Las mutaciones y facetas del mar, su variedad e inmensidad nos hablan de las insondables riquezas de la gracia que la tercera Persona de la Santísima Trinidad atesora en sus “arcas” divinas
La infinitud de Dios, Uno y Trino, es tal que cada elemento del universo representa en cierto modo sus atributos, dones e incluso algunos aspectos de su naturaleza.
Así pues, admirando el cosmos, lo podemos comparar a la grandeza majestuosa de Dios Padre, que todo lo abarca. Nuestro espíritu se deslumbra con la inmensidad de las vastitudes celestiales, con el brillo, la variedad y la disposición de las estrellas, haciendo que en nuestro interior resuene la exclamación del salmista: “El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos” (Sal 18, 2).

Campos cultivados de Lavanda. Provenza, Francia
Aunque si nos detenemos en la contemplación de la tierra, de sus campos cultivados y de la multiplicidad de sus frutos, a nuestra mente vendrá sin dificultad la augusta figura de Dios Hijo, que, al haberse encarnado y bajado hasta nosotros en su humanidad, se convirtió en la causa de nuestra salvación (cf. 2 Tim 2, 10).
Solamente en Él daremos frutos: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; […] sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5), enseñaba el propio Jesús.

Cabo de Buena Esperanza, el punto más austral del continente africano
Al Espíritu Santo, sin embargo, correspondería relacionarlo con el
mar, en todas sus mutaciones y facetas. La enorme amplitud acuática nos remonta a las insondables riquezas de la gracia que la tercera Persona de la Santísima Trinidad atesora en sus “arcas” divinas. Aun habiendo sido profusamente distribuidas a los hombres a lo largo de los siglos, lejos están de agotarse. Muy por el contrario, conforme las generaciones se suceden, dones y gracias cada vez más sublimes fluyen con caudalosa generosidad.

Desembocadura del Río Magdalena en el Mar Caribe. Bocas de Ceniza, Colombia
Los ríos desembocan en el mar y de él reciben la abundancia de sus aguas. De la misma manera, cualquier buena acción que el hombre lleva a cabo procede del Paráclito, el cual nos santifica y “obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como él quiere” (1 Cor 12, 11).
De este inefable océano divino brotan los sagrados manantiales de la Historia: los santos. Hacia ese mismo mar se dirigen los ríos benditos de sus vidas, recorriendo, muchas veces, tortuosos lechos, llenos de meandros y obstáculos, flanqueados por fangosas orillas.

Playa Ocotal. Guanacaste, Costa Rica
¿Y qué decir de la mutabilidad del mar? En él encontramos reflejadas las más variadas situaciones y mtemperamentos: la calma aterciopelada de ciertas aguas de color azul verdoso, el furor del terrible oleaje producido por un arrollador tsunami, la inocente inmovilidad de una ensenada cristalina.
Cada una de esas diferentes manifestaciones representan atributos del Espíritu divino, que aun pareciendo ser contradictorios, siempre son armónicos. Ora sopla suavemente en un alma para impulsar en el camino de la virtud, ora inspira santa cólera en defensa de la causa de Dios, ora pacifica en la oración contemplativa.
Por otra parte, si los misterios del mar son símbolo del Espíritu Santo, no es posible reflexionar sobre ellossin dirigir el pensamiento hacia el Reino de María, su Santísima Esposa.
La Virgen “ha producido, con el Espíritu Santo —enseña San Luis Grignion de Montfort—, la obra más grande que jamás ha existido y existirá, que es un Dios-hombre, y consiguientemente Ella producirá las mayores maravillas que tendrán lugar en los últimos tiempos”. 1
Y continúa el autor del Tratado: “La formación y la educación de los grandes santos que aparecerán en el fin del mundo le están reservadas a Ella; porque sólo esta Virgen singular y milagrosa puede producir, en unión con el Espíritu Santo, las obras singulares y extraordinarias”. 2
Llegará el día en que el Paráclito asumirá las almas de los esclavos de María Santísima, convirtiéndolas en manantiales de sus aguas divinas. Con estas almas frágiles, pero fieles, inundará la tierra de gracias y dones.
Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio n°171, octubre de 2017; pp.50-51