
Mientras pasaba el día rodeado de libros y de mapamundis —probablemente en el seminario de Belley de su tierra natal, Francia—, San Pedro Chanel consiguió descubrir una isla en la que no había aún un solo cristiano.
Rafael Piñero
Alrededor del año 1835, mientras pasaba el día rodeado de libros y de mapamundis —probablemente en el seminario de Belley de su tierra natal, Francia—, Pedro consiguió descubrir una isla en la que no había aún un solo cristiano.
Por lo que pensó, muy acertadamente, que una isla como aquella era el lugar idóneo para ejercer su vocación de misionero. Se trataba de Futuna, una isla que, incluso hoy, sigue perdida en un lugar remoto del Pacífico, muy a la derecha de una línea imaginaria entre Santiago de Chile y Nueva Caledonia. Conviene también señalar que, en los tiempos de Pedro Chanel, abundaban allí los antropófagos.
Pedro, nada más abrazar la vida religiosa en la Compañía de María, pidió ser enviado a las misiones de Oceanía y desembarcó en la isla Futuna, en el océano Pacífico, en la que aún no había sido anunciado el nombre de Cristo. En Futuna, Pedro Chanel no estaba solo. Compartió su vida con el hermano Marie Nizier Delorme e intercambió con él sobre los progresos y dificultades de la misión.
El hermano lego que le asistía contaba su vida misionera con estas palabras:
«Después de sus trabajos misionales, bajo un sol abrasador y pasando hambre, volvía a casa sudoroso y rendido de cansancio, pero con gran alegría y entereza de ánimo, como si viniera de un lugar de recreo, y esto no una vez, sino casi todos los días.
No solía negar nada a los indígenas, ni siquiera a los que le perseguían, excusándolos siempre y acogiéndolos, por rudos e incómodos que fueran. Era de una dulzura de trato sin par y con todos».
No es extraño que los indígenas le llamaran «hombre de gran corazón». El decía muchas veces al hermano: «En esta misión tan difícil es preciso que seamos santos».
Lentamente fue predicando el Evangelio de Cristo, pero con escaso fruto, prosiguiendo con admirable constancia su labor misionera y humanitaria, confiado siempre en la frase de Cristo: Uno siembra y otro siega, y pidiendo siempre la ayuda de la Virgen, de la que fue extraordinario devoto.
Su predicación de la verdad cristiana implicaba la abolición del culto a los espíritus, fomentado por los notables de la isla en beneficio propio. Por ello le asesinaron cruelmente, con la esperanza de acabar con las semillas de la religión cristiana.

Retrato de San Pedro Chanel
En cuanto Pedro llegó a Futuna, comenzó a predicar y convirtió y bautizó a unos cuantos indígenas. Pero con la mala suerte de que uno de ellos era el hijo del jefe de la tribu de Futuna, quien nutriendo un odio a la doctrina nueva traída por San Pedro, lo mandó matar.
La víspera de su martirio había dicho el mártir: «No importa que yo muera; la religión de Cristo está ya tan arraigada en esta isla que no se extinguirá con mi muerte».
Ejecutor de este crimen fue el malvado Musumusu, provisto de una cachiporra, quien «con un golpe feroz le clavó el hierro en el cráneo; el mártir cayó exánime. La cachiporra de Musumusu llevaba instalada en su cabeza, atravesándola de parte a parte, una barra de hierro puntiaguda, con el fin de elevar sus golpes de contundentes a definitivos. Consumado su acto, Musumusu despojó a san Pedro Chanel de su sotana; otros se llevaron el resto de sus vestimentas»
La sangre del mártir fue fructífera. Pocos años después de su muerte se convirtieron los habitantes de aquella isla y de otras de Oceanía, donde florecen ahora pujantes Iglesias cristianas, que veneran a Pedro Chanel como su protomártir.
Extraído, con adaptaciones de: «El jardín del cielo. Historias extraordinarias de santidad y martirio». Editorial Planeta testimonio; pp. 15-20