El don de Temor de Dios

Publicado el 05/21/2023

El principio de la sabiduría es el temor de Dios”. (Sal 111, 10).

Padre Ambroise Gardeil, OP

El primer efecto que el Espíritu Santo produce en el alma, su primera inspiración –como convertir un alma del mal al bien, dar pie a un progreso, etc.-, es el temor de Dios.

La expresión «temor de Dios» nos desconcierta, pues preferimos hablar de amor de Dios y no de temor. Y nos sobra razón. Sin embargo, es un temor que no podemos ignorar.

1. EL TEMOR DE DIOS, DON DEL ESPÍRITU SANTO

Hay un temor que no es otra cosa que miedo, es decir, la pasión del miedo: una pasión muy poco honrosa y puramente humana. Algunas almas mediocres temen a Dios así y, por miedo, se ocultan de Él.

Adán y Eva sintieron miedo en el Paraíso terrenal porque habían pecado. Este miedo no tiene cabida en el Reino de Dios, porque es malo y hace pecar.

Adán y Eva sintieron miedo en el Paraíso terrenal porque habían pecado, lo mismo que el criado infiel que, temiendo la severidad de su amo, escondió su talento. Fue tan grande el pánico de San Pedro ante una criada que llegó a renegar de su Maestro. Este miedo no tiene cabida en el Reino de Dios, porque es malo y hace pecar.

Hay otro tipo de temor: el de los sirvientes.

Cuando este temor, llamado temor servil, es el único motivo de nuestras buenas acciones, las vicia profundamente. Es la actitud del que sólo sirve a Dios por temor a sus juicios y al infierno. Piensa: si no hubiera infierno, yo me comportaría de otro modo. Este temor servil es malo porque es capaz de engendrar pecado.

Sin embargo, un determinado temor del sirviente, el temor a los juicios de Dios y a sus castigos, puede utilizarse para fines buenos. Se emplea, por ejemplo, en la educación de los niños que aún no son capaces de obrar por motivos elevados. Si no excluye el amor de Dios, aunque no sea el único motivo, en este temor late cierta bondad: da pie a algunas conversiones y mantiene al alma en el camino recto. El Concilio de Trento, en contra de los protestantes, lo define como un don de Dios.

Por último, hay un temor filial: el de los hijos. El alma que ama realmente a Dios con todo su corazón, que ve en Él la Bondad perfecta, el único Bien, y que sabe que es su Padre, no deja de captar lo grande y majestuoso que -encerrado en su misterio impenetrable- aparece ante nuestra vista, lo terrible de sus juicios y su infinito poder. ¿Qué hará esa alma ante ambas perspectivas: un Dios terrible y un Dios paternal? ¿Hacia dónde se inclinará su corazón? ¿Huirá de ese Padre a causa de su majestad? ¿Rechazará cualquier temor ante su bondad, una bondad que no excluye la justicia? Si realmente ama a Dios, no tiene más que una opción: volcarse hacia su Padre. En efecto: ¿qué puede temer, sino separarse de Él? Esa alma sentirá temor porque Él es santo y ella pecadora, porque Él es grande y ella insignificante. Es el temor del niño ante un Padre bueno, que le llevará a arrojarse en sus brazos para tranquilizarse ante el espectáculo de tanta gran- deza.

Por supuesto, este tipo de temor no olvida la majestad de Dios, su justicia y sus castigos, pero se convierte en cariño y en un ardiente deseo de pertenecerle y de no separarse nunca de Él ¡Qué diferencia entre el temor a verse apartado de Dios y el temor servil que obliga a obedecer! En el fondo, el temor filial está basado en el amor; sigue siendo temor, temor de ser indigno de la majestad, la perfección y la santidad de Dios, pero es un temor nacido del amor. Es el temor que nos inspira el Espíritu Santo cuando ponemos en acto este don que sólo surge en el alma que ama a Dios.

Como vemos, la inspiración de temor está íntimamente ligada a la piedad, ese aspecto de la virtud de religión que nos hace ver a Dios como Padre.

Por eso, y según Santo Tomás, el don de temor es uno de los auxiliares de esta virtud. Las almas verdaderamente piadosas, que ven a Dios como Padre, reciben con este don una superabundancia de fortaleza para aferrarse a Él.

2. EFECTOS DEL DON DE TEMOR

Para que un instrumento suene adecuadamente, el artista lo debe tener bien sujeto entre las manos.

El alma que se entrega a la acción del Espíritu Santo se abandona en Dios poniéndose ciegamente en sus manos. Dice: «Señor, tómame, hazme tuya, te pertenezco; abrázame para que no pueda separarme de Ti». Este abandono, esta entrega plena del ser con todas sus energías, a fin de que Dios se haga su Dueño, es el efecto inmediato del don de temor.

Para que un instrumento suene adecuadamente, el artista lo debe tener bien sujeto entre las manos.

El gobierno del Espíritu Santo goza de esta peculiaridad. Dios, como hemos visto, se sirve de nosotros como instrumentos a través de sus dones y nos gobierna por medio de sus mociones. Así, el don de temor será el primero en el orden del perfeccionamjento del alma. «El temor es el principio de la sabiduría» (Sal 111 , 1 O). En efecto, lo mismo que para emprender una tarea necesitamos un instrumento, el Espíritu Santo se apodera de nosotros como el obrero que empieza por tomar su herramienta. Después vendrán la fortaleza, la piedad, la ciencia, el consejo, el entendimiento y la sabiduría.

De momento no estamos más que al principio, y ese principio consiste en nuestra entrega en manos del Espíritu Santo que, por sucesivas ascensiones, nos conducirá a la sabiduría.

Al hacerse realidad nuestra entrega en manos de Dios, el don de temor se convierte en el auxiliar de la virtud teologal de la esperanza. La esperanza es una virtud por la que aspiramos a la felicidad eterna con la ayuda de la gracia divina. No confiamos en nosotros, muy poco en nuestros méritos, y sólo contamos con la ayuda de Dios. En efecto, sólo la ayuda divina está en proporción a la felicidad. Y así, bajo esta influencia, el don de temor pasa a ser el auxiliar de la esperanza, con la que se compenetra. Entregados en las manos de Dios, nos sabemos bien situados para recibir su apoyo y obtener de Él el paraíso.

Profundicemos ahora en las características del don de temor. ¿Qué tememos? ¿Por qué tememos a Dios? Por una sola razón: como dueños de nuestra voluntad y de nuestra libertad , llevamos en nosotros el terrible poder de separarnos de Él. Por lo tanto, tememos menos a Dios que a nuestro deseo de pecar. Gracias a la todopoderosa inspiración del Espíritu Santo, el efecto del don de temor será el de enfrentamos a nuestra perversa voluntad para combatirla, renunciar a ella y aniquilarla, crucificando nuestra carne según las palabras del salmo: «Se estremece mi carne por temor a Ti» (Sal 119, 120). Si tememos separamos de Dios, temeremos al pecado y a todo lo que es ocasión de pecado: nuestros vicios, los pequeños fallos, la debilidad y la impotencia.

En el sacramento de la Penitencia el don de temor actúa poderosamente en el alma ya que experimentamos un sentimiento de contrición y nuestro apenado corazón desearía borrar la falta que ahora detesta por amor de Dios.

Después de una buena confesión, experimentamos los efectos del don de temor. Quizá habíamos cometido un pecado grave y, arrepentidos a la luz de la fe, sentimos a Dios muy cerca, le vemos como a nuestro Padre que es y nos decimos: «¿Cómo he podido hacerle eso a mi Padre? ¿Cómo he podido separarme de Él por algo tan insignificante?». Experimentamos un sentimiento de contrición y nuestro apenado corazón desearía borrar la falta que ahora detesta por amor de Dios. En el sacramento de la Penitencia el don de temor actúa poderosamente en el alma. Durante y después de la absolución, continuamos bajo la influencia del temor filial que nos llama a la penitencia, al arrepentimiento de nuestras faltas y, como consecuencia, al deseo de luchar contra ellas para vencerlas.

Santo Tomás afirma también que el don de temor es una poderosa ayuda de la virtud de la templanza.

Los que, como hijos, temen verdaderamente a Dios y ven el origen de sus culpas en su carne siempre recurrente, son castos, mortificados, sobrios y humildes. La templanza no tiene mejor auxiliar que este espíritu de temor, que nos pone en guardia contra nuestra tendencia al pecado.

El don de temor es, pues, una ayuda tanto para la piedad, a la que favorece, como para la esperanza, a la que acrecienta y para la templanza, a la que hace reinar.

El alma que ha recibido el don de temor y siente miedo de separarse de Dios; que se entrega plenamente en sus manos para no verse abandonada de Él; que hace su voluntad y trata de huir del pecado y de sus ocasiones, entra en el estado de temor de Dios. El alma es ahora «temerosa» según el Espíritu Santo.

No es escrupulosa, porque los escrúpulos no tienen nada que ver con este don, sino que constituyen una enfermedad, una prueba natural o sobrenatural.

Tampoco tiene una conciencia laxa, pues, a pesar de su amplitud de espíritu, no desprecia las cosas pequeñas. Se sitúa en el punto medio, a igual distancia de un temor exagerado y de una excesiva confianza: tiene una conciencia recta regida por el temor de Dios.

Estas almas son notables por la rectitud de su comportamiento: ocupan su puesto, correctas, alejadas de cualquier exceso; son amables, incluso agradables sin exageración, pues se saben poseídas por Dios; ese sentimiento anima sus pensamientos, sus juicios, su modo de obrar; muestran una actitud ejemplar; las posee el temor, el auténtico temor según el Espíritu Santo: un temor que no paraliza de espanto porque es filial, pero que impone respeto e impide ceder a los impulsos de la naturaleza. El Espíritu Santo mantiene a esas almas en aquel punto medio que a nosotros nos resulta tan difícil de alcanzar, pero que Él ha fijado definitivamente.

3. GRADOS DEL ESPÍRITU DE TEMOR

Comparando a Jesús con la gallina que cobija a sus polluelos. Dios se ha convertido en esta madre y, bajo sus alas, el alma sólo conserva del temor un sentimiento de amor, un estremecimiento de admiración: es la suprema transformación del temor.

A medida que crece nuestro amor, el don de temor nos encuentra más dóciles; el alma se libera; el resto de rígido temor que le quedaba se funde y la confianza se desborda. El temor filial tiene ciertos grados: al principio trata de contenerse, pero el alma se libera cada vez más y llega a repetir con gozo las palabras del salmo de Completas: «El que habita al amparo del Altísimo mora bajo su protección», y también, «hallarás seguridad bajo sus alas» (Sal 91, 1 y 4), comparando a nuestro Señor con la clueca que cobija a sus polluelos. Dios se ha convertido en esta madre y, bajo sus alas, el alma sólo conserva del temor un sentimiento de amor, un estremecimiento de admiración: es la suprema transformación del temor.

Estos eran los sentimientos de Santa Rosa de Lima, florecida como la rosa que tiembla al final de su tallo, y que fue, sin embargo, una gran penitente.

Recorrió todos los grados del temor, pero, en su plenitud, no fue más que una hija del Padre.

Así están los ángeles ante la majestad de Dios. Son felices mientras cantan día y noche «Santo, Santo, Santo», profundizando en el misterio de la santidad divina y encontrándose absolutamente imperfectos e insignificantes en su presencia. Permanecen absortos en un trance de admiración que es la cumbre del don de temor en la gloria. Dulce emoción, pues tiene por objeto la majestad que resplandece en el rostro del Padre.

Vivamos en medio de este temor e intentemos recorrer todos sus grados. El Espíritu Santo trata de inspiramos, de inflamar nuestro corazón en el amor filial, para que temamos la menor ocasión de pecado. Abramos nuestras almas y despleguemos las velas generosa y confiadamente. Eso depende de nosotros y, con el socorro ordinario de la gracia, habremos de emplear nuestros dones habituales. Entonces, el Espíritu divino soplará. Gracias a su actuación, nos veremos libres del cúmulo de dificultades entre las que nos debatimos.

Gemimos al sabernos irritables, desobedientes, perezosos en la oración, etc.; luchamos en un campo o en otro; nos arrepentimos y somos perdonados; nos mantenemos durante algún tiempo y caemos de nuevo; nos debatimos en medio de oscuras tentaciones. Y debemos hacerlo así. La venerable Agnes de Langeac dice: «Cada tentación exige un buen combate». Sin embargo, no tenemos por qué luchar solos. Ya que el Espíritu Santo desea gobernar nuestras vidas, aprovechémoslo: llegaremos antes, y con mayor eficacia, al mismo resultado que a través de la lucha.

Pero hemos de decidirnos a amar más. Dios ha de ser todo para nosotros y hemos de amarle sobre todas las cosas. ¿Es difícil amarle? Es cierto que Dios nos desconcierta; incluso no le vemos ni debemos verle en la Eucaristía; para verle hemos de alcanzar la eternidad. Y, sin embargo, hay momentos en los que somos capaces de atravesar el velo , de experimentar su dulzura y de entrar en su intimidad.

Por lo tanto, estemos cada vez más unidos a Dios y seremos uno con el Espíritu Santo: «El que se une al Señor (por el amor) se hace un espíritu con Él» (I Cor 6, 17). Su Espíritu se vierte en el alma que le ama y que bajo su imperio camina alegremente de virtud en virtud. Si encuentra obstáculos los supera, en lugar de derribarlos uno a uno. La tarea es así más eficaz y menos trabajosa. lntentémoslo: pongamos nuestra alma bajo la inspiración del Espíritu de amor entregándonos aún más a la acción de Dios.

El don de temor de Dios nos arma contra esas tendencias pecaminosas -contra esas tres concupiscencias que buscan las riquezas de este mundo- por medio del desprendimiento de la carne, del desprendimiento de una independencia exagerada y del desprendimiento de las riquezas. Pues bien, eso es el espíritu de pobreza.

Dios empieza a reinar en el alma cuando el alma está bajo la inspiración del don de temor de Dios que la hace pobre de Espíritu.

Las almas sensibles a las mociones de este don, que prefieren menos que más en todo lo temporal, recibirán una espléndida recompensa. «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». Estas almas no tienen más que perseverar, pues han elegido el camino infalible y, aunque no las posean definitivamente, ya son dueñas de las riquezas del cielo. Han aceptado el espíritu de pobreza y lo han cultivado.

Se dicen: «Considero como basura todo lo creado, no quiero tener comercio con las cosas inferiores». Todo su tesoro está en Dios y poseen el reino de los cielos. No es, por supuesto, más que el comienzo. El Espíritu Santo, que las tiene bajo su inspiración, no las abandonará jamás y, por medio de otras mociones, las hará ascender en el camino de la santidad y las conducirá hasta la posesión definitiva del reino de los cielos, del que la pobreza de espíritu encierra ya la esperanza cierta.

GARDEIL, OP, Ambroise.
El Espíritu Santo en la vida cristiana .
Madrid: Ediciones Rialp, S. A., pp. 21-29; 34-35.

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