
Me vienen al pensamiento estas consideraciones cuando vemos un mundo que perdió su norte, porque apartándose de Dios abandonó el cielo, prefiriendo las tinieblas a la luz, el frenesí a la paz de una vida serena y tranquila.
Hno. Néstor Naranjo, EP
Pedir ayuda o auxilio es algo que debe hacerse siempre que sea necesario, pues somos seres contingentes y limitados; además, al encontrar una asistencia eficaz, tenemos la posibilidad de realizar algo mucho mejor de lo que por nuestras meras fuerzas o inteligencia conseguiríamos, sumando nuestras cualidades a las de otros.
El principio de subsidiaridad es el que ordena este tipo de relaciones, por ejemplo, entre un superior y un subordinado; entre Dios y la criatura. El superior nunca debe realizar aquello que el subordinado puede hacer. Debe, esto sí, prestarle su asistencia, cuando éste, por sí solo, no consigue hacerlo.
Así se evitan los “paternalismos” exagerados, y el mal gobierno de los inferiores, al quitar a éstos la posibilidad de valerse por sí mismos y de asumir importantes responsabilidades.
Muchas veces, esta subsidiaridad se aplica a la inversa; es decir, aquél que por algunos aspectos es inferior o subalterno, asume la tarea de reforzar, amparar o remediar las deficiencias de quien tiene una autoridad mayor, v.gr., un hijo con relación a su padre de mucha edad o enfermo; o un empleado con relación a su jefe. De esta forma se establece un equilibrio en la sociedad humana, en que unos favorecen a otros en aquello que éstos pueden ser menos capaces. Así se conforma una sociedad orgánica y cristiana.
Me vienen al pensamiento estas consideraciones cuando vemos lo golpeada que está la humanidad en nuestros días; pues las guerras, epidemias y egoísmos, la indigencia moral y material, la locura e insensatez en los actos humanos; la violencia, aberraciones y delirios, amén de una radical falta de autoridad para conseguir implantar el orden en medio del caos y la anarquía, todo esto nos habla de un mundo que perdió su norte, porque apartándose de Dios abandonó el cielo, prefiriendo las tinieblas a la luz, el frenesí a la paz de una vida serena y tranquila.
No obstante, si somos hombres de fe, pongamos aún ahora nuestra confianza ciega en Dios, quien sabrá sacar excelente partido de nuestra desastrosa situación actual.

Casa de formación Tabor de los Heraldos del Evangelio. Caieiras, Brasil
El mes de mayo, primavera del hemisferio norte y mes de las flores, es consagrado por la Iglesia para honrar especialmente a la Santísima Virgen:
¡Es el mes de María! Coincide también con las alegrías de la Pascua, dándonos una especial exultación y confianza en la mediación universal de la Madre de Dios, quien se alegró como nadie y antes que nadie con la Resurrección de su Divino Hijo, siendo Ella la sustentación de la fidelidad de la Iglesia en los días trágicos de la Pasión del Señor, previos a su gloria.
María es el Arca de la Nueva Alianza, salvaguarda de las almas fieles en medio de las tormentas y borrascas tenebrosas de nuestro siglo. Ella, así como en Lepanto –cuando humanamente todo estaba perdido en la guerra contra el islam–, pues los turcos otomanos fuertes como una tormenta de demonios destrozaban las naves cristianas como dueños y señores del Mare Nostrum, y amenazaban al continente europeo a través de la Península Itálica, Ella dio una victoria estruendosa a la armada cristiana, cerrando hasta nuestros días las puertas de la Cristiandad al poderío musulmán.

Lepanto fue la victoria de María Santísima
Lepanto fue una victoria de María, fue la victoria del Rosario. En ella, dos grandes personajes: San Pío V que, aunque anciano logró reunir tres reinos en una Armada Cristiana y, Don Juan de Austria, Príncipe, lleno de juvenil vigor y ardiente fe. Ambos unidos en la oración, obtuvieron del cielo el triunfo impensado sobre una Armada inconmensurablemente mayor.
Las crónicas musulmanas cuentan que en lo alto del cielo vieron una gran Señora que los miraba con furia amenazante produciéndoles pánico y derrotando su empuje arrollador.
Fue una derrota memorable, la derrota de la fe y la confianza en Dios, más que el valor y denuedo de los guerreros que en ella se esforzaron por esgrimir sus espadas… ¡era casi una derrota anunciada ante adversarios tan inmensos! Pero vino el triunfo de lo Alto como premio a la confianza, pues esperaron contra toda esperanza y confiaron contra toda apariencia.

Revelacion a San Pío V de la victoria de la Santa Liga en Lepanto
El Santo Pontífice San Pío V supo con antelación por anuncio del cielo, de la victoria obtenida en Lepanto. Todos los campanarios de Roma tocaron alegremente, uniéndose a ellos poco a poco los de todos los pueblos y provincias de la Península. El santo programó acto continuo grandes actos en acción de gracias a la Santísima Virgen, procesiones, celebraciones llenas de jolgorio y reconocimiento y, rápidamente todo el continente se vio envuelto en grandes fiestas ante tan magna noticia.

Imagen de María Auxiliadora en su Basílica en Turín, Italia
Al año siguiente, el Papa colocó en las Letanías Lauretanas la nueva advocación: Auxilium Christianorum, en memoria de la gracia sin nombre que la Virgen concedió a la Cristiandad. Al poco tiempo, como Simeón después de ver al Mesías y llevarlo en sus brazos pudo exclamar: “Ahora Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador” (Lc. 2, 29-32), San Pío V entregó también su alma a Dios, pues veía a la Iglesia y al mundo libre del peligro otomano y su misión cumplida.
De esta forma, volvamos a María nuestros ojos llenos de confianza y de fe en quien todo lo puede, pues es la Omnipotencia suplicante, para que Ella nos ayude en aquello que nosotros no podemos contra las potencias del mal y sus secuaces, y conceda al mundo la paz por Ella anunciada en Fátima con aquellas palabras tan llenas de dulzura: “Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará”.