El hombre que se enamoró de Dios

Publicado el 08/20/2022

Talis vita finis ita”, dicta el célebre refrán: “tal como fue la vida, así será la muerte”. En un interesante relato sobre los últimos momentos de la vida del gran San Bernardo de Claraval, escrita por uno de sus hijos espirituales, podemos discernir bellísimos aspectos del alma de quien fue y sigue siendo una de las lumbreras más relucientes en el cielo de los santos de la Iglesia.

Era el 24 de agosto de 1153. El prior de Clairvaux1 se hallaba sentado, inmóvil, en su reducido aposento. Su cabeza se apoyaba pesadamente sobre sus manos; tenía los codos sobre la mesa y los ojos fijos con una mirada remota sobre un montón de papeles que tenía ante sí.

Llamaron a la puerta. Automáticamente autorizó la entrada, y con aire de cansancio se volvió a ver quién llegaba. Tanto su voz como su semblante expresaron alivio al decir:

¡Ah, sois vos, Geoffrey! Entrad. Entrad. Vos sois precisamente el hombre que necesitaba en este momento terrible. Me siento perdido. Mi corazón está cargado y mi espíritu helado. Me pregunto si volveré a sentirme caliente alguna vez y si volverá a haber luz en este valle de la Luz.

Al responder, la voz de Geoffrey tenía el mismo tono mate y sombrío:

Comprendo, Padre prior. Le llamábamos el imán, la fuerza, el espíritu motor de la abadía, pero nunca nos dimos cuenta de que, asimismo, era la vida y la claridad que convertían este valle en el valle de la Luz. Sólo hace cuatro días que ha muerto, y, sin embargo, parece una eternidad. Pero venid, ¡sois el prior, y habéis de ocupar su puesto de momento!

Nadie puede ocupar su puesto, Geoffrey, ¡nadie!

¡Alguien ha de hacerlo! Y vos sois ese alguien —repuso Geoffrey, mostrando algo más de espíritu—. Vamos, Padre, ¡animaos! ¿No recordáis cómo nuestro santo Bernardo nos decía que los muertos pueden ayudarnos más desde el cielo de lo que en vida nos ayudaban en la tierra? Él os ayudará ahora, pues si alguno de los nuestros ha ido derecho al cielo es Bernardo. ¡Vamos, vamos! Hay una enormidad de trabajo pendiente.

Tenemos que enviar cartas a sus innumerables amigos. Vos tenéis que dictarlas; yo sólo soy el amanuense. ¡Vamos, moveos! Hablar de aquel a quién amábamos más profundamente de lo que podíamos imaginar os servirá de alivio.

¿También tú te has dado cuenta de que le queríamos más de lo que pensábamos, Geoffrey?

Ya lo creo. Creía haber vertido mis últimas lágrimas hace años. Sollozar me parecía siempre una cosa femenina. Pero he sollozado; no, sollozado, no; he llorado a lágrima viva corno una criatura perdida durante cuatro días enteros. En efecto, le quería más de lo que pensaba. Pero venid. Yo creo que la primera carta debemos enviársela a España a su hermano pequeño, Nivardo2. Lo que digamos a Nivardo podemos copiárselo a su otro hermano, el abad Bartolomé3, que está más cerca. ¿Qué le diremos a Nivardo?

La verdad. Toda la verdad. Le diremos que los últimos años sobre la tierra de su hermano Bernardo fueron muy parecidos a las últimas semanas que pasó nuestro Salvador en Palestina. Le diremos que el Tabor sobre el que su hermano había brillado durante un cuarto de siglo se convirtió en un Calvario. Le diremos que su hermano Bernardo hubo de contemplar el mundo desde Clairvaux igual que Nuestro Señor contempló Jerusalén desde el monte vecino. Le diremos que lloró por ese mundo como Cristo lloró por aquella ciudad. Le diremos que los “hosannas” que tantas veces resonaron en sus oídos se trocaron, igual que para Cristo, en gritos de condenación y hasta de crucifixión.

Las lágrimas corrían por las mejillas del prior, pero en su voz vibraba un nuevo verbo, y Geoffrey, después de una mirada de asombro, tomó nota tras nota. Comprendía que el corazón de un hombre fuerte se había abierto, y que el amor brotaba de él en una corriente de auténtica elocuencia.

Sí —prosiguió ardorosamente—, retrocede a la época de la segunda cruzada, y dile a Nivardo que, aunque su hermano abandonó el reino, la culpa de cada desastre (desde la perversa traición de los griegos hasta las desgraciadas y vergonzosas intrigas de la reina Leonor4) cayeron sobre él. Dile que el mundo católico fue herido hasta lo más profundo del corazón por la inesperada catástrofe de lo que había comenzado con signos tan manifiestos del cielo. Dile cómo ese mundo herido, girando en su agonía, buscó un bálsamo para su alma torturada atacando frenéticamente al hombre a quien sólo dos años antes había proclamado “ángel de Dios”. Dile que, porque la flor de los caballeros de Europa murió en el camino de Attalia o en los desfiladeros de las montañas Frigias, Europa se volvió enfurecida contra un hombre viejo y enfermo que residía en el valle de Clairvaux.

Dile que cuando nuestro caballeroso rey Luis5, que partió a la cabeza de un orgulloso ejército, volvió con unos pocos caballeros derrotados y andrajosos y una esposa que le habla deshonrado, el reino entero se volvió contra su hermano como si hubiera sido su mano la que venciera a nuestros guerreros y su corazón el traidor para el rey. Y dile, sobre todo, que cuando la voz de Europa gritaba más frenética, cuando sus gritos eran una endemoniada sinrazón como la de la muchedumbre vociferante ante Pilatos hace doce siglos, su hermano guardó un silencio tan majestuoso y poco rencoroso como el Rey que compareció ante Pilatos y de quien éste dijo: “Ahí tenéis al Hombre.”

El prior se secó los ojos, susurrando:

¡Qué malvado puede ser el hombre con el hombre! Luego se volvió a Geoffrey, y prosiguió:

Nivardo sabe bien cuán sensible era el corazón de su hermano, y comprenderá lo parecida a la agonía del huerto y a la noche en la mazmorra que fue este ataque infundado y despiadado contra él. En ello verá la coronación de espinas de Bernardo. No calléis nada. y contadle el beso de Judas que le dio Nicolás, su propio secretario. Decidle cómo este hombre pérfido robó el sello del abad, falsificó carta tras carta, en las que recomendaba a hombres inútiles para puestos importantes y de honor; denunciaba a abades valiosos, a obispos y a comunidades enteras y aconsejaba cosas tan temerarias e imprudentes que consternaron a la curia romana. Dile que, hasta la fecha, todavía no conocemos el alcance que hayan tenido estas falsificaciones, pues el ingrato huyó con nuestro sello y el de su hermano. Y no olvides decirle lo paciente, sufrido y compasivo que fue Bernardo con este Judas, pues hasta el final, lo mismo que Cristo, le llamó amigo.

El prior hizo una pausa, y contemplando a Geoffrey atentamente, añadió:

Dios casi arrebataba el juicio a sus santos antes de haberlos modelado totalmente. ¿Será ésa la lección que nos enseña el grito de abandono que se le escapó en el Calvario?

Geoffrey no contestó. El prior hablaba de modo que parecía no aguardar respuesta alguna. Establecía los hechos en forma interrogativa. Al fin, Geoffrey, contemplando sus notas, dijo:

Es una carta de pésame bastante triste.

Con un arrebato de cólera, el prior se volvió a él y exclamó:

Estamos escribiendo al hermano de Bernardo. Por sus venas corre la misma sangre que impulsaba el corazón de nuestro gran guerrero y santo abad. Nació del mismo padre y de la misma madre y aprendió en la misma dura escuela de Citeaux. Bernardo fue más que un hermano para Nivardo; fue también su padre espiritual. Por eso hay que decirle la verdad.

Al leerla hallará el mismo consuelo que yo al dictarla: el consuelo en la verdad de que Bernardo recorrió la vía dolorosa coronado de espinas y cargado con la cruz; el consuelo del hecho de que nuestro abad siguió paso a paso las huellas de Aquel a quien tanto amaba.

El prior se detuvo. Una mirada de determinación sombría se apreció en sus ojos. Sus palabras siguientes fueron lentas y deliberadas.

Y por si Nivardo se preguntara si el costado de su hermano fue abierto y traspasado su corazón, dile cómo Roma y cómo el Papa Eugenio6 (su amado hijo en años anteriores) se volvieron contra él a causa del cardenal Hugo. Relátale la estúpida historia de cómo fue elevado Hugo hasta la dignidad de cardenal desde la abadía de Tres Fuentes, y de cómo al resultar elegido para ocupar su puesto en la abadía su candidato, se volvió contra Bernardo con la furia de un demente, vertiendo en público y en privado toda clase de viles calumnias sobre el hombre que tanto le quería y le había guiado en los primeros años de su vida religiosa. No le ocultes que todo el mundo romano (incluso el mismo Pontífice) dio crédito al calumniador. Hazle saber que su hermano escribió al colérico e injusto cardenal, terminando su carta apologética y explicativa con esta frase: “En cuanto a lo demás, doy gracias a Dios por haber tenido la misericordia de privarme en vísperas de mi muerte de un consuelo que tal vez busqué indebidamente: la amistad del Papa Eugenio y la vuestra.” Esa es la frase de un santo, Geoffrey. Es una resignación que acongoja los corazones. Bernardo amaba a sus amigos con generosidad extraordinaria. ¡Cuánto sufrió con aquella injusticia!

¿Debo decirle también lo de la reconciliación?

Si te parece, puedes hacerlo. Pero Nivardo ya es lo suficientemente viejo para saber que las amistades cicatrizadas siempre dejan señal. De lo que sí has de hablarle es de su soledad en los últimos años. Dile cómo la muerte del abad Suger hizo exclamar a su alma: “Me precedes, pero no te separas de mí, porque nuestras almas están atadas con lazos que no pueden desatarse ni romperse. Una persona tan querida nunca puede perderse para mí.” Dile que la muerte del emperador Conrado7 y del abad Raynaud produjeron a su hermano una nostalgia del cielo que le hizo decir al saber que el Papa había ido hacia su recompensa: “Ven, Señor Jesús, ven.”

Geoffrey levantó la vista de las notas que tomaba precipitadamente, y preguntó:

¿No deberíamos decirle también el último viaje que su hermano realizó a caballo con la caridad de Cristo como acicate y la muerte a la grupa?

¿Omitirías algo de la Pasión de Cristo? ¡Díselo, sin duda alguna! Dile que los prelados y príncipes del reino que asediaban Clairvaux durante los últimos meses de vida de Bernardo buscando su bendición y su consejo de despedida, encontraron a un hombre con los ojos fijos en otro reino. Dile que su hermano, a pesar de haber dicho al obispo de Langres que había terminado con las cosas de este mundo, cuando llegó el arzobispo de Tréveris con las nuevas de que la ciudad de Metz estaba dividida en dos facciones hostiles, de que en la primera batalla habían resultado dos mil muertos y de que sólo el Mosela separaba los dos ejércitos, dispuestos a una nueva batalla que sólo una voz en toda la cristiandad podría evitar, un moribundo se levantó del lecho para montar a caballo y cabalgar las durísimas leguas que le separaban de Metz. Dile que luchó sin éxito durante todo un asfixiante día de verano; pero que, durante la noche, los jefes de ambos bandos acudieron a su tienda, y la siguiente aurora pudo ver a los hombres de ambos ejércitos darse el abrazo de la paz. Dile que, conseguida aquella victoria, su hermano cabalgó de regreso hacia el valle de la Luz para acudir a su cita con la muerte.

Y ¿qué le digo de su muerte?

Sólo el fin. Puedes decirle que durante meses sufrió verdaderos tormentos al no poder tomar ningún alimento y probar sólo un poquito de agua. Pero no olvides hacerle saber que su hermano dijo misa mientras pudo tenerse en pie. Dile después que la mañana del 20 de agosto le administramos los últimos Sacramentos, y cuando su hermano vio a la comunidad llorando, consiguió reunir fuerzas suficientes para darnos sus instrucciones finales, insistiendo una vez más en el consejo que siempre creyó necesario darle al mundo y que siempre fue norma de su vida. Dile que las palabras de despedida de Bernardo fueron: “En nombre de Jesucristo, os ruego que sigáis amando a Dios como yo os he enseñado.”

El prior apenas podía hablar de la emoción. El mismo Geoffrey hubo de sorber sus lágrimas antes de balbucear:

El último mensaje del amante fue un mensaje de amor.

Así es. Y su último acto, un acto de amor. Di a Nivardo que todos rogamos a su hermano que aún permaneciera un poco con nosotros, y que al oírnos, su hermano elevó sus hermosísimos ojos al cielo y dijo: “No sé ante quién debería ceder; si ante el amor de mis hijos que me apremian para quedarme, o ante el amor a mi Dios, que me lleva a Él. Dejemos a Dios la decisión.” Dile que Dios decidió en contra nuestra, y se llevó consigo el corazón de su amante, el gran corazón de Bernardo de Clairvaux. Firmad con mi nombre, pero añadiendo que ese nombre es el de un hombre que vive a oscuras en este valle de la Luz. Eso es todo, Geoffrey. Escríbelo todo claro y minucioso, pues Nivardo deseará conocer todos los detalles.

Geoffrey reunió las notas, se levantó, se inclinó y dejó al prior con su soledad y su amor.

(Fr. Mary Raymond Flanagan OCSO. “La familia que alcanzó a Cristo”, 1971. Págs. 216-222)

1 Nombre en francés del monasterio cisterciense de Claraval, fundado por San Bernardo en 1115.

2 Beato Nivardo de Fontaines (1100-f.d.), hermano menor de San Bernardo. Después de entrar en religión en el monasterio de Claraval, fue Fundador del monasterio cisterciense de La Espina en el año 1147.

3 Beato Bartolomé de Fontaines (1097- c.1158), hermano de San Bernardo, mayor que el Beato Nivardo. Hay pocos datos de su vida. Se sabe que entró en religión en Claraval el 1112. Fundó varios monasterios cistercienses, siendo abad en el monasterio de La Ferté.

4 Leonor de Aquitania (1122-1204). Reina consorte de Francia por su matrimonio con Luis VII, y posteriormente Reina consorte de Inglaterra por su matrimonio con Enrique II. Su vida disoluta y escandalosa fue objeto de censuras por parte de San Bernardo. Por sus intrigas, contribuyó a la derrota de los ejércitos cristianos en la Segunda Cruzada, especialmente por sus desavenencias con su esposo el Rey Luis.

5 Luis VII de Francia (1120-1180). Rey de Francia. Se unió a la Segunda Cruzada alentado por San Bernardo de Claraval, habiendo sido derrotado en ella, en gran parte por las desgracias conyugales con su consorte Leonor.

6 Beato Eugenio III (1088-1153). En el siglo, Bernardo Paganelli, Papa 167° de la Iglesia Católica, primer Pontífice cisterciense.

7 Conrado III (1093-1152). Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Participó en la Segunda Cruzada predicada por San Bernardo.

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