Este vínculo sagrado, mutua entrega que exige plena fidelidad e indisoluble unidad, está ordenado a la procreación y a la educación de los hijos.
Padre Fernando Néstor Gioia Otero, EP
“La familia, en los tiempos modernos, ha sufrido quizá, como ninguna otra institución, la acometida de las transformaciones amplias, profundas y rápidas de la sociedad y de la cultura”, con esta singular frase comienza la Exhortación Apostólica de San Juan Pablo II, Familiaris Consortio/La Comunidad de la Familia, hace 40 años.
Transformaciones a través de las cuales – en estos momentos marcadamente – se sienten las fuerzas del mal intentando, por un lado, destruirla, y por otro, desformarla (FC, 3).
Ante tales embates, sentía el recordado Pontífice que muchas familias permanecían fieles “a los valores que constituyen el fundamento de la institución familiar”, pero veía penetrar otras incertezas, dudas o ignorancia y, con relación al significado último y la verdad de la vida conyugal y familiar, desánimo y angustia ante las dificultades crecientes.
La dignidad de esta bella institución, oscurecida por deformaciones, es “frecuentemente profanada por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la generación” (Gaudium et spes: GS, 47) Célula primera y vital de la sociedad, no se basa en disposiciones humanas. Fundada por el Creador y en posesión de leyes propias, la íntima comunidad conyugal “se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable” (GS, 48).
Los esposos se dan y se reciben mutuamente: “Yo te recibo como esposo/a y me entrego a ti, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida”. Se han convertido en cónyuges, unidos por un yugo libremente acogido, en una sola esperanza.
Entregándose uno al otro sin reservas, no se pertenecen más a sí mismos. Marido y mujer pasan a ser una sola carne, un solo corazón, una sola alma, aún en la diversidad de sexo y de personalidad. Bien afirmaba el Papa Emérito, Benedicto XVI, que: “la profundidad y la belleza (del matrimonio) radican precisamente en el hecho de que es una opción definitiva” (31-8-2006).
Nace, en esta complementariedad entre persona femenina y masculina, semejante y desemejante, ante los hombres una institución confirmada por la ley divina; primera escuela de virtudes sociales, “escuela del más rico humanismo” (GS, 59), fundamental para el desarrollo de la sociedad.
Importa considerar que el orden social está profundamente relacionado con el bien de la familia, que concede al mundo la grandeza de la vocación al amor y al servicio de la vida, “llamada a santificarse y a santificar a la comunidad eclesial y al mundo” (FC, 55). Institución natural – de “derecho natural” diríamos en terminología jurídica – que está ordenada al: “sed fecundos y multiplicaos y llenad la tierra” (Gén 1, 28); razón por la cual, necesariamente, tiene que ser una alianza estable. Esta unión matrimonial forma, con sus hijos, una familia. “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer” (Mt 19, 5).
San Pablo utiliza la imagen del matrimonio para expresar la relación de Cristo con la Iglesia, esa unión no temporal o experimental, sino fiel e indisoluble: “este es el gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5, 32).
Es crucial, hoy y siempre, pregonar los designios de Dios con la misma creación, origen y fundamento de la sociedad humana. Al principio, en efecto, “creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó. Dios los bendijo, y les dijo Dios: Sed fecundos y multiplicaos” (Gn 1, 27-28).
Este vínculo sagrado, mutua entrega que exige plena fidelidad e indisoluble unidad, está ordenado a la procreación y a la educación de los hijos. Marido y mujer, que por el pacto conyugal, “ya no son dos, sino una sola carne” (Mt 19, 6).
Bien saben los nuevos cónyuges, en el momento de realizar el consentimiento legítimo comentado arriba, que el matrimonio no va a ser un caminar de delicias tras delicias. Será un recorrido que tendrá cruces, que deben de ser aceptadas en armonía, santificándose el uno al otro, y los dos santificando a sus hijos. El amor madura en los caminos que tienen sufrimiento en su recorrido. “La verdadera belleza necesita también de contraste. Lo oscuro y lo luminoso se completan” (Benedicto XVI, Ídem).
Así, la familia será lo que sea el matrimonio, y éste ayudará para la salvación de los demás, antes que nada, del otro, de los hijos, y de toda la comunidad.
No queda duda, por lo tanto, que la familia es un bien, una obra divina.
Pero, a lo largo de los últimos decenios, estos principios comenzaron a ser cuestionados, cuando no negados, escarnecidos y despreciados.
Alarma el ocaso de valores fundamentales en el mundo actual que repercute en la esencia del matrimonio: la desacertada concepción de la independencia de los cónyuges entre sí, las ambigüedades sobre la autoridad de padres, las dificultades en la transmisión de valores, el número cada vez mayor de divorcios, la plaga del aborto, etc. Unas familias sufren falta de medios de supervivencia (trabajo, alimento, vivienda, salud), otras, en su excesivo bienestar, navegan en el consumismo moderno. Todas, peor aún, sufren la presión de los medios de comunicación y de redes sociales que – no pocas veces – obscurecen los valores morales basados en los Mandamientos de la Ley de Dios.
Deseamos que esta “pequeña Iglesia” o “iglesia doméstica”, llamada a ser signo de unidad para el mundo y a ejercer destacada influencia en la sociedad, “vuelva a remontarse a lo más alto. Es necesario que sigan a Cristo” (FC, 86).
Recemos, por tanto, para que la Sagrada Familia, probada por la pobreza, la persecución y el exilio: San José, la Virgen María y Cristo Jesús, Rey de las familias, guarden, protejan e iluminen siempre a todas las familias.
Pues, como exclamaba San Juan Pablo II, para no ceder a los espejismos actuales: “¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia!” (FC, 86).
Publicado en La Prensa Gráfica de El Salvador, 27 de junio de 2021.