¡Audacia, idealismo, nobleza de espíritu, esperanza y fe! Éstos son los atributos que habitan en el alma del español, cuando es un verdadero hijo de la Santa Iglesia, un precioso tesoro heredado de siglos de lucha en defensa del cristianismo. Y, para comprobarlo, no hace falta que retrocedamos demasiado en la historia… Basta con echar un vistazo a uno de los acontecimientos más dramáticos en los anales de esta valiente nación: su reciente guerra civil.
El Alcázar de Toledo: bastión de la tradición
Corría el año de 1936. Toledo, ciudad situada a unos 74 km al sur de Madrid, era conocida en todo el mundo por sus espadas, sus iglesias y su arte sacro. La tradición y las buenas costumbres todavía habitaban sus calles y hogares, a pesar de la creciente hostilidad hacia la religión que empezaba a extenderse por todo el país. Por tal motivo, y por ser una de las posibles puertas de entrada a la conquista de la capital, la ciudad se había convertido en uno de los mayores objetivos del odio de los enemigos de la fe. No cabrían en este artículo todas las crueldades que, hasta el final del conflicto, éstos cometieron contra iglesias, sacerdotes y religiosos…
Pero si grandes fueron las atrocidades de los malos, ¡mayor fue el heroísmo de los buenos! En este sentido, es digna de mención la resistencia de un puñado de hombres y mujeres refugiados en el antiguo Alcázar de Toledo,1 situado en uno de los puntos más altos de la ciudad, que había sido residencia de monarcas y que desde 1878 se utilizaba como academia militar.
La fortaleza estaba formada por una serie de edificios: un inmueble rectangular con un patio interior, un hospital transformado en museo, llamado Santa Cruz, el edificio de gobierno, un antiguo monasterio capuchino convertido en alojamiento para cadetes, el refectorio y el picadero, que se usaba como escuela de equitación. Al comienzo del enfrentamiento, a excepción del antiguo hospital, toda la construcción estaba bajo control de los resistentes.
Ahora bien, mucho más que un estratégico baluarte, muy utilizado en otras épocas, el Alcázar era un símbolo vivo de la España católica. Y el coronel Moscardó, el militar de mayor rango en ejercicio en aquellos días, bien lo sabía.
Los primeros signos de la tormenta
José Moscardó era un hombre corpulento, tranquilo, amante de los caballos y de los deportes, de mediana inteligencia y rostro muy afable. Sin embargo, su temperamento pacífico no podía ocultar la llama de odio que albergaba contra el ateísmo reinante. ¡Quizá fuera el peor enemigo de los infieles en toda la provincia!
Los intentos de reconciliar los extremos —por un lado, el clero, los monárquicos y los militares; por el otro, socialistas, comunistas y anarquistas—, llevados a cabo en su momento por gobiernos dirigidos por moderados, habían fracasado rotundamente. De hecho, el término medio nunca había sido un camino exitoso en España… Una enorme explosión se estaba gestando, y no tardó mucho para que los acontecimientos precipitaran un levantamiento militar lejos de allí.2
Moscardó, contactado por los republicanos, les negó el suministro de munición de la fábrica de armas de Toledo, aun siendo consciente de que al hacerlo seguramente irían a la ciudad para tomar serias represalias. En efecto, al poco tiempo comenzaron los disturbios, hubo algunos enfrentamientos locales, los militares eran agredidos, las iglesias profanadas… Todo apuntaba a un desenlace sangriento.
Declaración de guerra de Toledo
Reunido con algunos oficiales el 18 de julio de 1936, el valiente coronel les anunció: «Señores, la provincia de Toledo se suma desde este mismo día al alzamiento. Ustedes tienen la palabra». Después de que todos aclamaran la decisión con gritos de «¡Viva España!», algunos, previendo un duro combate, ponderaron que no tenían suficientes reservas de armas y alimentos. Moscardó, no obstante, respondió: «No se preocupen. Dios proveerá».
Sin duda, Moscardó era un hombre de fe. Sin embargo, ni se imaginaba que tendría que resistir un asedio de tres largos meses, con tan sólo 1.205 soldados —treinta y cinco de los cuales desertaron—, 1.400 fusiles, 22 ametralladoras y algunas granadas… Y esto contra un enemigo incomparablemente más numeroso y poderoso, equipado con morteros y misiles. ¡Sería un prodigio! También había 555 no combatientes a su cargo, entre ellos niños, mujeres y monjas.
Tras el consejo de guerra, el coronel decidió hacer público el hecho de que Toledo se había sumado a la rebelión. Hizo esto con la clara intención de conmover el corazón de los españoles indecisos, que aún dormían sobre el muro de la mediocridad… ¡Quería animarlos a que defendieran sus ideales en la región!
No obstante, los combatientes no podían perder el tiempo. El 21 de julio la tropa presentó armas junto a una estatua de Carlos V, mientras el capitán Vela3 leía una proclama declarando que Toledo estaba en guerra con Madrid. Ante la falta de hombres, Moscardó creyó prudente reunir en las cercanías de la academia a todos los destacamentos hasta entonces repartidos por la provincia, ya que no lograrían resistir a una columna motorizada que marchaba desde la capital hacia la ciudad. Doce horas después, el comandante de ésta, el general Riquelme, telefoneó a Moscardó exigiéndole su rendición. La solicitud fue rechazada.
—¿Por qué adopta esa actitud desafiante? —le preguntó Riquelme.
—¡Porque amo España! Además, sería una deshonra entregar a las milicias rojas las armas de los caballeros cadetes.
—Bien, entonces las cogeremos nosotros.
—Quedo informado, mi general.
En pocas horas, el Alcázar se vio rodeado en medio de una zona que se había mantenido leal a la República. El drama no había hecho más que empezar.
El precio de la gloria
Desde la proclamación de adhesión al levantamiento, los familiares de Moscardó corrían peligro. A las siete de la mañana del 23 de julio, unos milicianos comunistas liderados por el abogado Cándido Cabello los encontraron escondidos en un piso. Y cuando apareció el joven Luis, hijo de Moscardó, de 24 años, Cabello vio en él una oportunidad única de entrar en el Alcázar…
Eran las tres de la tarde cuando Cabello llamó al coronel:
—Es usted responsable de los crímenes y de todo lo que está ocurriendo en Toledo. Le doy un plazo de diez minutos para que se rinda. De no hacerlo, fusilaré a su hijo Luis, que lo tengo aquí a mi lado.
—Lo creo —respondió Moscardó.
—Y para que vea que es verdad, ahora se pone al aparato.
Le entregó el teléfono al joven.
—Papá —dijo Luis.
—¿Qué hay, hijo mío?
—Nada, que dicen que me van a fusilar si el Alcázar no se rinde, pero no te preocupes por mí.
—Si es cierto, encomienda tu alma a Dios, da un viva a Cristo Rey y a España y serás un héroe que muere por ella. ¡Adiós, hijo mío, un beso muy fuerte!
—¡Adiós, papá, un beso muy fuerte!
Cuando Cabello volvió a coger el teléfono, Moscardó le dijo:
—Puede ahorrarse el plazo que me ha dado. El Alcázar no se rendirá jamás.
Era la gran hora de Moscardó: ¡la hora del sacrificio y de la generosidad! Para algunos corazones tibios esto sería la mayor locura que un hombre pudiera cometer. Pero quien analiza la vida con ojos sobrenaturales sabe que antes de las grandes victorias de la historia ¡Dios exige de sus elegidos grandes sacrificios! ¿Acaso Abrahán no fue justificado porque creyó en Dios y, por tanto, estuvo dispuesto a sacrificar al hijo de la promesa (cf. Gén 22)? ¿Y —¡ejemplo incomparable!— no entregó Dios a su propio Hijo a la muerte en el altar de la cruz para la salvación del género humano?
Ahora bien, a semejanza del Salvador, en el caso de Moscardó no apareció un ángel para detener las manos del sacrificador… Su Luis fue fusilado un mes después de la llamada telefónica. Cuando terminó el asedio, el coronel se enteró de que su hijo José también había muerto del mismo modo. Cayendo de rodillas bajo el peso de tanto dolor, murmuró: «¿Es éste el precio de la gloria?».
¡Sí! Y, además de la gloria, ése fue el precio de la perseverancia de los que resistieron hasta el final y un magnífico ejemplo de fe y osadía para toda España. Se dice que en los primeros días del asedio hubo muchas discusiones en el interior del Alcázar. Pero después de este hecho ¿quién iba a quejarse de su propia situación? El sacrificio del comandante entusiasmó a los sitiados, convirtiéndolo también en un símbolo del alzamiento de la verdadera España contra la amenaza bolchevique. A partir de entonces su liderazgo sería indiscutible en la antigua fortaleza toledana.
La situación se vuelve precaria…
La escasez de provisiones era alarmante: disponían de unos pocos kilos de comestibles y una reserva de trigo crudo mezclado con nidos de ratas y basura… Las exiguas existencias podrían alimentarlos, como mucho, diez días.
Tras varias jornadas de comidas frugales, la naturaleza empezó a pasarles factura. Fue entonces cuando se les ocurrió algo inconcebible en tiempos de paz: ¡comerse a los caballos! Eran noventa y siete, y también había veintitrés mulas que vivían en el lugar. No obstante, para que la gente aceptara sacrificar a los preciados animales, se hizo necesario un juego psicológico… Desde los primeros días del asedio, Moscardó había ordenado la redacción de un pequeño «periódico», que hiciera circular diariamente noticias externas e internas de la fortaleza. Publicado siempre a tiempo, El Alcázar sólo se retrasó dos veces, porque el mecanógrafo-editor había sido herido… Cuando surgió la idea de los caballos, apareció en sus páginas un editorial muy convincente para un español: «El caballo es animal limpio y pulcro, al extremo de que ni come ni bebe nada que no esté en las mejores condiciones; el género de alimentación exclusivamente vegetal hace que nada pueda justificar aquellos prejuicios; las condiciones de sabor y alimentación (valor nutritivo), superan la de la raza bovina…».
Comprobado el exitoso intento, el menú de la academia empezó a variar un poco, incluyendo un nuevo plato: pastel de caballo, cuya masa se elaboraba a base de harina mezclada con sebo de caballo… Cuando se acabaron los cuadrúpedos, de forma casi milagrosa, descubrieron en las cercanías un depósito de trigo que proporcionaría a los sitiados una minúscula hogaza de pan diaria, preparada según el ingenio de cada uno hasta el final de la resistencia. Sin embargo, la comida todavía era tan escasa que cuando terminó la guerra y tuvieron el primer contacto con sus libertadores, éstos pensaron que estaban viendo cadáveres ambulantes en lugar de seres humanos.
Además del hambre, muchas otras privaciones hacían muy precaria la situación en la fortaleza. Los constantes bombardeos arruinaron el sistema de energía eléctrica; toda el agua de que disponían procedía de una sucia alberca que, una vez vaciada, servía de sepultura para los muertos. El mal olor que emanaba del Alcázar, causado por los cuerpos en descomposición y los restos de caballo arrojados al patio, ¡se sentía en las calles de Toledo! Las plagas de piojos provocaban heridas en los combatientes y, si las dolencias físicas no fuera suficiente, la presión psicológica que sufrían por parte de sus enemigos era mucho mayor: insultos contra la religión, las autoridades y sus propias familias…
Evidentemente, el fuego que acompañaba a estos improperios también era sofocante. Por costumbre, los alcazareños contaban los proyectiles lanzados contra la fortaleza: diez mil cien cañonazos, dos mil disparos de mortero, quinientas bombas, treinta ataques aéreos, además de incontables granadas y disparos de fusiles y ametralladoras… ¡en tan sólo setenta días!
Sin embargo, el ánimo de todos se mantenía firme, elevándose por encima de las contingencias materiales.
La Virgen del Alcázar contra las minas infernales
Como buenos caballeros, los defensores no permitieron que mujeres y niños participaran en la batalla, y preferirían morir antes que verlos sufrir algún daño. Por eso, durante los ataques, los civiles indefensos permanecían en los sótanos, ya que era un lugar más seguro. Un día, no obstante, mientras estaban escondidos allí, oyeron ruidos procedentes del subsuelo. Enseguida se dieron cuenta de que se trataba de la preparación de una mina subterránea.
Durante varios días se realizaron minuciosos análisis para descubrir la ubicación exacta de la mina e intentar mitigar los efectos de la explosión, mientras Moscardó, trascendiendo a las medidas prácticas, decidió demostrarles a los republicanos que Dios existía y que la victoria pertenece a los que tienen fe.
La enfermería fue catalogada como una de las zonas que seguramente volaría por los aires. Evacuaron el lugar, lo transformaron en capilla y colocaron allí una imagen de María, confiando en que ésa sería una oportunidad única para enseñarles a los atacantes la disparidad de los poderes que se enfrentaban: la Virgen Poderosísima contra las despreciables huestes infernales.
Ese día, El Alcázar anunció: «¡No os preocupéis! Los rojos no tienen disciplina y las masas se niegan a obedecer a los oficiales. Confiad en Dios y en sus oficiales». Alrededor de las once de la noche del 17 de septiembre, los republicanos salieron a la calle gritando: «¡Toledo va a ser dinamitada! ¡Huid de la ciudad rápidamente!». Los periódicos del mundo entero anunciaron la explosión y varios reporteros y observadores acudieron a las afueras de Toledo para contemplar el supuesto triunfo sobre los tenaces resistentes.
A las seis y media de la mañana explotaron las minas. Una inmensa nube negra se elevó en el cielo toledano. Torres derribadas, muros demolidos, humo… ¡Pero el milagro había ocurrido! Casi todos estaban vivos y, por tanto, el Alcázar aún resistía. Los supervivientes bailaban, cantaban y vitoreaban a Cristo Rey. Moscardó se apresuró a comprobar lo sucedido en la improvisada capilla y encontró a una mujer rezando ante la Virgen. A tan sólo treinta centímetros a un lado, había un montón de piedras destruidas… ¡La imagen de Nuestra Señora había caído al suelo, pero permanecía intacta! Quedaba demostrado a los ojos de todos que Dios es más fuerte que cualquier bomba de los ateos.
Mientras tanto, los medios de comunicación republicanos anunciaban que sus soldados ya estaban tomando el control de la fortaleza, y que sólo faltaba exterminar a algunos supervivientes…
El fin del asedio
El 27 de septiembre, finalmente, tropas del ejército español acudieron en ayuda de los sitiados, haciendo que, en su marcha victoriosa, comunistas y anarquistas huyeran de la ciudad. Cuando entraron en el fuerte, hallaron hombres medio vivos, con rostros pálidos surcados por el dolor y el hambre. ¡Los alcazareños no podían creer lo que les estaba ocurriendo!…
Moscardó, por su parte, antes de celebrar la merecida victoria, hizo un recorrido por todos los puestos de guardia, para asegurarse de que no quedaban enemigos en la ciudad.
En los días posteriores a su liberación, periodistas de todo el mundo lo buscaron, queriendo proyectarlo como un héroe hollywoodense; pero encontraron únicamente a un hombre envejecido y exhausto, que a cualquier pregunta respondía: «¡En el Alcázar todo fue un milagro!».
De hecho, la lucha y el dolor acrisolados por la fe habían transformado al que había sido considerado un don Quijote chiflado en un nuevo Cid Campeador. ◊
Notas
1 Todas las referencias históricas citadas en el presente artículo han sido tomadas de: EBY, Cecil D. O cerco do Alcázar de Toledo. Rio de Janeiro: Nova Fronteira, 1965.
2 Se trata del Alzamiento organizado por militares destinados en regimientos españoles en África, contra el gobierno anticlerical de la Segunda República, que desencadenó los enfrentamientos de la guerra civil española entre 1936 y 1939.
3 Capitán Emilio Vela Hidalgo. Fue uno de los combatientes durante el asedio.