El don de Consejo

Publicado el 05/25/2023

El don de consejo es un hábito sobrenatural por el que la persona, por obra del Espíritu Santo, intuye en las diversas circunstancias de la vida, con prontitud y seguridad sobrehumanas, lo que es voluntad de Dios, es decir, lo que conviene hacer en orden al fin sobrenatural.

Padre Ambroise Gardeil, OP

El don de consejo es indispensable para avanzar en la vida espiritual. No basta con ser dueños de un carácter formado, curtido en la justicia y en la templanza: necesitamos de un gobierno general: las circunstancias de la vida se transforman , los planes se alteran; varía nuestro entorno; cambiamos con la edad; progresamos o retrocedemos; hemos de adaptar nuestra capacidad de fortaleza, de justicia y de templanza a una materia especialmente maleable, difícil de modelar según el arte de los santos. Solos somos incapaces de hacerlo.

Además , nuestra visión es corta; no va mucho más allá de nosotros mismos pues el amor propio, ese instrumento capaz de cegar nuestra mirada, nos oculta los caminos de la prudencia; la vida, las personas y las cosas giran incesantemente a nuestro al rededor; no vemos bien; o, si vemos bien, carecemos de la firmeza necesaria para imponemos nuestros propios juicios.

A veces, si la tarea nos resulta demasiado difícil , miramos de reojo. Para ponerla de acuerdo con nuestros apegos y costumbres trampeamos con la voluntad de Dios. Esta suele ser la táctica que empleamos en el gobierno de nosotros mismos.

La virtud de la prudencia, incluso sobrenatural, se inserta en esta penosa forma de actuar: una vez que está en nuestras manos, somos dueños de manejarla llevando la iniciativa. La prudencia es, por supuesto, una perfección sobrenatural, pero nuestras pasiones y nuestras intenciones ocultas nos impiden obrar con sinceridad y perseverancia. Y, sin embargo, una vez conocido el propósito del amor de Dios, deberíamos orientarla inmediatamente de modo que hiciera posible su cumplimiento: esta es la exigencia de la virtud perfecta.

¿De dónde proceden los obstáculos a esta perfección?

Nuestro Señor nos dice: «La lámpara de tu cuerpo es el ojo. Por lo tanto, si tu ojo es sencillo, lodo tu cuerpo estará iluminado; pero si tu ojo es malo, todo tu cuerpo estará en tinieblas» (Mt 6, 22- 23). Nuestro cuerpo es la acción; nuestro ojo es la luz de la conciencia. Si nuestro ojo no está sano ¿cómo responderemos a las llamadas de la caridad: sí, si es sí; no, si es no? Este es el punto débil.

El Espíritu Santo acude en ayuda de nuestra flaqueza. Y es que hay un aspecto más consolador: no nos pasamos toda la vida trampeando; también tomamos decisiones francas, pues de otro modo no mereceríamos el nombre de cristianos. Cuando el Espíritu Santo ve debatirse al alma justa le da buenos consejos, unos consejos persuasivos, eficaces y tan insistentes que tienden a hacer realidad los deseos de Dios.

Esos consejos surgen en las circunstancias más ordinarias, pues la materia de los dones no tiene por qué ser obligatoriamente elevada. Por ejemplo: estamos bajo la influencia de una pasión como la cólera, y el Espíritu santo nos dice: contente, calla, domínate. Nos preguntamos qué hemos de decir a una persona: nos recogemos y se hace la luz: hay que decir esto, y no esto otro. ¡Hemos recibido un consejo de lo alto! Intentamos ir demasiado aprisa y algo nos detiene, nos lleva a reflexionar y a rezar antes de actuar: el consejo nos ha evitado caer en la precipitación. Si, por el contrario, tendemos a la indolencia, el consejo nos sacude.

En circunstancias más graves, en las que sufrimos pruebas, preocupaciones y cambios y nuestra vida se altera, nos recogemos en paz y oímos la divina respuesta: «¿Por qué te inquietas? A cada día la basta su contrariedad» (Mt 6, 34). Y también: «Encomienda a Yaveh tu destino y Él te sostendrá» (Sal 55, 23). De repente, en el momento en que íbamos a adoptar una decisión desesperada, se hace la luz y, consolados, reemprendemos el camino.

A veces el Espíritu Santo nos sugiere y estimula; otras nos reprende apasionadamente: son los remordimientos; y en otras se convierte en juez: nos hace saber en nuestro interior lo que está bien y lo que está mal.

EL DON DE CONSEJO Y LA CONCIENCIA

Podríamos argüir: ¡aquí lo que habla es la conciencia y no el consejo!

¿Qué es la conciencia? Es el dictado de la recta razón, que, a su vez, es una participación de la luz de Dios. Ahora bien, esta voz de la conciencia se parece extraordinariamente a las inspiraciones del Espíritu Santo. Nuestra razón es recta cuando está bajo la influencia de la razón de Dios , pero en un alma divinizada por la gracia, en la que hay algo de la vida de Dios y que vive bajo el constante influjo del Espíritu Santo y de la gracia de Cristo, aún hay más: la inspiración propiamente dicha; y conciencia e inspiración forman un mismo bloque. En definitiva, es Dios quien ilumina nuestra conciencia y nos inspira. Para el alma divinizada, habitada por Dios -que ha creado en ella todo un organismo destinado a recibir sus inspiraciones- y abierta a sus dones, las inspiraciones del Espíritu Santo o, mejor dicho, las inspiraciones del don de consejo se traducen en los dictados clarificadores de la conciencia.

La filosofía por sí sola es incapaz de explicar toda la psicología sobrenatural de la conciencia. En el alma divinizada hay una compenetración entre la vida natural y la sobrenatural. La teología tiene en cuenta esta realidad total y discierne el elemento sobrenatural de la inspiración en las instigaciones que la conciencia impone con fuerza.

Nuestro Señor nos aseguró que el Espíritu Santo sería nuestra gran conciencia: «Yo rogaré al Padre y os enviará otro Paráclito … os recordará todas las cosas que os he dicho» (Jn 14, 16 y 26). Aparecerá de nuevo en la medida que lo necesitéis , bajo la forma de una sugerencia impalpable e invisible: la de consejo.

PRÁCTICA DEL DON DE CONSEJO

Nos queda por ver el modo en que, en ciertos casos, el don de consejo nos sugiere determinadas frases de nuestro Señor que satisfacen las necesidades de nuestra vida cristiana.

Observemos nuestra vida. Nos reconocemos culpables, por ejemplo, de faltar a la caridad; sabemos que hacemos mal, pero, dada la animosidad que todavía sentimos, no podemos calmarnos ni lograr la paz necesaria para recibir a nuestro Señor. De repente, una frase resuena en nuestro interior: «Por tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano; después vuelve y presenta tu ofrenda» (Mt 5, 23-24). Dudábamos; nos faltaba valor. ¡Y ahora nos sentimos liberados!

Gracias al Espíritu de consejo nos llega el impulso esclarecedor. Obedecemos el mandato del Evangelio y después vamos a comulgar.

Un alma tentada por el demonio se envanece frecuentemente a causa de sus buenas obras. Dice San Vicente Ferrer que el orgullo se enorgullece incluso de sus caídas. Después de la caída y de pedir perdón, el alma llega a pensar: ¡qué humilde he sido!

Así, la legítima satisfacción que siente después de su buena obra se convierte en un acto de orgullo que la contamina. Quizás no lo advierte, pero de pronto recuerda esta frase: «Brille así vuestra luz ante los hombres , para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 16). Y comprende que no ha de tener más que una meta, que esa luz no debe brillar para su propia gloria y que no debe envanecerse de sus buenas obras. O también, en idénticas circunstancias: «Que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu derecha» (Mt 6, 3). «Rezad al Señor en secreto, con la puerta cerrada, sin que nadie lo sepa … Si ayunáis, arreglaos para que no se advierta … » Nuestro Señor amaba la discreción en la buenas obras, es decir, la humildad. Y yo, ¿qué hago? ¡Si continúo por el camino del amor propio, perderé el fruto de mi acción!

Como consecuencia de nuestras torpezas o de nuestras faltas nos vemos expuestos a recibir reproches. En lugar de reconocer sencillamente nuestros errores, buscamos explicaciones, tratamos de justificamos , de excusamos en lugar de acusarnos. Y de nuevo oímos en el fondo de nuestro corazón las palabras del Señor: «Sea, pues, vuestra palabra: sí, sí; no, no»; y rectificamos, decimos las cosas como son y nos liberamos de nuestra doblez y de nuestro fariseísmo.

En otras ocasiones el alma tentada se dice: la persona que vive conmigo está llena de defectos, es desagradable y, además, no lo reconoce. Es irritante … no puedo resistirla. ¡Qué carga! Y, de repente, oye: «¿Por qué miras la paja del ojo de tu hermano y no adviertes la viga en el tuyo?» (Mt 7, 3). Entonces esa alma se dice: Esta persona es como yo: tiene sus defectos y yo los míos. Somos compañeros de enfermedad.

Veámosla ahora aquejada por problemas de salud o por el agotamiento, crisis externas o internas que le hacen sentir el peso de la vida y llegar a clamar: «Señor, ¿qué te he hecho?; esto es insoportable.» Y en su interior resuenan estas palabras: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16, 24). Y el alma responde: He querido seguirte, Señor. Ya tengo lo que me anunciaste: una cruz que cargar, la renuncia. Comprendo y acepto porque has dicho: «Venid a mí todos los que estáis fatigados … tomad mi yugo … mi yugo es suave y mi carga ligera», y la llevo y Tú la llevas conmigo. Nuestro Señor hace brillar así la luz de su propia carga y nos da a conocer su misterio diciéndonos, como a San Pedro cuando huía del martirio: «Vuelvo a Roma para ser crucificado de nuevo». Volvamos, pues, a Roma y carguemos con nuestra cruz.

Habría que citar todo el Evangelio. El Espíritu Santo duplica con sus inspiraciones las luces de nuestra conciencia. Unas veces dulcemente: una insinuación, un murmullo, persuasivos e insistentes.

Otras, cuando no escuchamos, con un duro reproche. Actúa así para que veamos claro en todas las circunstancias. El Evangelio nos instruye en general y, ante las dificultades, el Espíritu Santo nos recuerda sus enseñanzas oportunamente: «Él os recordará todas las cosas que os he dicho» (Jn 14, 26).

La obra del don de consejo es una realidad: seamos conscientes de ella. La gracia santificante nos comunica el don de consejo y nosotros tenemos la facultad de ser sensibles a sus inspiraciones. Con- venzámonos de que estamos bajo su influencia y hagamos uso de él. Acostumbrémonos a recurrir a sus luces y, cuando las circunstancias lo exijan, recibiremos la ayuda oportuna..

MADRE DEL BUEN CONSEJO

Madre del Buen Consejo

La Santísima Virgen María es mediadora y la Iglesia la honra muy especialmente como mediadora de todas las gracias de las que nos ocupamos aquí. León XIII añadió a la Letanía la advocación, especialmente querida en la institución benedictina, de Madre del Buen Consejo.

La Santísima Virgen tiene el derecho y el poder de aconsejarnos directamente, pero puede influir también procurándonos los consejos del Espíritu Santo y pedirle que, cuando sea necesario, nos ilumine con sus inspiraciones.

¿Qué nos queda, pues, por hacer? Tratemos de conseguir la ayuda de este don, pongámonos bajo la inspiración del Espíritu Santo y bajo la protección de la Virgen María. Ella nos recordará que debemos recurrir al Espíritu Santo e incluso le pedirá que acuda en nuestro socorro. De este modo tendremos doblemente garantizado el don: por nuestra parte, porque tenderemos nuestras velas al soplo del Espíritu Santo; y por parte de la Santísima Virgen, porque, además de concedemos sus favores , estimulará nuestros buenos deseos para que Él nos otorgue sus dones cuando los necesitemos.

GARDEIL, OP, Ambroise.
El Espíritu Santo en la vida cristiana .
Madrid: Ediciones Rialp, S. A., pp. 83-91

Deje sus comentarios

Los Caballeros de la Virgen

“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos. Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas. Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.

version mobile ->