El lago de Agua bendecida

Publicado el 09/20/2021

Dios quiere que nuestras almas sean bellas como lo son tantas maravillas hechas por Él en la tierra. Y a propósito de ellas es como si nos preguntara: “Hijo mío, ¿quieres ser también así?”.

 Hna. Beatriz Moreira Pinto, EP


Qué cariño el de Dios para con el hombre! Al crearlo a su imagen y semejanza lo colmó de felicidades.

En el paraíso terrenal la inocencia reinaba en su corazón, actuaba asistido por el don de integridad y flotaba sobre su ser la promesa de la inmortalidad. ¿Qué palacio de este mundo podría compararse al jardín que el Señor le había dado por morada? Al contemplar una naturaleza en perfecto orden y en completa consonancia con la armonía de su alma, Adán y Eva percibían en todo lo que los rodeaba un reflejo inmaculado del Creador.

Ahora bien, pálida era la alegría encontrada por el hombre en todas esas cosas si se la compara al gozo supremo e insuperable experimentado en la convivencia con el propio Dios, que condescendía en ir diariamente, a la hora de la brisa de la tarde, a conversar con Adán. No sería exagerado imaginar cómo la naturaleza entera se vestía de gala para recibir la visita divina: ¡de qué colores no se teñirían los cielos, con qué esplendores el sol no se esforzaría en brillar, qué melodías no entonarían los pájaros!

Pero, pero, pero… Adán pecó, el orden de la Creación fue afectado y la Historia siguió el triste curso del hombre caído. No obstante, el Padre celestial, en sus designios de misericordia, continúa invitando a la humanidad de diversos modos para tener la intimidad de su convivencia. Y, muchas veces, también es por medio de la naturaleza que transmite sus recados.

Quien vive en Asunción, Paraguay, encuentra, no muy lejos de la capital, el bello y majestuoso lago de Ypacaraí.

Según cierta tradición guaraní, había allí antiguamente tan sólo un pequeño pozo de agua que los indígenas llamaban “Tapaikuá”. Pero, a causa de algún pecado, éste empezó a desbordarse hasta cubrirlas aldeas vecinas.

Ante tal desventura acudieron a fray Luis de Bolaños, religioso franciscano en misión por aquellos parajes. Fue hasta allí, impuso las manos sobre las aguas y les ordenó, en nombre de Dios, que se calmaran. A partir de entonces el lugar pasó a llamarse “Ypacaraí”, que significa “agua bendecida”.

Aunque siempre está adornado de singular hermosura, es al atardecer cuando el lago se reviste de todo su esplendor. Identificándose con los fulgores celestiales, las aguas y el firmamento se hacen uno. Ora predominan tonalidades doradas, ora sobresale un intenso naranja-rubro o incluso un discreto y afable lila, haciendo que las aguas se asemejen a piedras preciosas licuadas.

¿Quién sabe si ese espectáculo no está pintado por el ángel que custodia esa nación, dejando entrever, en la mágica armonía de colores, la sublimidad del Paraíso? De hecho, transportados de encanto al contemplar tal belleza, da la impresión de que la tierra ha sido elevada al Cielo.

¿No es ese un ejemplo de la solicitud divina en atraer hacia sí a sus hijos en exilio? Como otrora en el Edén, parece que Dios baja a la hora de la brisa de la tarde y, en lo íntimo de cada corazón, hace una suave invitación: “Hijo mío, desearía que tu alma fuera como este lago y pudiera reflejar todas las maravillas del Cielo. ¿Quieres?”.

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