El calor de esa bondad

Publicado el 12/21/2021

“Durante toda mi vida consideré a mi tía Lucilia una santa. Porque su gran bondad se quedó como impregnada en mí, y hasta hoy siento el calor de esa bondad”.

La dadivosidad de alma y generosa bondad de doña Lucilia no se restringían a los límites de su hogar, sino que la llevaban a tratar a otros niños como a sus propios hijos, principalmente los que tenían la edad de Rosée y Plinio.

La paciencia para tratar a un sobrino sordomudo

Así pues, un sobrino suyo, de nombre Agustín —Tito para los más allegados—, que tenía un trato difícil con los demás parientes, era objeto de un cariño y de una paciencia  verdaderamente maternales de su parte.

Había nacido sordomudo y aprendió a hablar en Viena, pero se expresaba de manera ronca y algo desagradable, pues nunca había oído el verdadero timbre de la voz humana.

Era inevitable que la mayoría de las personas tratasen de esquivar su compañía, circunstancia que lo ponía muy nervioso.

Algunas veces hasta discutía con su abuela, doña Gabriela, cuando iba por el palacete de los Ribeiro dos Santos. Pero, a pesar de todo, ésta se compadecía del muchacho y no le pedía que se marchara, entre otras cosas porque daba por descontado que una abuela tenía que aguantar a su nieto.

Doña Lucilia, por su parte, con el fin de hacer la vida de su madre lo más agradable posible, asumía los problemas que iban surgiendo. De manera que se quedaba observando la discusión entre ambos y cuando alcanzaba cierto acaloramiento se dirigía a su sobrino y, silabeando las palabras mientras movía lentamente los labios para hacerse entender, le decía:

— Tito, acompáñame, que vamos a charlar un poquito.

Él, que no deseaba otra cosa, se tranquilizaba y se iba con su tía a una salita, como si estuviera esperando que lo llamara.

Conversaban durante una hora, y a veces hora y media. Como el chico no conseguía controlar convenientemente el volumen de su voz, hablaba demasiado alto. A menudo gritaba sin darse cuenta, hasta tal punto de que algunos parientes escuchaban parte de la conversación.

Ella escuchaba pacientemente sus amargas quejas y le explicaba los malentendidos que se producían.

Al cabo de esa hora y pico Tito salía sosegado, besaba a su tía, le decía adiós y se marchaba. Doña Lucilia regresaba a la sala donde estaban los demás, a veces algo cansada, pero no comentaba nada. Nunca la vieron quejarse ni tratar de llamar la atención sobre la paciencia de la que daba muestras.

También hubo otros sobrinos, además de Tito, que se beneficiaron de esa envolvente bienquerencia, como veremos a continuación.

Cariño y bondad incomparables, salvaguardando los principios

Yelmo, primogénito de Antonio —hermano de doña Lucilia— comentaba con nostalgia: “¿Mi tía Lucilia? Me acuerdo perfectamente de ella. Era una persona extraordinaria. Nunca encontré en mi vida un afecto que superase al suyo”.

Siendo ya anciano, Yelmo recordaba un episodio de su infancia como si hubiera ocurrido el día anterior.

En cierta ocasión, sus padres se fueron a Río de Janeiro con su hermana Dalmacita, dejándoles a él y a su hermano más pequeño, Marcelo, en casa de doña Gabriela.

A cada uno le habían regalado una bicicleta y estaban ansiosos por probarlas y divertirse con tan fascinante velocípedo. Tal vez, el principal placer sería la sensación de independencia que Yelmo, con sus “vetustos” 12 años de edad, anhelaba disfrutar.

Pero las estrechas zonas del jardín de la casa de su abuela eran muy limitadas y no se prestaban para ello. Así que le propuso a su hermano lanzarse a la aventura de meterse por las amplias y tranquilas calles del entonces aristocrático barrio de los Campos Elíseos e ir a merendar a su casa.

Doña Gabriela Ribeiro dos Santos

Sus infantiles anhelos de libertad, sin embargo, no tuvieron en cuenta el modo de ser, sobrio y autoritario, de su abuela —una señora a la antigua usanza, en todos los sentidos de la palabra—, habituada a mandar con la mirada sin que hubiera quien se atreviese a contestarle.

Doña Gabriela temía que al atrasarse tanto en volver les hubiera pasado algo. Cuando regresaron, demasiado tarde, y fueron a saludar a su abuela, la justa reprimenda no se hizo esperar, dirigida especialmente a Yelmo, el mayor, que por eso tenía más culpa.

— ¿Dónde habéis estado?

— Salimos un ratito, sólo para merendar en casa…

— ¿Y habéis llegado a estas horas sin haberme avisado antes? ¿No sabéis en qué casa estáis? ¿No habéis tenido en cuenta la preocupación que podríais darme? Tenéis que aprender a respetar a vuestra abuela, a respetar a todas las personas que están aquí, y evitar que se aflijan sin necesidad.

Ante la imponencia y la severidad con las que se expresaba, Yelmo, como cualquier criatura de 12 años, se puso a llorar. Doña Gabriela, mujer muy enérgica, no podía tolerar las lágrimas de debilidad de su nieto y le instó a que fuera valiente:

— ¡Un hombre no llora! ¡Deja de llorar ya!

Como es natural, empezó a llorar aún más, porque el drama no iba sino en aumento…

Doña Lucilia, que se encontraba cerca, había presenciado la escena y se compadeció de su sobrino.

Le hizo una discreta señal y lo llamó aparte. Con voz suave le dijo:

— Yelmo, hijo mío, ven aquí.

Entre sollozos se acercó a su tía, se tiró en sus brazos y se echó a llorar aún de una forma más copiosa, dando rienda suelta a su dolor.

— Mira hijo, tienes que entenderla… —le decía para consolarlo—, tu abuela es así. Es una persona de otra época y no permite que haya nada que no sea enteramente correcto. Claro que podría tener más pena de ti.

No obstante, pese a sus cariñosas palabras, en ningún momento dejó de darle la razón a su propia madre, puesto que el principio de autoridad que ésta representaba en aquella casa era sagrado.

— Pero tu abuela tiene razón, no debéis llegar tan tarde sin avisar. Venga, no llores más —le decía mientras le acariciaba— que tu tía está aquí contigo y te comprende. Tranquilízate un poquito, que verás cómo se pasa en seguida.

El niño notó que de doña Lucilia irradiaba tanta bondad y compasión por lo que él estaba sufriendo, tanto deseo de hacerle bien, que de inmediato dejó de llorar y se sintió consolado.

“Durante toda mi vida consideré a mi tía Lucilia una santa, porque su gran bondad se quedó como impregnada en mí, y hasta hoy siento el calor de esa bondad”. 

CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Dona Lucilia. Città del Vaticano: Librería Editrice Vaticana, 2013, pp. 115-118.

 

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