El ejemplo es el mejor de los maestros

Publicado el 11/07/2023

De las pequeñas historias que Don Bosco contaba para educar a sus jóvenes, extrajimos esta corta historia llena de grandes enseñanzas para la vida.

En una cabaña en medio de un agradable bosque, vivía, con su familia, un viejo campesino, que cargaba ya con el peso de los años. Quien sabe si él mismo la había construído, o al menos había ayudado en su construcción. Pero después había quedado tan, tan viejito, casi sordo, con muy poca visión, de piernas trémulas, que casi no servía para más nada.

Vivía él, así, vagando, de un lugar a otro de la casa, solitario con sus recuerdos, sin tener con quién conversar  ni tampoco ni con quién distraerse.

Cuando en la noche, todos se sentaban a la mesa para degustar un buen plato de sopa acompañado de un gran pedazo de pan, el pobre viejito temblaba tanto, que derramaba más sopa de la que conseguía tomar. Ensuciaba la camisa y el mantel.

En seguida, la nuera se molestaba y le decía palabras duras.

Un día, el hijo, irritado también con las debilidades seniles de su padre, cedió a las insistencias de la esposa.

Obligaron al viejito, a, de ahí en adelante, comer, sentado en un rincón detrás del horno, en una cazuela de barro. Y le daban tan poca cosa que el pobrecito, siempre estaba con hambre…

Desde su rincón, con su poca visión, él levantaba los ojos para espiar a la familia reunida a la mesa. Con la mano temblorosa, llevaba la cuchara a la boca y engullía la sopa mezclada con lágrimas.

Cierta vez, la mano le tembló tanto que la cazuela se cayó y se rompió. La nuera lo reprendió con brutalidad. Él, en su triste situación, nada pudo responder. Al día siguiente, ella le compró una cazuela de palo, de las más ordinarias que había en la tienda del carpintero, para sustituir la de barro.

El nieto del viejo, un niño despierto, de ocho años, acostumbraba jugar cerca del fogón. Le gustaba correr por el bosque y construía sus propios juguetes con las ramas de árboles y piedras que recogía en el camino.

Cierto día, parecía que él estaba jugando con unos palos, pero de hecho estaba haciendo algo que no era un juego.

Intrigado y curioso su padre le preguntó:

— ¿Qué haces?

— Estoy haciendo un pesebre chiquito, para que tú y mamá coman cuando queden viejitos – respondió el niño.

Marido y mujer se miraron por algún tiempo y comenzaron a llorar.

Recordaron, entonces, la frase del Eclesiastés, que refleja el 4º Mandamiento: “El que honra a su padre encontrará alegría en sus hijos” (Ecl 3, 6) Se dieron cuenta que los niños prestan mucha atención en lo que ven, analizan y sacan conclusiones… Y de que el ejemplo—bueno o malo—es el más poderoso de los maestros.

Resultado, tiraron al fuego la cazuela de palo y trajeron al viejito de vuelta a su lugar de honra en la mesa, dándole un bello plato nuevo, siempre lleno de sopa.

La nuera le hizo grandes servilletas, y de ahí en adelante, cuando la temblorosa mano derramaba la sopa, fingían no ver nada y nada decían.

El buen orden familiar regresó a aquella cabaña. Y el corazón del viejo se llenó de alegría de sentirse nuevamente estimado y respetado por aquellos a quien amaba y por quienes había trabajado y sufrido a lo largo de su vida.

El ejemplo dado en las buenas acciones tiene mucha más fuerza que cualquier discurso, por más erudito que sea.

Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio n°4;  pp. 42-43

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