y los tormentos del Hijo terminaron en gracias y bendiciones, y en inmensos favores a los pecadores. Cuán obligados estamos, pues, de honrar, amar y alabar los amabilísimos Corazones de Jesús y María; de emplear toda nuestra vida, y más si tuviéramos, en servirles y glorificarlos; de esforzarnos por imprimir en nuestros corazones una imagen perfecta de sus eminentísimas virtudes. Es imposible agradarles andando por caminos diferentes a los suyo.