En el fondo de la naturaleza humana hay un clamor continuo, que se hace sentir claramente como una exigencia primera de la naturaleza, por la verdad, a partir de la que el hombre busca el bien y lo bello, llegando a Dios, la Verdad, el Bien y la Belleza, Creador de todas las cosas.
Para darnos bien cuenta de lo que significa la verdad, el bien y lo bello, además de entender la razón por la cual nosotros debemos adherirnos a esto, y el por qué debemos amar una cosa y detestar otra, necesitamos tomar algunos casos concretos de la vida de todos los días y, a partir de esto, profundizar en las nociones que queremos tener claras en nuestras almas.
La verdad, primera exigencia de la naturaleza humana
Imaginen que un joven entrara al consultorio de un oculista. Al verlo, percibe que el pobre es bizco y por eso no puede ver bien.
El médico pregunta: “¿Qué le pasó para estar así?” El joven dirá, por ejemplo, que sufrió un accidente en el que recibió un golpe en los ojos. El profesional se compadece de él, es necesario tratarlo y hacer que sus ojos converjan para presentar una sola imagen, pues, de aquella manera, ve de modo errado. Receta los remedios necesarios, indica anteojos. Con las gafas el joven comienza a ver bien.
Ahora, al quitarse los lentes, el paciente se da cuenta que está viendo todo torcido de nuevo. Él pregunta al médico: “¿Cuál es la ventaja de ver todo arreglado, haciendo que mis ojos estén bien y me presenten una sola imagen?” El médico pensará sorprendido consigo mismo: “Esto es mucho más grave; ¡el mal que tiene no está en la vista, sino en la cabeza! ¡Este joven no comprende la ventaja de la verdad! Los hombres tienen dos ojos para captar más enteramente la realidad. Cuando los dos funcionan bien, de ahí resulta una imagen única, y tanto como está en la naturaleza humana, una imagen completa: ¡la verdad sobre las cosas!”
En efecto, la persona no puede estar contenta con la imagen deformada que le presentan sus ojos, porque en el fondo de la naturaleza humana hay un clamor por la verdad.
Desde el momento en que no veo bien, hay un malestar en mí, porque mi inteligencia indica que las cosas son de un modo y mis sentidos obliterados sugieren lo contrario. Me siento entonces en conflicto, en riesgo de tropezar, de tomar un camino equivocado, o hacer cualquier locura. Así, no me las arreglo. Si no conozco bien la verdad, ¿cuál es el norte de mi vida? ¡No lo hay!
Así que tengo que resolver esto, porque si no, no podré vivir.
La verdad se presenta a los borbotones, claramente, como una exigencia primera de la naturaleza. Por eso mismo, cuando los hombres tienen los sentidos funcionando bien, encuentran en ello un elemento precioso de salud. Si la vista, los oídos, el gusto, el olfato y el tacto son buenos, el hombre tiene todas las noticias verdaderas del exterior. Cada uno de los sentidos da un aspecto de la realidad total que, después, se compone por la inteligencia.
El conocimiento de la verdad trae consigo la idea de armonía
Por ejemplo, cuando alguien va a un bosque y ve en él árboles hermosos, o contempla los rayos de luz que penetran allí, o siente el perfume de la vegetación, de la naturaleza sana o de algunas hierbas producidas por el suelo, las cuales tienen un efecto delicioso sobre el olfato, reflexiona consigo mismo: “¡Oh! ¡Qué cosa tan agradable!” Cantan los pajaritos y se encanta con ellos. Después, pasa la mano por un madero y nota que es de un tacto casi sedoso, y piensa: “¡Qué árbol agradable! Hermosa no solo por sus frutos y flores, sino también por su propia leña. ¡Qué maravilla!” Más adelante ve una fruta pendiente y la prueba: “¡Oh! ¡Qué sabor! ¡Qué delicia!”
En resumen, el bosque da una imagen de sí mismo que es una. El espíritu compone la idea de bosque, no solo por los árboles, ni solo por los frutos, las hierbas, los pajaritos o la luz, sino que es un conjunto formado por todo aquello.
La persona comprende, por la inteligencia, que aquellas cosas fueron hechas para constituir una armonía, la cual se llama bosque y posee una especie de fisonomía que se torna atractiva, porque mostró sobre ella la verdad.
La persona puede decir, por ejemplo: “¡Qué lindo bosque!” O: “¡Qué bosque tan bonito!” Como también podría decir de una persona: “¡Qué linda persona!” O: “¡Qué persona tan simpática!”
El bosque puede tomar para quien lo contempla, algo a la manera de una fisonomía, de una persona, a causa de un todo que entró por los sentidos. Los cinco sentidos comunicaron aspectos diversos del bosque, pero armónicos. La persona, por los sentidos, conoció verdades sobre el bosque, y con esas verdades conocidas, construyó una noción de orden superior. Un animal podría ver la misma cosa, sin embargo, sería incapaz de formular un razonamiento como el hombre, que recibió nociones verdaderas a través de los sentidos bien constituidos, captó los sonidos, vio las figuras, olió o respiró los ambientes y finalmente dijo:
“¡Bosque!”; el cual corresponde a una verdad de orden superior que afirma que todos aquellos elementos están unidos por una disposición interna que constituyen una unidad.
“¡Qué bosque hermoso! ¡Está hecho para mí! ¡Me agrada, deleita, encanta, atrae, descansa, eleva mi espíritu a consideraciones más altas!” Piensa un poco más y concluye: ¡Bosque es una sinfonía, un concierto! Son los pájaros, los vientos, las brisas los que hacen su música. Pero no es solo eso, es una música de realidades superiores. Hay una armonía entre el árbol y el río que corre dentro del bosque, o entre las hierbas que se inclinan sobre el riachuelo y las flores, junto con los grandes árboles que se elevan. Todo este conjunto hace de este bosque un verdadero encanto: ¡esto es una sinfonía!”
La ordenación de las cosas y la búsqueda del bien
Un concierto solo puede existir habiendo un maestro. Entonces, cuál es el maestro que ordenó esa sinfonía.
¿Cuándo la ordenó? ¡Alguien dirá: “Es el azar…” ¡¿El azar?! ¡Yo quiero ver cuál es la capacidad del azar! Si suelto a un pobre ciego por la calle, caminando con su bastón buscando el camino, si después de mucho girar él encuentra el camino de su casa, ¿eso es el azar? ¡Qué trabajo duro, qué error! O, si yo tiro, de repente, una piedra del piso en que estoy y ésta cae en quien caiga, e hiere a alguien: “Es fruto del azar” ¡Cuánta locura puede hacer el azar!
¿Fue la casualidad la que hizo este bosque? ¿Cuántos bosques hay en el mundo? ¿Y cuántos hubo que el hombre derribó? Entonces, ¿todas ellos son hijos del azar? ¡No lo creo! ¿Por qué? ¡Porque el azar puede funcionar una vez entre mil, pero una serie de accidentes que siempre salen bien y producen cosas maravillosas, eso es imposible!
Hay algo por detrás… ¿Hace cuánto tiempo el director de la orquesta hizo el bosque? ¡Tal vez hace mil años! Ciertamente, durante ese milenio se fueron reproduciendo y perpetuando, en ese mismo lugar, árboles análogos con el mismo río y la misma hierba. Los pájaros son los descendientes remotos de los pájaros de hace mil años. Las encantadoras flores, que me complace ver, mezcladas en medio del césped, son las continuadoras de las primeras que una vez aquí sonrieron. ¿Cómo es eso?
Y, sobre todo, otra pregunta nace en mi espíritu: ¿Poner en orden es un bien? ¿Por qué? Porque cada cosa dentro del bosque ayuda a la otra a existir. Si no existieran los árboles con sus sombras, el río se secaría. Si éste se secara, la hierba moriría. Si el río y la hierba muriesen, las flores también perecerían. Sin los árboles, los pajaritos no tendrían donde posarse; no teniendo donde posarse, no tendrían donde cantar. Por un lado, la hierba conserva la humedad de la tierra y alimenta las raíces. Por otro, el agua de ese riachuelo humedece el ambiente y alimenta las florecillas. Estas, a su vez, atraen a los pájaros; y los pájaros que cantan, beben del río y gorjean de una manera encantadora, después de haber bebido. Y de ahí por delante. Hay un engranaje maravilloso que hace que todo sea bueno en el siguiente sentido: cada cosa actúa de acuerdo con su naturaleza, y cada cosa ayuda a la otra, también, a existir de acuerdo con su naturaleza.
Del conocimiento del “unum” se tiene la idea de Dios
El pajarito, tan vivo y alegre, tan equilibrado en su peso, vuela al primer élan (impulso). El hombre, sin embargo, tarda ocho mil años para volar por primera vez… El hombre mira encantado al pájaro y piensa: “¡Ah! Si pudiera volar”. Luego mira el río y de repente ve una cosa plateada que se mueve: “Es un pececito”. Él piensa: “Si pudiera vivir en el agua, ¡qué maravilla sería! Sin embargo, me fue dado entender, a través del pececito, del pajarito, de la florecilla o de mil cosas, que hay otras vidas que nunca tendré, pero me gustaría vivir. Y aun cuando sepa nadar o saltar, sepa meterme en un avión y volar, nunca tendré la felicidad del pájaro, ni el bienestar del pececillo.”
¿Qué diría una avecilla levantando vuelo delante del lujo de uno de los mayores potentados en esta Tierra? “Tú puedes mucha cosa y yo puedo otra… Los aires son míos, gratuitamente míos y para mí. En los espacios por donde tú caminas, sueltas tu respiración contaminada; ¡en este espacio yo vuelo mucho más alto y rasgo este cielo azul que tú miras y no consigues rasgar! ¡Hay mil vidas posibles, oh hombre, que no son para ti!”
El hombre podría dar la siguiente respuesta: “¡Es verdad! Pero yo tengo algo por lo que soy más que tú. No entiendes la vida que llevas y ni siquiera sabes que existes.
“¡Tú no tienes inteligencia! Yo la tengo y por lo tanto entiendo lo que tú no comprendes: ¡tu vida!” A lo que el pájaro también podría responder: “Yo no comprendo tu vida y por eso no echo de menos nada. Tú comprendes la mía y ¿no echas de menos el volar?”
¿Es o no es verdad que, si un hombre hablara así con un pájaro mítico, no tendría ganas de agarrarlo atraparlo? “Está bien, lo tienes todo eso y yo no lo tengo. ¡Yo te agarro!” Con certeza, el pájaro diría: “Brutazo, tú no tienes mi finura!” y alzaba nuevamente vuelo hacia el cielo.
El hombre comprende que, con relación al pájaro, él es un rey. Pero, por otro lado, es un monarca derrotado que necesita recuperar su superioridad. Se sienta, entonces, sobre una piedra amiga y comienza a pensar: “¿Quién hizo ese pájaro? ¿Quién hizo esta piedra en forma de banco, esperando, hace diez o veinte mil años, el día en que yo viniera a sentarme en ella para pensar un poco? ¿Quién hizo al primer hombre, la primera pareja de la que desciendo? ¿Quién hizo todas las cosas? ¿Quién es el Autor, no solo de esta armonía, sino del pájaro, del pez, de la realidad? ¿Quién fue? ¿Fueron varios autores?”
¿Se imaginan que varias empresas de ingeniería construyeran un edificio al mismo tiempo cada una por su lado? ¡Aunque fueran las mejores del mundo, cuánta pelea saldría, cuánto desorden! ¡Hay obras que admiten un solo autor! ¿Quién y cómo es ese Uno? ¿Cómo es la inteligencia y el poder de Él para haber hecho todo esto? Él sacó todo esto de la nada. ¿Qué significa la palabra hacer? Hubo un momento en que esas cosas no existían y en un instante él dijo: “¡Hágase!” ¡Y ellas comenzaron a existir!
Recuerdo, a este respecto, un proverbio chino que dice: “Si un hombre no escribió un libro, no plantó un árbol o no tuvo un hijo, ¡no vivió!” Ese hombre no fue causa de nada en su vida. ¡Y quien no es causa de nada, no vivió! Hay una cierta exageración poética oriental, pero cuánta verdad hay dentro de eso.
Entonces, al colocarnos ante el Ser-Dios, Autor de todas las cosas, imaginamos haber llegado al fin de nuestras elucubraciones: “¡Qué cosa enorme, colosal! ¡Es muy poderoso! ¡Oh, Dios!”
El hombre: ser racional y contingente
Después de haber construido esa imagen verdadera de Dios, el espíritu es llevado a pensar: “Este Dios tan perfecto, infinito, que hizo todo eso, me creó, me dio un alma inmortal y la infundió en el cuerpo que mis padres generaron, me constituyó el rey de todas las cosas, es bien verdad. Sin embargo, también me hizo débil ¡Qué frágil soy! Puedo enfermarme en cualquier momento o, de repente, cae una rama sobre mi cabeza y con eso me muero; puede que venga una tormenta, me coja en un mal momento y me enferme. ¡Cuánto me puede destruir! Al mismo tiempo me siento inmenso como un rey y pequeño como un gusano.
“El Creador colocó un ser en el ápice de las obras: el hombre. Realmente una obra maestra, porque tiene inteligencia y voluntad. Los demás seres no inteligentes son incapaces de querer. Ignoran quién los creó. ¡Yo no!; del ápice, que es mi pensamiento, ¡veo salir el sol, que es Dios!
“Sin embargo, se aplica al hombre la expresión francesa: tout pase, tout casse, tout lasse et tout se remplace… Todo pasa, todo se rompe, todo cansa y, al final, todo se sustituye. En cierto momento, también habré pasado y mi cuerpo va a yacer en un cementerio, y mi cadáver no servirá para nada. Estas o aquellas personas se cansaron de mi compañía como yo me cansé de su compañía. Todo es efímero, pasa y se sustituye continuamente.
“Oh Dios, ¿por qué hiciste algo así? Mis ojos se vuelven hacia el pez o hacia el pájaro. ¿Por qué me habéis dado a conocer esas vidas posibles en otros, que nunca viviré? ¿Para que yo desee lo que nunca tendré? ¡Dios mío, qué enigma soy para mí mismo! Hasta me atrevo a decir: Dios mío, sois para mí, al mismo tiempo, una maravilla y un misterio. ¿Por qué me has dado tanto: ser todo cuanto es ser hombre? ¿Y por qué me has dado tan poco, haciéndome ser sino solo un hombre? Todo esto me lleva al pináculo del razonamiento y del misterio”.
¡Oh! ¡Qué bello y noble es el hombre, por su razón, llegar a ese pico, resolverlo y ordenarlo! ¿Cómo lo consigue? Por la verdad, por el bien y por la belleza.
(Continúa en el próximo número) (Extraído de conferencia del 19/1/1985)