Monseñor João Clá Dias
Hacia el final de su permanencia en Jerusalén, la Virgen se quedó huérfana de padre y madre.
San Joaquín y Santa Ana eran ya ancianos cuando María fue concebida de forma completamente milagrosa. Por eso, al llevarla al Templo para consagrarla al servicio del Señor, expusieron al sumo sacerdote su preocupación de que la pequeña se quedara desprotegida cuando ellos faltaran. La dejaron entonces bajo la tutela del sacerdote Simeón, en quien los virtuosos esposos habían depositado su confianza.
También Ana, la hija de Fanuel (Lc 2, 36-37), asumió el cuidado de María durante la ausencia de los padres.
Era tanta la santidad de María que Simeón y Ana, al convivir con Ella en el Templo, se quedaban siempre más que maravillados. Aquella Niña tan pura y llena de luz ¿no sería la Virgen profetizada por Isaías, de la que debía nacer el Mesías? Esta intuición que tenían, parecía confirmarse cada día.
Al llegar, junto con otras jóvenes del Templo, a los quince años, la edad considerada núbil, lo propio era darlas en matrimonio a varones que fuesen idóneos. Ante esta perspectiva, Nuestra Señora conservó la paz de alma, pues una moción interior de la gracia le había garantizado que su virginidad sería preservada.[1] Con todo, ante la duda sobre quién sería el elegido para convertirse en su esposo, rezaba con fervor a Dios, pidiendo que la liberara de ser entregada a alguien indigno.
La señal de la Providencia
Siguiendo la costumbre de la época, Simeón propuso al sumo sacerdote que, al ser María huérfana, su esposo fuera escogido directamente por la Providencia.[2]
Temía, entre otras cosas, que otros sacerdotes menos fervorosos propusieran para consorte de María un hombre importante o rico, pero de hábitos corrompidos. El sumo sacerdote aceptó la sugerencia de Simeón y mandó convocar a pretendientes de buena estirpe y vinculados al Templo, para pedir a Dios que mostrase cuál era su voluntad mediante una señal clara.
Entre los diversos candidatos se encontraba San José, a quien Simeón conocía bien por su pureza de costumbres y por su santa indignación ante la decade cia del pueblo. Siendo de la Casa de David y el heredero al trono, las profecías parecían indicarlo como un varón providencial, estrechamente unido a la venida del Mesías.
Avisado por el mensajero del Templo, San José se preparó para el viaje con toda diligencia. Tenía entonces veintiocho años. Durante el recorrido de Nazaret a Jerusalén, soñó que un Ángel se le aparecía y ponía en sus manos una paloma blanca, pidiendo que custodiase su pureza. Al despertar, San José se sentía colmado de consuelo.
En el día indicado, se reunieron en el atrio del Templo todos los pretendientes. Simeón, con mucha solemnidad, les explicó la necesidad de recogerse a fin de rogar a Dios que les asistiera desde lo alto de los Cielos enviando una señal. Después pidió que se acercaran y que cada uno apoyase su bastón a los pies del altar de bronce situado en el atrio del Tabernáculo. Se acercaron uno a uno, pero no sucedió nada.
Simeón, viendo a José inmóvil y discretamente situado en el fondo, se dirigió hacia él y le dijo: «¿Por qué no colocas tu cayado? Precisamos encontrar un esposo para María». Al escuchar ese nombre, San José se acordó de la voz interior que había escuchado en la sinagoga de Belén, cuando le fue mostrada la Virgen elegida por Dios y anunciado que tendría por nombre María. ¿Quién sería esta dama?
San José avanzó hacia el altar, resuelto y con gesto serio. Cuando apoyó su bastón, de un extremo brotaron tres bellísimos lirios, y una paloma de blancura inmaculada se posó sobre él. Se había producido la señal: el Señor lo había escogido para recibir a María como Esposa.
Y pocos días después, al encontrarse en privado con María, los dos, guiados por el Espíritu Santo, prometieron guardar castidad completa. Ambos se prometieron mutuamente guardar la virginidad, como ya se la habían ofrecido a Dios. Para San José no fue ninguna sorpresa que María le manifestara su intención de conservarse íntegra y pura, pues en el momento en que la saludó, después del florecimiento de los lirios, intuyó que iba a ser así.
De esta manera una enorme perplejidad se resolvió para San José. ¡Qué reposo para su alma! Era la luz al final del túnel de la prueba… ¡y qué luz!
El rito matrimonial
A la vista de una señal tan maravillosa y patente, el sumo sacerdote dio su consentimiento al matrimonio entre María y José. Era necesario, pues, realizar los trámites tradicionales con toda precisión, y el propio Simeón se dispuso a ayudar en el asunto.
San José tenía que elaborar un contrato matrimonial con diversas cláusulas que estipulaba la Ley para presentarlo a Nuestra Señora al terminar el primer rito del matrimonio, el de los esponsales,[3] que los judíos solían celebrar ante dos testigos, por lo menos. En esta ceremonia, el esposo entregaba como prenda cierta cantidad de dinero o una dádiva preciosa a la esposa, diciéndole: «Mira, tú me has sido consagrada por medio de este don, según la Ley de Moisés y de Israel».[4] Con este acto quedaba sellado el carácter sagrado del matrimonio, pero los cónyuges aún no vivían bajo el mismo techo.
Para aquella ocasión, San José encargó la confección de una diadema con joyas que conservaba de su familia y otras que había adquirido, a fin de ofrecérsela a Nuestra Señora. Un orfebre de Jerusalén la elaboró con gran habilidad y en poco tiempo.
En el mismo día de la celebración de los esponsales, después de las oraciones que pronunció Simeón, San José quiso imponer esa tiara sobre la frente de Nuestra Señora, pues ya la consideraba como su Reina y deseaba prestarle la reverencia de un auténtico vasallo. María, al constatar la calidad de la joya, le pareció que era muy superior a sus merecimientos, pero se quedó encantada al contemplar en esa pieza un reflejo de la nobleza de alma de San José. Terminado el rito, ambos se quedaron largo tiempo en oración, acompañados por Simeón y Ana, sus dos testigos.
San José, que no veía conveniente fijar su residencia en Jerusalén, por miedo a que descubrieran su ascendencia davídica y atrajese así la cólera de Herodes, partió hacia Nazaret a fin de preparar su casa para recibir a María. Era necesario hacer algunas pequeñas reformas, para adecuar bien las habitaciones, de modo que Nuestra Señora se pudiera instalar con todo el recato y privacidad propios a su condición de esposa virgen. Durante este periodo, ella permaneció en la comunidad de las doncellas.
Pasadas unas semanas, San José regresó a Jerusalén para concluir el matrimonio con el segundo rito, el de las bodas.[5] La ceremonia se celebró en el Templo, en presencia de varias vírgenes y damas dedicadas al culto del Señor, así como del hermano menor del padre de San José, Judas, acompañado de Malaquías, un respetable anciano de Belén, líder del núcleo de judíos fieles que allí vivían.
Los esposos participaron con mucha compenetración de todo el rito, que transcurrió cerca del altar de bronce, en el atrio del Templo, en un horario en que nadie lo frecuentaba. San José quiso permanecer a la derecha de Nuestra Señora, dándole la precedencia merecida por su santidad sin par. Tal era la bendición del ambiente que los testigos permanecieron de rodillas, fascinados por ver a los cónyuges refulgiendo de luz. En cierto momento, ambos quedaron inundados de tanta claridad que parecía que se habían transfigurado.
Simeón, después de invocar sobre los cónyuges las siete bendiciones,[6] para concluir el acto llevó a San José hasta debajo del palio,[7] que simbolizaba la nube con la que Dios cubrió al pueblo de Israel después de que Moisés recibiera las Tablas de la Ley (cf. Éx 34,5), así como la futura morada de los esposos.
San José esperó en aquel lugar a la Santísima Virgen, que fue acompañada por Ana. María quiso arrodillarse ante su esposo para recibir de sus manos el anillo del matrimonio y demostrarle de esa manera su sumisión. San José, conmovido, consintió en este gesto por deferencia hacia la excelsa humildad de su Santa Esposa.
Finalizado el rito se acercaron al altar, pero quedándose a cierta distancia, dándose una mano y sosteniendo una vela con la otra. Simeón ofreció un sacrificio perfumado al que todos asistieron de rodillas.
Pudo verse entonces cómo el Espíritu Santo se posaba en forma de fuego sobre los esposos. Nunca antes había tenido lugar en el Templo una ceremonia tan sublime y bendecida.
Después de despedirse de Simeón y de Ana, la Santísima Virgen y San José se retiraron a su residencia de Jerusalén, donde permanecieron unos días para continuar las fiestas que se acostumbraba celebrar en aquel tiempo, clausurándose en una casa situada cerca del Monte Sion, alquilada para estos eventos.
Para el banquete de bodas vinieron numerosos parientes de ambos esposos y muchos judíos vinculados al Templo. El vestido nupcial de María era bellísimo. Llevaba una túnica azul claro decorada con un discreto bordado de rosas rojas, blancas y amarillas. Los bordes inferiores estaban adornados con flecos y borlas. Sobre la túnica portaba un manto de blancura angélica, con adornos bordados en hilo de oro, que le caía sobre los hombros con una elegancia y una pureza extraordinarias. Su cabeza estaba cubierta por un velo también blanco, por encima del cual llevaba la diadema que le había regalado San José. Ninguna reina fue nunca adornada con tanto esplendor como María Santísima en aquella ocasión. Y José fue el hombre constituido para ser el Señor de su casa y el Príncipe de todos sus bienes (cf. Sal 104, 21).
Finalizadas las fiestas, el Santo Matrimonio pasó a distribuir su tiempo entre largos periodos de oración en el Templo y los preparativos del cambio definitivo a Nazaret.
Tomado de la obra, San José ¿Quién lo conoce?, pp. 79-85