San Fiacre vivió en el siglo VII y es el Patrono de los jardineros. Contemplando su vida, se nota en ella la maravilla de una gracia que se difunde y perfuma toda la historia. Esto descansa nuestras almas y nos coloca delante de la perspectiva de que el cielo y la tierra están unidos y reconciliados.
El día 30 de agosto se conmemora la fiesta de San Fiacre, anacoreta. A su respecto veamos una linda ficha sacada del libro Vida de los Santos, del P. Rohrbacher1.
Hijo de un rey de Escocia
San Fiacre nació en el comienzo del siglo VII, de una ilustre familia irlandesa. Los escoceses afirman que era hijo de uno de sus reyes y que fue educado con sus hermanos por el obispo de Connan. Fiacre aprovechó bien esa educación, pues abandonó a sus padres y a su familia todavía siendo joven, para servir a Dios en tierra extranjera y en la soledad.
Yendo hacia Francia fue en busca del obispo de Meaux para pedirle que le cediese algún lugar aislado en su Diócesis. El obispo, que también era un santo se llenó de alegría y le dijo a Fiacre: “Tengo, no lejos de aquí, un bosque de mi propiedad, que sus moradores llaman Breuil, y que considero adecuado a la vida solitaria.”
Los dos santos fueron a visitar el lugar y el obispo le dio al emigrado irlandés todo lo que le sería necesario. San Fiacre, con la bendición del prelado, limpió el bosque, levantó una iglesia en honra de la Santísima Virgen y una casa al lado donde habitaba, y recibía a los huéspedes que alimentaba con el producto de su jardín.
Más tarde construyó una especie de hospital, donde él mismo servía a los pobres y, muchas veces, los curaba por la virtud de sus oraciones. Pero no permitía nunca que las mujeres penetrasen en su ermita. La norma que impide a las mujeres entrar en los monasterios de hombres es una regla inviolable entre los monjes irlandeses.
San Fiacre no se deshizo de esa regla mientras vivió. Y aún hoy en día se ve –por respeto a su memoria– que las mujeres no entran en el lugar donde él vivía en Breuil, ni en la capilla donde fue enterrado.
Ana de Austria, reina de Francia, dirigiéndose hacia ese lugar en peregrinación, se contentó con rezar en la puerta de su oratorio.
Los escoceses cuentan que, durante ese tiempo, habiendo quedado vacante el trono de Escocia, los diputados de ese país fueron a implorarle a San Fiacre que subiese al Poder, pero se negó de forma humilde pero firme. El santo anacoreta murió el 30 de agosto del año 670, y fue enterrado en su oratorio.
Innumerables milagros hicieron célebre su nombre en Francia, donde generalmente los jardineros lo honran como su patrono. En efecto, rezando en su oratorio y trabajando en su jardín, San Fiacre mereció un trono en el cielo. Al igual que un oratorio, un jardín puede transformarse en un lugar de meditación y de oración.
Modelo de fidelidad al primer propósito
No sabemos qué podríamos destacar más especialmente en esta narración: lo bello de las varias peripecias que tuvo la vida de este santo, o el conjunto de los hechos que se relacionan para dejarnos un perfume de leyenda a su alrededor.
Desde el punto de vista de lo espléndido de las peripecias, pocas cosas son más bellas que imaginar a un santo, hijo de un rey, que se va a un lugar lejano, huye de las pompas de la realeza, se encuentra con otro santo, se establece en un bosque, donde encuentra un lugar apropiado para vivir; y ese príncipe pasa allí la vida entera, renunciando a las honras de la realeza.
Pero, después de practicar por largo tiempo la vida eremítica, se le presenta una oportunidad de arrepentirse y reconquistar lo que abandonara, una ocasión para volver al trono, del cual tal vez tuviese nostalgia. Rechaza esta segunda posibilidad, y muere como simple jardinero y humildísimo guardián de hospital, en los bosques de Breuil, en Francia, en la diócesis de Meaux.
Creo que, tal vez, el segundo rechazo sea más noble y bello que el primero. Pues una cosa es que un hombre deje algo suyo. Muchas veces, por la costumbre que él tiene de aquello que va a abandonar, el individuo no siente la falta que le hará; por otro lado, él todavía no experimentó la amargura de aquello hacia donde se dirige; no se imagina, ni se hace bien la idea de cómo serán las cosas. Se puede conjeturar que para un príncipe que está habituado a un palacio real, y un poco cansado de las galas y glorias reales, sea muy seductora y atrayente la idea de por cierto lado, ser un solitario en la espesa floresta.
Pero después de que el príncipe dejó su principado y se fue a vivir en la lejana espesura, siente cuánto duele no ser príncipe, y el bosque ya perdió su poesía; pasa a librar una verdadera batalla contra animalitos de toda especie, contra el calor, contra mil cosas prosaicas de la vida de todos los días, y tiene la oportunidad de medir bien el sacrificio que hizo. Entonces, en la segunda ocasión rechazar el principado, puede ser mucho más noble que en la primera.
Me acuerdo de un caso contado por un impío inglés del siglo XIX, quien en cierta ocasión fue a visitar una Cartuja en España. Mirando el lugar con un bello paisaje y a los frailes tratándolo muy bien, profirió una exclamación: “¡Qué lindo lugar!”. Y el cartujo, rompiendo la regla del silencio (naturalmente es una broma impía), le dijo: “Lindo para ver, horrible para quedarse”, y cayó en el silencio de nuevo, para terminar sus días en la Cartuja.
El cuento era impío, pero expresaba algo de verdadero. Las situaciones más bellas al entrar, después –a veces– , son duras para permanecer. Y vemos a este hombre que permanece la vida entera fiel al primer propósito de su juventud. Hay aquí una belleza en la fidelidad y en la continuidad que debemos apreciar.
Es propio de la Iglesia civilizar y hasta dulcificar la naturaleza
Por otra parte, notamos también este cuadro extraordinario: el silencio de los bosques de Breuil, en la diócesis de Meaux, y en aquel aislamiento –de una naturaleza que era más vigorosa que la naturaleza europea de hoy–, pasa un día, llega otro día, entra la noche, se termina… nadie pasa por allí, y aquel santo reza solitario.
Y como es propio de la Iglesia civilizar y hasta cultivar, plantar y dulcificar la naturaleza, San Fiacre va poco a poco empujando la hierba dañina y la naturaleza salvaje que lo cerca, y así va naciendo a su alrededor una cabañita y un jardincito. Podemos imaginar al santo acariciando una pequeña flor, planta un poco más y da gloria a Dios franciscanamente, por la admiración a la flor que va naciendo.
Después, al viajero, que es un perseguido y que pasa por allí, el santo lo consuela, le da un buen consejo. Y el forastero cuenta después en la ciudad que en aquella floresta existe un eremita… Llega entonces un enfermo, que el santo cura. Poco a poco, aquello se transforma en una ermita y en un pequeño hospital. Y toda aquella obra se va ampliando. Y más que eso, la reputación de ese santo se extiende por toda la zona, como un perfume de olor agradable a Dios. Se proyecta más allá de la floresta de Meaux, se esparce por las aldeas, llega hasta las capitales, y los príncipes y princesas organizan excursiones para besar los pies del santo, que los recibe respetuosamente, con humildad, dejándolos quedar a su gusto, curándolos, consolándolos, etc. Entonces comienza a decirse que un nuevo santo surgió en Francia, y es el gran San Fiacre. De esta manera, hay un aroma de Jesucristo que se esparce por toda una región.
Fiacre, un nombre que repercute hasta los días de hoy
Para tener una idea de su personalidad, basta señalar esto: la permanencia de la prohibición impuesta por él, de no permitir que las mujeres entrasen allí. Pues bien, a las propias mujeres les gustó esa prohibición. Y aunque una reina estuvo de visita en el lugar, ella que, como soberana, podía violar la clausura de acuerdo con el Derecho Canónico, no la transgredió pues San Fiacre no había querido. Ella se arrodilló junto a la puerta y, con toda la majestad de Infanta de España, de Archiduquesa de Austria, de Reina de Francia –no se podía ser más que eso– besó las rejas que otrora San Fiacre había hecho para que ella no entrase. Todo esto indica una especie de veneración, que se extiende de generación en generación, y que hace de San Fiacre una celebridad en Francia.
Como vimos, San Fiacre es, hasta nuestros días, el patrono de los jardineros de Francia y aparece junto a otro bienaventurado Fiacre –que dirigía carruajes por las calles de París en el siglo XVI, y del cual vino el nombre de fiacre para los carros de alquiler, que hubo durante algún tiempo en Europa–. Recibían el nombre de fiacre por causa del segundo San Fiacre. Y así, el nombre de Fiacre resuena hasta nuestros días.
Esa es la belleza de la vida de los santos, la maravilla de esa gracia que se esparce y perfuma toda la historia, y hace descansar nuestras almas. Después de un día lleno de dificultades, disgustos y todo tipo de problemas, a veces también con decepciones, el considerar la fiesta de un San Fiacre es algo que nos da reposo, distensión, y nos hace comprender un poco de aquel perfume que, otrora, tuvo la Edad Media. Régine Pernoud escribió un libro intitulado La Luz de la Edad Media. Nosotros podríamos escribir otro con el título “El perfume de la Edad Media”, con todos esos imponderables que la Edad Media traía consigo.
En medio de las tinieblas de nuestros días, podemos pensar en lo que será el Reino de María, después de los castigos previstos por Nuestra Señora en Fátima. Quién sabe si oiremos también hablar de la gloria de algún santo que, en un lugar enteramente yermo, desierto, donde sólo existen árboles –y sobre el cual algún erudito de entonces dirá que fue la región central de una gran megalópolis contemporánea– glorificará a Dios en una terrible soledad.
Entonces, diremos a uno de nuestros hermanos de vocación: “¿Se acuerda del tiempo en que se comentaban las peculiaridades de aquel centro urbano horroroso? Ahora no queda nada, pero existe la gloria de tal santo, de cuya vida se cuentan tales y tales episodios.” Y nuestros ojos se cerrarán en paz, con la idea de que el perfume del cielo volvió a la tierra; y el cielo y la tierra están unidos y reconciliados. Esta es la perspectiva que encontramos delante de nosotros.