Su asesinato fue uno de los mayores crímenes jamás cometidos. Sin embargo, la valentía que demostró ante la muerte y su placidez en el infortunio hicieron de este hecho una página brillante de la historia.
Miguel de Souza Ferrari
El sol extendía sus últimos rayos sobre la Selva Negra. Sólo las ramas más altas de sus frondosos árboles recibían un resto de luminosidad rojiza cuando, de entre la penumbra, se vislumbraba la figura de un hombre caminando en dirección a la ciudad de Ettenheim, situada a cuatro leguas del Rin. Al acercarse a la claridad procedente de las casas, se podían distinguir sus rasgos: de unos 30 años, metro setenta de altura, pelo castaño, cara ovalada, larga y regular, ojos castaño-cenicientos, boca mediana, nariz aguileña, mentón algo puntiagudo; muy robusto, ágil y lleno de gracia.1 Iba armado, pues venía de una cacería. Todos lo llamaban «Señor Duque de Enghien», y su nombre era Luis Antonio Enrique de Borbón-Condé. Hijo de los duques de Borbón, había nacido en el señorío de Chantilly el 2 de agosto de 1772, siendo su abuelo paterno el príncipe de Condé y su abuelo materno, Luis Felipe de Orleans.
Al llegar a su casa —una especie de palacete gótico de dos alturas— aquel fatídico 14 de marzo de 1804, enseguida fue recibido con alegría por Mohiloff, su perro preferido, pero de manera taciturna por Féron, su ayuda de cámara. Éste le advirtió que dos extraños habían merodeado por la casa durante el día. Féron estuvo siguiendo sus movimientos desde la contraventana y había enviado tras su pista a otro sirviente del príncipe, llamado Canone, quien aseguró que la fisonomía de uno de ellos no le era desconocida; creía que era un gendarme disfrazado al que había visto varias veces en Estrasburgo, adonde iba a menudo a buscar provisiones.
El duque no le dio mucha importancia a ese hecho, sin embargo, para tranquilizar a su esposa, la princesa Carlota, decidió pasar unos días fuera de Ettenheim. Fijó entonces su partida para dos días después.
Sospechas…
Cuatro días antes, Réal, consejero de Estado y director de la Policía francesa, había entrado en el despacho del primer cónsul y encontrado a un hombrecillo inclinado, de bruces, sobre varios mapas, estudiando la ruta del Rin, desde Friburgo a Baden, midiendo las distancias y calculando el tiempo de recorrido. Era Napoleón Bonaparte. Al anunciarle la llegada de Réal, dejó sus mediciones geográficas y exclamó:
—Entonces, Sr. Réal, ¿no me habías dicho que el duque de Enghien está a cuatro leguas de mis fronteras, organizando complots militares?
De hecho, desde hacía unos meses le estaban llegando a Bonaparte avisos donde se afirmaba que se tramaba una conspiración para dar un golpe de Estado y sacarlo del poder, reinstaurando a los Borbones en el trono. Se había enterado de que Georges Cadoudal —uno de los mayores líderes de los contrarrevolucionarios realistas de la Chouannerie en el oeste de Francia y que había atentado dos veces contra su vida— estaba en París con un grupo de hombres armados, apoyados por los generales Moreau y Pichegru. Esperaban que un príncipe Borbón entrara en Francia para hacerse con el poder.
Estas noticias aterrorizaban a Napoleón. Temía que le hicieran lo que él mismo había hecho cinco años antes, cuando derrocó a Barras, líder del Directorio, y estableció el Consulado, convirtiéndose en primer cónsul; temía, sobre todo, porque faltaban pocos meses para que la corona imperial posara sobre su cabeza. Por lo tanto, era de suma importancia que fuera reprimido inexorablemente cualquier cuestionamiento de su autoridad. Necesitaba, en primer lugar, impedir que cualquier Borbón entrara en Francia, lo que daría mucha fuerza a los legitimistas.
Fue entonces cuando le llegó la noticia de que un supuesto líder realista había estado circulando por París, probablemente un príncipe Borbón. ¿Quién podría ser? El conde de Artois y el duque de Berry estaban en Londres, el duque de Angulême en Courlande; no había ninguna posibilidad de que fuera alguno de ellos. La persona que se encontraba más cerca era el duque de Enghien, a sólo cuarenta leguas de París, en la ciudad de Ettenheim, donde vivía desde 1793 con el obispo de Rohan, con cuya sobrina, Carlota de Rohan-Rochefort, se casó. Había participado en las campañas contrarrevolucionarias de 1793 y 1795, bajo las órdenes de su abuelo, el príncipe de Condé. Era, de hecho, una figura muy peligrosa.
Así pues, Réal le ordenó al prefecto de Estrasburgo que investigara la situación del sospechoso. Su informe fue aterrador: «El duque tiene consigo, en Ettenheim, al general Dumouriez y a un individuo llamado Smith, recién llegado de Inglaterra. Mantiene una correspondencia muy activa con numerosos oficiales emigrados reunidos en Offenburg y Friburgo; muy pronto estallará una revolución en Francia».2
Bonaparte estaba exasperado. Dumouriez y Smith eran figuras peligrosísimas para su supuesto imperio. Ignoraba, no obstante, ¡cuán errado era el informe! Su relator, confundido por el acento de Alsacia, había entendido como «Dumouriez» a quien en realidad se llamaba marqués de Thumery; igualmente, el peligroso «Smith» no era más que el simple teniente de Condé, Schmidt. ¡Pero Napoleón estaba enloquecido por su amor propio!
—Entonces —dijo—, ¿soy tal vez un perro al que se le puede abatir en la calle? ¿Y mis asesinos son seres sagrados? Atáquenme y les pagaré guerra por guerra. Sabré castigar sus complots… La cabeza del culpable me hará justicia.
La «cacería»
Por su parte, en el castillo de Ettenheim el duque dormía plácidamente, a la espera de la cacería acordada con el coronel Grünstein para el día siguiente. Debido a la alarmante noticia de la víspera, sólo había accedido a que Grünstein y el teniente Schmidt durmieran en una habitación contigua a la suya, con las armas cargadas. Pensaba que las tropas francesas no violarían la neutralidad del territorio de Baden para secuestrarlo y, si tuvieran intención de hacerlo, no lo lograrían, porque los habitantes de la ciudad lo defenderían. Además, la expedición no tendría tiempo de prepararse para esa noche.
En Ettenheim reinaba un profundo silencio. A las dos, Schmidt creyó oír pisadas de caballos y despertó al barón Grünstein. Ambos abrieron una ventana para averiguarlo. La noche estaba oscura y no vieron nada. Canone también se levantó, pero poco después los tres volvieron a acostarse.
De repente, a las cinco de la mañana de aquel 15 de marzo, escucharon un disparo. Féron, alarmado, corre gritando:
—¡Soldados!
Al mismo tiempo, se oye una voz ordenando que abrieran las puertas. El príncipe coge su fusil.
Sin embargo, Grünstein, al ver la cantidad de gendarmes y de dragones —más de doscientos soldados— le dijo que era inútil toda resistencia y le aconseja que se rindiera. El duque baja el arma y, con toda calma, espera su arresto. Los soldados entran a la habitación y arrestan a todos.
En ese momento se forma un alboroto en la ciudad. Al grito de «¡Fuego, fuego!» y «¡Auxiliad al príncipe!», los habitantes de Ettenheim empiezan a acudir al castillo. Pero ya es tarde. Engañan al pueblo, diciéndoles que todo estaba acordado con el duque.
Enghien, Grünstein, los sirvientes y Mohiloff —que no ha abandonado a su dueño— son llevados al molino de las Tullerías. El príncipe pensaba que aquel día tendrían una buena cacería —jamás imaginó que él mismo sería cazado— y por eso se había puesto su traje de cazador tirolés, con polainas de piel de ciervo atadas hasta las rodillas y un sombrero con galones de oro en la cabeza.
Los suben en un vehículo, escoltados por dos grupos de dragones, y los llevan a la ciudadela de Estrasburgo.
En el castillo de Vincennes, un juicio inicuo
El duque ya se preparaba para una larga prisión cuando, en la madrugada del 17 al 18 de marzo, cuatro soldados lo despertaron y le ordenaron que se levantara rápidamente y los siguiera. Montado en una berlina, emprendieron viaje hacia París.
Dos días después, al llegar a la capital, el coche de caballos se detiene frente al castillo de Vincennes, por entonces gobernado por un tal Harel, típico oportunista camaleónico, «algo jacobino en 1793, conspirador durante el Directorio y delator bajo el Consulado».3 Había recibido la orden de que todo lo que concerniera a «cierto individuo» que le llevarían allí debía mantenerse en extremo sigilo. Enghien bajó del coche exhausto y hambriento; el viaje había sido largo y no había comido desde la mañana, así que después de alimentarse se retiró a su celda y durmió profundamente.
El general Murat recibió de Napoleón, a las siete de la tarde, la orden de designar la junta encargada del juicio militar del prisionero. El propio cónsul había elegido al general Hullin para que la presidiera, y Savary sería el interventor.
«Cuando todos estuvieron reunidos, Hullin les anunció de qué se trataba: debían, por orden expresa del primer cónsul —afirmaba—, juzgar a un prisionero que no era otro que el duque de Enghien. Susurraban: no había acusaciones, ni pruebas, ni testigos, ni defensor…».4 Y Bonaparte quería un desenlace inmediato: todo tenía que acabar en esa misma noche.
Asignan a un teniente para que despierte al príncipe y lo conduzca al juicio… ¡si es que se puede llamar así! Se le acusa de traición al Estado, de llegar a un acuerdo con Inglaterra, de entablar relaciones con Dumouriez y Pichegru, de intentar asesinar a Bonaparte. Les explica que no ha traicionado a Francia luchando contra la República, al contrario, la defendía contra la ilegitimidad; niega haber participado en algún complot contrarrevolucionario, afirma no conocer a Dumouriez ni a Pichegru; confiesa que recibe una pensión de Inglaterra, pero niega haber ido alguna vez a ese país.
Antes de firmar el proceso verbal, escribe: «Solicito, urgentemente, una audiencia privada con el primer cónsul, Napoleón Bonaparte. Mi nombre, mi posición, mi forma de pensar y el horror de mi situación me hacen esperar que no rechazará mi petición».5
El acusado se retira y empiezan las deliberaciones; se le niega la audiencia con Bonaparte, porque creen que eso disgustaría al cónsul.
El resto de la sesión fue rápido: «Todos los jueces estuvieron de acuerdo y la pena de muerte se dictó por unanimidad: en aplicación del artículo… de la ley de… así concebida… (¡Estas lagunas son del texto original!)».6
El interventor Savary cogió enseguida la sentencia y se marchó — conocía muy bien lo que Bonaparte quería…— a fin de preparar su ejecución. Reunió a dieciséis soldados y los llevó a los fosos del castillo, donde habría de terminar la vida del último descendiente de los Condé.
Mientras tanto, el duque de Enghien estaba en su celda, donde se entretenía con los gendarmes que lo custodiaban y acariciaba a Mohiloff. De repente, entra Harel y le pide que lo acompañe. El duque pregunta:
—¿Adónde me llevan? ¿Quieren enterrarme en una oscura celda? Preferiría morir.
Le dicen que, lamentablemente, no iba a una celda. Harel añade:
—Señor, por favor, sígame y ármese de mucho valor.
Calma y dignidad en la hora de la muerte
Lo llevan al pabellón de la reina, donde estaban alineados los soldados. Leen la sentencia de muerte delante del acusado, que no sintió temor; se mostró dueño de sí aun en esta terrible sorpresa.
El morituro expresa sus últimos deseos: quiere que le entreguen una carta, con un mechón de pelo y su anillo matrimonial, a su esposa, la princesa de Rohan-Rochefort —lo cual no se hizo—; y rogó la presencia de un sacerdote para sus momentos finales. Ante esta petición, alguien contesta burlonamente:
—¡Quiere morir como un capuchino!
Entonces, aborreciendo tal comentario, se arrodilla unos instantes, encomienda su alma a Dios, se levanta y, sin mostrar debilidad alguna, exclama:
—¡Cuán terrible es morir de este modo por mano de franceses!
El estruendo de los disparos se lleva el alma de este héroe. Eran las tres de la madrugada del 21 de marzo de 1804.
Así se expresaba el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira acerca de este hecho: «La calma del duque de Enghien en este momento extremo, su dignidad, su presencia de espíritu […], todo esto tiene un aroma a caballería. Es hermoso ver ese centellear de luces de caballería, brillando en la época miserable en que el mundo estaba enlodado por la Revolución francesa».7
Si algo merece ser elogiado del joven príncipe es su valentía, en extremo contrastando con la inseguridad de Napoleón. Aun detentando todo el poder en sus manos, Bonaparte no estaba tranquilo, mientras que Enghien, exiliado, prisionero y condenado, mantenía esa paz de alma que sólo los hijos de la luz poseen.
Tenía algo de temerario, es cierto, pero si su temeridad lo llevó a la cárcel y a la muerte, su coraje digno y sereno le confirió la inmortalidad ante la Historia.
Notas
1Los datos históricos que aparecen en este artículo han sido extraídos de las obras: BERTAUD, Jean-Paul. Bonaparte et le Duc d’Enghien. Le duel des deux France. Paris: Robert Laffont, 1972; LENOTRE, Georges. Drames d’Histoire. Paris: Flammarion, 1935; WEISS, Juan Bautista. Historia Universal. Barcelona: La Educación, 1932, t. XX.
2HENRI-ROBERT. Os grandes processos da História. Rio de Janeiro: Globo, 1961, t. III, p. 193.
3LENOTRE, op. cit., p. 32.
4Ídem, p. 37
5BERTAUD, op. cit., p. 16.
6LENOTRE, op. cit., p. 40.
7CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. «Ó Igreja Católica!». In: Dr. Plinio. Año XXI. N.º 239 (feb, 2018); p. 33.