El apóstol de las gentes

Publicado el 01/25/2023

El celo, el ardor, la perspicacia, la constancia y el coraje que el Apóstol poseía por el judaísmo, después de su conversión lo aplicó a la Iglesia con dedicación incondicional. La vida apostólica de San Pablo –un verdadero y asombroso prodigio– es una prueba.

Plinio Corrêa de Oliveira

San Pablo es el modelo de la astucia, la intrepidez y la capacidad de realización, puesta al servicio del Apostolado. Después del Príncipe de los Apóstoles, nadie pudo superarlo en ningún sentido entre los que evangelizaron el mundo.

Las virtudes de este gran santo tienen una actualidad perenne en la Iglesia, que lo honra en todas las formas. Un espléndido monumento en su alabanza es la gran Basílica de San Pablo, construida en Roma, de la que nuestro cliché fija un aspecto.

Sean su ejemplo y sus oraciones una ayuda para que los católicos del siglo XX, y especialmente los de esta arquidiócesis paulista (San Pablo, Brasil), se esmeren cada vez más al servicio de la Iglesia.

Lo que más nos llama la atención en la vida de San Pablo es su decisión, su actitud integral hacia un ideal. Cuando el Apóstol quiere algo, él realmente lo quiere. Vive enteramente por un ideal, y todo es sacrificado para su realización.

El perseguidor de la Iglesia

Saulo en su camino a Damasco – Iglesia de San Pablo, Zaragoza, España

Cuando era joven en Jerusalén, el ideal de su vida era el judaísmo, y es en el cristianismo que descubre a su enemigo más peligroso. Sin medir fatigas, se dedica a erradicar a este enemigo. ¡Es un entusiasta! No de un entusiasmo platónico y gesticulante que no vale nada, sino de un entusiasmo interior y profundo que se traduce constantemente en actos: “Saulo, respirando amenazas y muerte contra los discípulos del Señor”. Y como tal se conocía incluso en Damasco, a doscientos cincuenta kilómetros de Jerusalén. Él mismo escribe a los Gálatas (1, 13): “Porque ya habéis oído acerca de mi conducta en otro tiempo en el judaísmo, que perseguía sobremanera a la Iglesia de Dios, y la asolaba; y en el judaísmo aventajaba a muchos de mis contemporáneos en mi nación, siendo mucho más celoso de las tradiciones de mis padres.”

Un sano y verdadero entusiasmo se traduce en obras y San Pablo se entrega verdaderamente a perseguir a la Iglesia: “Respirando amenazas y muerte…” Un espíritu perspicaz con puntos de vista amplios, entiende rápidamente que la extirpación eficiente debe comenzar en los principales centros de irradiación del mundo. La ciudad de Damasco, adonde muchos cristianos han huido, es un centro peligroso. Y como vive enteramente para su ideal, no mide esfuerzos ni peligros, no le importan las medidas incompletas y pusilánimes y se dirige espontáneamente hacia Damasco, un viaje de aproximadamente una semana, con el fin de “llevar prisioneros a Jerusalén a todos los hombres y mujeres que encontrase siguiendo esta doctrina” (Hch 2, 9).

Con el mismo celo se entregó al nuevo ideal

Convertido al cristianismo, San Pablo se transformaría en un gran apóstol. Cambió su ideal, pero no su mentalidad y carácter; y con el mismo entusiasmo productivo busca la realización de su nuevo ideal: Cristo. El mismo celo, ardor, perspicacia, constancia, intrepidez. Las mismas medidas completas y enérgicas, el mismo gusto por lo esencial que preferiblemente le hace buscar los  principales centros de irradiación mundial. La misma dedicación incondicional. La vida apostólica de San Pablo, es una verdadera maravilla y asombro, es una prueba constante y cabal de esa afirmación.

Para mí, vivir es Cristo…”

“Todo esto lo tengo como pérdida por la excelencia del conocimiento de Jesucristo, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo”

Con esta mentalidad, purificada incluso por la gracia, vive perpetuamente con el ideal “Cristo” delante de sus ojos. Más o menos trescientas treinta veces el nombre de Jesús aparece en sus epístolas. Sin la menor vacilación escribe: “Para mí, vivir es Cristo…” (Flp 1, 21). O entonces, “Vivo yo, pero no soy yo; es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20). Textos que prueban su amor, su identificación con el ideal de su vida: Cristo. Todo está subordinado a este ideal, y enumerando, por ejemplo, sus honrosos títulos de judío, escribe: “Todo esto lo tengo como pérdida por la excelencia del conocimiento de Jesucristo, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Flp 3, 8).

Es de esta fibra que se hacen los grandes apóstoles, los héroes de Jesucristo.

Otra característica digna de mención es que San Pablo supo unir la espontaneidad y el ardor de su alma con un razonamiento severo y una dialéctica rigurosa.

Y yo me hice todo para todos…” (1 Cor 9, 22). Pero otra hermosa característica del gran Apóstol, también muy pronunciada, es su bondad, la delicadeza hacia los que lo rodean. Su compasión por los que sufren. ¡Con cuánto interés y dedicación cumple su misión de recaudar limosnas para los pobres de Jerusalén y Palestina! (cf. Rm 15, 25; 1 Cor 16, 1ss; 2 Cor, 8-9). ¡Con qué ingenio inventa piadosos artificios para aumentar estas colectas por los pobres!

Encuentra el tiempo, en el ardor de las lides apostólicas, para escribir una hermosa y delicada carta de recomendación a favor de un pobre esclavo fugitivo, pidiendo que el Señor nuevamente lo acepte con bondad y espíritu de perdón, sin los castigos acostumbrados. Tampoco retrocede en conseguir su propio sustento con el trabajo de sus manos, para no molestar a nadie.

Es con gran delicadeza que trata con los fieles de todos los lugares. Con admirable finura sabe descubrir las buenas cualidades de los hombres, elogiándolos alegremente en la práctica del bien. En cada carta aparecen las huellas inconfundibles de esta bondad y amabilidad de trato. Con gran instancia recomienda que sus colaboradores sean bien tratados en las iglesias, y con mucha y santa alegría, toma nota de los buenos resultados alcanzados por ellos.

En una palabra, todos los que entraron en contacto con el gran Apóstol, desde los más grandes hasta los más pequeños, sabían y sentían constantemente que San Pablo estaba interesado por ellos, que no eran para el Apóstol un mero número, que se acordaba todos los días de cada uno, incluso de los más humildes, que San Pablo nunca se olvidaba de un servicio prestado, ya fuera a su propia persona o a los suyos. Todos finalmente se percataban de que él era un verdadero amigo y un padre para cada uno.

De esta manera, también entendemos que, dando rienda suelta a sus sentimientos de amor, San Pablo escribió la frase casi incomprensible: “Porque yo mismo deseara ser anatema por causa de mis hermanos, que son mis parientes según la carne, los Israelitas” (cf. Rm 9, 3). Y enumerando sus trabajos y fatigas por la causa de Cristo, comprendemos que en el último y más importante lugar enumere sus cuidados de padre.

Y esto sin contar lo más importante: mi preocupación cotidiana, la solicitud que tengo por todas las Iglesias” (2 Cor 11, 28).

Extraído de O Legionário No. 702, 20/1/1946

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