
28 de septiembre – XXVI Domingo del Tiempo Ordinario
Por revelación de Nuestro Señor y la solemne definición de la Iglesia, conocemos la existencia de un destino eterno después de nuestra muerte: el Cielo o el Infierno, según haya sido nuestra vida. Nadie escapa a esto, como nos lo muestra el Evangelio de este domingo, en el que un hombre rico es condenado a un lugar de tormentos y el pobre Lázaro es llevado por los ángeles junto a Abrahán (cf. Lc 16, 22-23).
Sin embargo, hay algo que podemos olvidar fácilmente: de alguna manera, el Cielo y el Infierno comienzan en esta tierra. ¿Cómo es eso? Hay muchas formas de considerar tal afirmación. No obstante, hoy parece oportuno destacar un aspecto importante, inspirándonos en la segunda lectura, donde San Pablo amonesta a Timoteo: «Combate el buen combate de la fe» (1 Tim 6, 12). Sí, ¡estamos en guerra! Y en esta constante batalla no luchamos solos: los ángeles y los demonios intervienen continuamente en nuestras vidas.
Los ángeles quieren ser nuestros compañeros ya en este mundo, adelantando el momento en que los encontraremos para siempre junto a la Santísima Virgen. Y los demonios desean tentarnos, perdernos y alejarnos de Dios, haciéndonos partícipes de su infelicidad eterna, ahora y por todos los siglos. Se trata de una auténtica contienda sobrenatural, grandiosa y seria, de la que puede depender nuestra eternidad. De ahí la advertencia del profeta Amós, proclamada en la primera lectura: «¡Ay de los que viven despreocupadamente!» (6, 1).
La gran pregunta que surge entonces consiste en saber cómo empezar a vivir el Cielo en esta tierra. Y la respuesta es sencilla: hacer lo que atrae a los ángeles y evitar lo que trae la presencia de los demonios.
Por ejemplo, si una persona, sobre todo un padre o una madre de familia, ve un video inmoral en línea, sin duda atraerá demonios hacia sí misma y hacia sus seres queridos. Por otro lado, alguien que reza el rosario, asiste a misa, adora al Santísimo Sacramento o se confiesa, permanecerá rodeado de ángeles, dondequiera que esté.
Los demonios son atraídos por revueltas, vulgaridad, tristeza, agitación, desorden, impureza, orgullo, mentira y cualquier deshonestidad. Los ángeles se acercan a quien busca el orden, el respeto, la limpieza, la verdadera alegría, la confianza en Dios, la pureza, la humildad, la veracidad, la oración y, en particular, la devoción a la Virgen. Hay más: existen canciones, lugares, personas, objetos, palabras, ambientes, trajes y muchas otras cosas que nos conectan con ángeles o demonios. Una pregunta facilita el discernimiento en este asunto: ¿la música que escucho o la ropa que visto serían dignas de figurar en el Cielo?
El mundo actual, lamentablemente, está perdiendo los reflejos celestiales y tendiendo al caos infernal. ¡Debemos ser diferentes! En nuestras familias, en nuestros hogares, a lo largo de nuestra vida sólo debemos buscar lo que sea reflejo del Cielo, con la ayuda de María Santísima. Así, cuando llegue la hora de nuestra muerte, seremos, como Lázaro, llevados por los ángeles para contemplar a Dios por toda la eternidad. Y entonces comprenderemos cómo valió la pena haber librado el buen combate de la fe.