El cristal defendido por el león

Publicado el 09/06/2025

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«Esas invectivas tuyas, lanzadas con la misma boca con la que calumniaste a María, serán para mí motivo de gloria». Así concluye San Jerónimo el primer tratado patrístico dedicado a la Santísima Virgen.

El siglo iv fue una época de guerra, y del peor tipo que existe: la que se libra en tiempos de paz. La persecución de los cristianos por parte del paganismo romano había cesado con los edictos imperiales que concedían libertad a la Iglesia. Pero entonces surgió la amenaza de las amenazas, más cruel que el fuego, el hierro o las fieras: una aparente seguridad.

Con ella nació el peligro para los cristianos. Pertenecer a la Iglesia, antaño tan ignominioso, pasó a ser motivo de prestigio. En las huestes de Jesús ya no se alistarían sólo los héroes dispuestos a derramar su sangre por su Señor, sino también los oportunistas que ansiaban ganar algunas de las sucias y engañosas caricias del mundo.

Los del mundo entraron y, con ellos, las ideas del mundo. Un sinfín de nuevas y heterodoxas doctrinas empezaron a fermentar entre los bautizados.

Jerónimo y Helvidio

En esa época fue cuando vivió —luchó, para ser fieles a la verdad histórica— San Jerónimo.

Tras su paso por el desierto de Calcis, en Oriente Próximo, y su ordenación sacerdotal en Antioquía, Eusebio Jerónimo llega a Roma, donde el papa San Dámaso lo nombra su secretario, como hemos visto en el artículo anterior.

Además de las numerosas tareas que ha de desempeñar a petición del romano pontífice, llegan a su conocimiento los escritos de un tal Helvidioque defendía que la virginidad de Nuestra Señora no era perpetua. Argumentando con frases de la Sagrada Escritura sacadas de contexto, Helvidio afirmaba descaradamente que, después del nacimiento virginal del Hombre-Dios, la Santísima Virgen había tenido otros hijos según la carne.

Ante semejante afrenta, muchos cristianos instaron a San Jerónimo, ya reputado exégeta y paladín contra las herejías, a que destrozara los argumentos de ese perverso escritor.

Silencio lancinante, destrucción explosiva

Pero dicha refutación no fue inmediata. Muchas veces el silencio duele más que las palabras, como lo explicó San Jerónimo con la fuerza de su pluma de acero: «A pesar de, no hace mucho, haberme rogado los hermanos que respondiese contra un libelo de un tal Helvidio, fui dando largas a hacerlo, no porque resultase difícil convencer de la verdadera doctrina a un hombre palurdo y apenas imbuido en las primeras letras, sino por el hecho de no considerar decoroso responder a alguien que va a ser derrotado».1

San Jerónimo, de Alonso Sánchez Coello – Monasterio de El Escorial (España)

Cuando, finalmente, llegó la réplica, no quedó piedra sobre piedra de aquel frágil edificio blasfemo, «para que de una vez por todas aprenda a guardar silencio alguien que jamás aprendió a hablar».2

Así se introducía el escrito sobre La perpetua virginidad de María, primer tratado patrístico cuyo tema principal es Nuestra Señora.

El Primogénito fue también Unigénito

En ese tratado tenemos, ante todo, un resumen de las ideas de Helvidio. Preocupado por el futuro, San Jerónimo las dejó guardadas y estigmatizadas para la posteridad.

Como hemos dicho antes, el hereje —como buen hereje que era— se valía de diversos pasajes de la Biblia. En el Evangelio se dice que Cristo Jesús es el primogénito de la Santísima Virgen (cf. Lc 2, 7). Esto sería, en la opinión casi infantil de Helvidio, una clara alusión a otros futuros hijos de María, ya que, de lo contrario el evangelista habría utilizado la palabra unigénito —el único hijo— en lugar de primogénito —el primero.

Jerónimo3 se lanza al combate con el peso de su inexpugnable erudición de biblista. Todo unigénito es también primogénito, aunque no todo primogénito es unigénito, pues por primogénito nos referimos no sólo al hijo tras el cual nacen otros, sino también al que no tiene predecesor. Así, en la Sagrada Escritura se usa la palabra primogénito para referirse tanto al primer hijo como al único, como en el pasaje donde Dios ordena rescatar a los primogénitos varones (cf. Éx 34, 19). ¿Cómo rescatarían a sus primogénitos los padres que aún no sabían si tendrían más hijos? Quizá fuera difícil —podría concluir el Estridoniense con una lógica devastadoramente irónica— conseguir esa certeza en el plazo de treinta y tres o sesenta y seis días que tenían para dicho ofrecimiento…

Los hermanos del Señor

Otro pasaje utilizado por Helvidio para dar peso a su escuálida tesis es aquel en el que le dicen al Señor: «Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte» (Lc 8, 20). He ahí, para el hereje, una nueva mención de los otros hijos de la Madre de Jesús.

«A eso, precisamente, le replicamos que no ande inventándose falacias».4 Esta recomendación jeronimiana constituye la introducción y la clave en la que se desarrollaría la refutación. A continuación, el santo explica que el término hermano presenta varias acepciones en la Sagrada Escritura. La primera —la única que llegó a Helvidio— es el de hermano por naturaleza. Pero ¿habría dejado el Señor, en el Calvario, a su Madre al cuidado de San Juan (cf. Jn 19, 26) si hubiera tenido otros hermanos?

La segunda forma de emplear la palabra hermano está relacionada con el linaje. Así, todos los judíos son hermanos porque pertenecen a la misma estirpe común, como podemos verificar en varios pasajes (cf. Dt 15, 12; 17, 14-15; Rom 9, 3), pero esto no significa que todos sean hijos naturales de María Inmaculada.

También se puede ser hermano por afecto. Y en este sentido, todos somos hijos de esta Virgen Madre que engendró al «primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29).

Existe, no obstante, una última interpretación del vocablo hermano. Es la que tiene en cuenta cierto grado de parentesco. Abrahán, por ejemplo, llamaba hermano a Lot, pese a que era su tío (cf. Gén 13, 8). De este modo, esos «hermanos» del Señor podrían ser, de hecho, sus parientes, pero no en el grado que Helvidio maliciosamente pregonaba en contra de las evidencias de tantos otros pasajes bíblicos.

El León de Judá y el de Belén

El defensor de la Virgen atacaba no sólo la blasfemia, sino también al blasfemo, pues derribando al obrero, descalificaba toda su obra

La invectiva del defensor de la Virgen atacaba no sólo la blasfemia, sino también al blasfemo, pues sabía muy bien que, derribando al obrero, descalificaba toda su obra. Dejémosle la atronadora palabra: «Tú, el más ignorante de los hombres, no habrás leído esto y, viéndote abandonado en el pleno mar de las Escrituras, concentraste toda tu rabia para injuriar a la Virgen, a ejemplo de aquel que, […] no habiéndose podido dar a conocer a todos por lo bueno, lo lograría por lo malo».5 La ráfaga de rugidos continúa aún con mayor vigor: «Ante blasfemia semejante, ¿quién podrá considerarte famoso y estimarte en dos ases? Has conseguido lo que pretendías: ser ilustre por un crimen».6

¿Argumentum ad hominem? Tal vez, pero más que eso: al eliminar la causa de tantos efectos malignos, quedaba estigmatizado para la posteridad el perfil de quienes, blandiendo media página de la Sagrada Escritura, arremetían insolentemente contra otras mil. A partir de San Jerónimo, «Helvidio» podría ser el adjetivo —o el insulto, para ser precisos— para los que levantan su opinión particular, eco de la del mundo en su época, en sentido opuesto a siglos de tradición apostólica. Con toda razón advertía el primer Papa: «Ninguna profecía de las Escrituras puede interpretarse por cuenta propia, pues nunca fue proferida profecía alguna por voluntad humana» (2 Pe 1, 20-21).

El estilo polémico con el que arremete el León de Belén, como llegó a ser conocido San Jerónimo, puede parecer demasiado mordaz para oídos acostumbrados a un lenguaje menos vibrante… A ellos les invitamos a que vean reflejada en la vida de los santos la infinita variedad y riqueza de las virtudes de Cristo. En efecto, no sólo predicaba las bienaventuranzas a las multitudes, también increpaba a los fariseos; no sólo imponía las manos sobre los niños o tocaba a los leprosos para curarlos, también tejía un látigo para expulsar a los cambistas del Templo; era el Cordero de Dios y el León de Judá.

El cristal y su muralla

Finalmente, después de haber refutado todos los falsos argumentos del hereje y hecho una espléndida apología de la virginidad —defendiendo incluso la virginidad de San José7—, San Jerónimo concluye el tratado dirigiéndose a Helvidio: «Y como pienso que tú, derrotado por la verdad, vas a comenzar a detractar mi vida y lanzarme maldiciones, […] te advierto, en prevención de ello, que esas invectivas tuyas, lanzadas con la misma boca con la que calumniaste a María, serán para mí motivo de gloria, pues el siervo del Señor y la Madre de éste son blanco de esa facundia perruna tuya».8

Nuestra Señora Sede de la Sabiduría – Colección privada

Estas últimas palabras del santo polemista dejan entrever el motivo que lo impulsó a escribir tal refutación: su amor y devoción a la Santísima Virgen, que lo llevaba a considerar un honor ser calumniado por quien calumniaba a la gloriosa Madre de Dios. De hecho, lo que se desprende de todo el tratado, pionero en los mares mariales, es un profundo amor a Nuestra Señora. Tan hondo que combinó incienso con pólvora, pues la indignación brota del corazón abrasado de embeleso y admiración.

El cristal de la perpetua virginidad de María fue defendido por los estertores de un león, que construyó una muralla teológica para defenderlo

En cada párrafo, este cristal maravilloso, a través del cual el Sol de Justicia pudo llegar al mundo ileso sin disminuir en nada la pureza de su pulcritud, ese delicado y sublime cristal es defendido por los estertores de un león. Era el primero en tomar el estandarte de la Virgen y defenderla, rodeando su figura con una inconcusa muralla teológica. Era el primero de muchos, pues tanta luz y tanta castidad herirían otras miradas sucias a lo largo de los siglos, que lanzarían contra el mismo vitral las mismas piedras extraídas de los mismos pasajes bíblicos aislados.

Sin embargo, en cada ataque de los infiernos la muralla crecería, enmarcando magníficamente el purísimo cristal de Dios. ◊

Notas


1 San Jerónimo. «De perpetua virginitate Beatæ Mariæ. “Adversus Helvidium”», n.º 1. InObras completas. Madrid: BAC, 2009, t. viii, p. 67.

2 Idemibidem.

3 Cf. Idem, n.º 10, pp. 85-89.

4 Idem, n.º 12, p. 91.

5 Idem, n.º 16, p. 103

6 Idem, n.º 17, p. 105.

7 «Tú afirmas que María no permaneció virgen; yo voy mucho más lejos aún alegando incluso el propio José, gracias a María, fue también virgen, resultando así que de un matrimonio virginal naciese un hijo virgen» (Idem, n.º 19, p. 109).

8 Idem, n.º 22, p. 115.

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