El pobrecillo de Asís

Publicado el 10/04/2022

La pobreza es lo que externamente resalta más, tanto en San Francisco como en sus frailes, aun actualmente. Pero se equivocaría quien sólo, o principalmente, considerase a Francisco en función de esta virtud. Por debajo de la pobreza late otro elemento, el más fundamental de todos: un incondicional amor a Jesucristo, que llevó a Francisco y a sus frailes a identificarse lo más posible con el Salvador.

«¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué todo el mundo viene en pos de ti?» Así le preguntaba cierto día a San Francisco uno de sus discípulos, intrigado por la irresistible atracción que ejercía un hombre externamente tan despreciable como el Pobrecillo de Asís.

Fray Maseo, que tal era el nombre del que preguntaba, se planteó hace ya siete siglos un problema que todavía hay sigue intrigando a cuantos reflexionan sobre él. Prescindiendo de los innumerables simpatizantes que San Francisco tiene, tanto entre los católicos como entre los que no lo son, miles de religiosos, religiosas y terciarios franciscanos están atestiguando que todavía subsiste, actualmente, el hecho observado por fray Maseo.

Nuestra sabiduría popular lo ha reflejado en el adagio de que «o por fraile o por hermano, todo el mundo es franciscano». Y esto viene sucediendo así desde hace ochocientos años.

¿Qué tendrá San Francisco para ejercer esta atracción? Cuanto más se estudia la personalidad del santo más claras aparecen estas tres cosas: humanamente considerado,

San Francisco poseía una riqueza de dotes intelectuales, morales y psicológicas que hacen atrayente su figura, estas cualidades humanas, lejos de quedar sepultadas, adquirieron bajo el manto de la santidad un matiz nuevo y le infundieron a ésta un carácter extraordinariamente amable; la unión de las cualidades humanas y de la santidad hicieron de San Francisco un santo eminentemente moderno.

La riqueza de sus atractivos humanos se nos presenta desbordante ya en su misma juventud.  Y es que, además de poseer excelentes cualidades, dispuso también de medios para manifestarlas.

Ciudad de Asís

Nacido en Asís entre 1181 y 1182, tuvo la fortuna de poseer una madre piadosa, Madonna Pica, de la que recibió una honda educación cristiana Su padre, Pedro Bernardone, era un rico mercader en telas De carácter jovial, altruista, soñador, caballeresco, Francisco amaba la vida y se entregó a ella.

A los veinte años le sobrevino una crisis. En su ciudad natal se declararon la guerra los nobles y los plebeyos. Aquellos, aliados con la vecina ciudad de Perusa, vendieron a éstos y Francisco, que había luchado en las filas de los humildes tuvo que soportar en Perusa un año de prisión. Al poco tiempo de verse libre, en 1203, se apoderó de él una fiebre gravísima. Durante la convalecencia se percata, con gran sorpresa suya, de que las fiestas juveniles ya no le llenaban el alma y, entonces, sediento de aventuras, en 1205 emprendió viaje hacia el sur de Italia para luchar contra el Imperio al lado de las fuerzas de Inocencio III.

Panorámica de la ciudad italiana de Spoleto

Inesperadamente, desde Spoleto, regresa a Asís cuando apenas había hecho otra cosa que iniciar el viaje. Y es que la mano de Dios había comenzado a trabajarlo de una manera definitiva.

Abandonado de sus amigos, distanciado de su mismo padre, a quien en presencia del obispo de Asís le entregó hasta los vestidos que llevaba puestos, inició amistad con los pobres y con los leprosos. Su carácter dinámico y resuelto le impulsó a restaurar tres ruinosas ermitas de Asís una vez que en la de San Damián le pareció oh del crucifijo la voz de que restaurase su casa. El nuevo comportamiento del joven no podía menos de parecer absurdo a quienes lo habían conocido antes. Pero lo grave para Francisco no era tanto el hecho de que sus conciudadanos comenzasen a mirarlo como un lastimoso enajenado, cuanto la angustiosa incertidumbre en que vivía respecto de la voluntad de Dios.

Después de tan larga crisis, el 24 de febrero de 1208 le vino la luz repentinamente. Al oír las palabras del Evangelio en que Jesucristo enviaba a sus apóstoles por el mundo a hacer bien a todos, desprovistos de todo y expuestos a cualquier trato que San Francisco de Asís quisieran darles, Francisco, súbitamente iluminado por Dios, comprendió que esto mismo era lo que el Señor pedía de él. A su característico dinamismo le faltó tiempo para llevar a la práctica el programa evangélico. No importaba que sus conciudadanos se mofasen de él. Descalzo, vestido de túnica y capuchón aldeanos, y ceñido con una cuerda, apareció por las calles de Asís predicando, con el entusiasmo y vigor que le eran propios, la paz, la pobreza y la caridad cristianas.

Si una obra es de Dios, tarde o temprano termina por triunfar. Francisco experimentó muy pronto que la suya era obra divina. Mientras la mayor parte de los habitantes de Asís esperaban que el nuevo apóstol fracasase en su empeño, a los dos meses de su decisión se le comenzaron a unir hombres tan sensatos y respetados en la ciudad como el rico y sesudo Bernardo de Quintaval, el pobre pero honrado Gil de Asís y el noble e ilustrado canónigo de la catedral Pedro Cattani. Incomprensiblemente a los ojos de los prudentes del mundo, estos hombres abandonaron la sabiduría y riqueza humanas para, al igual que

Francisco, dedicarse a predicar a los demás el Evangelio viviéndolo ellos personalmente de la manera más radical.

Cuando a estos tres discípulos de la primera hora se le sumaron otros ocho, el santo experimentó la necesidad de trazar para los doce un único programa de vida. Recopiló con este fin varios textos del Evangelio, aquellos precisamente que hablan de la renuncia a todo y del seguimiento decidido de Jesucristo, y con sus discípulos se presentó a Inocencio III para que le aprobase el nuevo modo de vida. La iniciativa de someter previamente al Papa la breve regla de una naciente Orden religiosa era inusitada entonces. Pero más llamativo que este gesto original de Francisco era el contenido de la regla misma. Nadie, ni incluso Inocencio III, creían posible vivir como Francisco y sus compañeros se proponían. ¿Es que entonces, objetaba el santo, era imposible vivir el Evangelio? El Papa comprendió que Francisco tenía razón y aprobó verbalmente su programa de vida. Era el año 1209. El año del nacimiento de la Orden franciscana.

La gracia no cambia la naturaleza. A sus veintiséis o veintisiete años, Francisco seguía conservando su espíritu idealista y caballeresco de años atrás. Se trataba de aquel espíritu caballeresco de la Edad Media que lo arriesgaba todo por el honor o por la gloria de depositar los laureles a los pies de la amada, y que Francisco no pudo saciar cuando, de camino hacia el sur de Italia para participar en la guerra, la gracia divina le hizo regresar a Asís. Esta misma gracia es la que ahora, apoderándose de su espíritu caballeresco inicialmente contrariado, lo proyectó hacia nuevos ideales. Francisco y sus compañeros se convirtieron en caballeros andantes del Evangelio, renunciando a todo, descalzos, burdamente vestidos, dependiendo de la benévola caridad de los demás.

Sorprendentemente, este género de vida obtuvo un éxito que nadie hubiera podido pronosticar. La Iglesia necesitaba entonces de reforma y todos anhelaban un cristianismo más impregnado de Evangelio, sobre todo en el aspecto de la pobreza.

Este ambiente dio origen a una verdadera pululación de sectas heréticas que se proclamaban las restauradoras del cristianismo evangélico o apostólico como entonces se llamaba. Reflejando los deseos de todos y oponiéndose a las desviaciones heterodoxas, Francisco ofreció con su Orden la verdadera solución a los problemas de la Iglesia. De aquí que las gentes se volcaran sobre él: a los doce años de su fundación, en 1221, la Orden contaba ya con el sorprendente número de más de tres mil frailes; en 1212 fundó, con Santa Clara de Asís, la rama femenina de las clarisas; en 1221, para dar cabida en la fraternidad a los muchos que lo solicitaban, pero que por diversas circunstancias no podían hacerse religiosos, instituyó la Orden Tercera, es decir, la de los terciarios franciscanos.

La pobreza es lo que externamente resalta más, tanto en San Francisco como en sus frailes, aun actualmente. Pero se equivocaría quien sólo, o principalmente, considerase a Francisco en función de esta virtud. Por debajo de la pobreza late otro elemento, el más fundamental de todos: un incondicional amor a Jesucristo, que llevó a Francisco y a sus frailes a identificarse lo más posible con el Salvador. Repercusión inmediata de este amor incondicional, llamémosle caballeresco, es la vivencia del Evangelio de una manera literal, incluso bajo el aspecto de no poseer absolutamente nada, es decir, de la más estrecha pobreza.

Dotado de una imaginación viva y enemigo de lo abstracto, en el santo este amor iba dirigido a Jesucristo, considerado sobre todo en sus misterios de sabor humano. Para vivir plenamente la fiesta de Navidad, Francisco representó plásticamente en Greccio, en 1223, el nacimiento del Niño Jesús, primera representación origen de nuestros belenes. La Pasión y la Eucaristía constituían el centro de sus pensamientos. San Francisco tiene el mérito de haber introducido en la Iglesia de una manera definitiva la devoción a la humanidad de Jesucristo. Fue también el amor al Salvador lo que le infundió una sed insaciable de almas, que le condujo a él y a sus frailes a lanzarse desde el primer momento a la predicación, de la misma manera que quería Jesucristo lo hicieran sus apóstoles: «No poseáis oro, ni plata, ni dinero en vuestras fajas, ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni zapato, ni cayado» (Mt 10,9-10).

A partir de la fundación de la Orden el santo apenas tendrá un momento de reposo (tampoco lo tendrán sus frailes), acuciado por llevar almas a Jesucristo. Esta será en los doce años que siguen su ocupación más frecuente, y la Italia central su preferido campo de acción.

Sus pláticas eran sencillas, salpicadas de vivas imágenes, de tono cálidamente familiar y al aire libre. Poseía una oratoria personalísima e inconfundible, que ofrecía un marcado contraste con la vigente en aquellos tiempos. Sus historiadores nos aseguran que, atraídos por ella, «hombres y mujeres, clérigos y religiosos, corrían ansiosos de ver y escuchar al hombre de Dios». Y añaden, refiriéndose a la región de Umbría: «Así se vio entonces transformarse en breve tiempo la faz de toda la comarca y aparecer risueña y hermosa la que antes se mostraba cubierta de máculas y fealdades». Su deseo de dar a conocer a Jesucristo le indujo en cierta ocasión a pararse en mitad del camino y dirigir la palabra a sus hermanas aves, que, solícitas y silenciosas, acudieron a escucharle.

De entre sus viajes apostólicos merecen destacarse dos por el especial significado que entrañan. Como los anteriores a que nos acabamos de referir, también éstos proceden de su insaciable amor a Jesucristo, pero adquieren una expresión nueva, prácticamente inédita hasta entonces. La atracción que sentía hacia la humanidad del Salvador le hizo concebir en 1212 el propósito de llegarse hasta Palestina para visitar los lugares santificados por el Señor. La nave tenía todas las plazas ocupadas y entonces Francisco se arriesga con su compañero a viajar ocultamente en calidad de polizón. Una tempestad impidió al barco llegar a su destino, y el santo tuvo que regresar a Italia. Ante esta contrariedad, su fértil imaginación le sugirió un nuevo proyecto, que tenía la ventaja de ofrecerle una ocasión probable de morir, como buen caballero, por el objeto de sus amores. En 1213 se encamina hacia España, visita el sepulcro de Santiago e intenta trasladarse a Marruecos para anunciar a Jesucristo entre los musulmanes. Tampoco en esta ocasión puede realizar su programa. Pero no ceja. En 1219 consigue, por fin, embarcarse hacia Siria y revivir en Palestina, sobre el mismo terreno que los presenció, los hechos de la vida del Salvador.

Con esta visita a los Santos Lugares, Francisco se convierte en el iniciador de esa epopeya heroica y sangrienta que sus hijos han venido realizando desde hace seis siglos y medio por defender la tierra santificada por Jesucristo.

Sin embargo, esto no es todo. Desde su regreso de Tierra Santa, es decir, desde 1221, Francisco tendrá que ocuparse preferentemente de los asuntos de la Orden, que iba adquiriendo un rápido desarrollo. Y así como los viajes apostólicos por Italia son la expresión del deseo que le roía de dar a conocer a Jesucristo, su labor de estos años consistirá, sobre todo, en trabajar por mantener dentro de la Orden la pureza de los ideales evangélicos.

En los capítulos generales de 1221 y 1223, en las exhortaciones a los frailes, en sus contactos con el cardenal Hugolino, protector de la fraternidad, la meta que perseguía era siempre la observancia estricta del Evangelio. Esto ya era nuevo. Pero aún dio un paso más adelante. Si en el Evangelio se dice que Jesucristo envió a sus apóstoles por todo el mundo, ¿por qué los franciscanos se iban a arredrar ante esto? A imitación del Maestro, Francisco envió también sus frailes a predicar entre los no cristianos, fundando de esta manera las modernas misiones entre infieles. Expuesta era en aquella época esta clase de apostolado, pero el amor no conoce límites, y si gana la muerte, la sufre con alegría.

San Francisco recibe los estigmas de Jesucristo

La correspondencia suprema y tangible por parte del Salvador al amor que Francisco le profesaba sobrevino en la mitad de septiembre de 1224. Encontrándose en el monte de Alverna Jesucristo se aparece al santo en forma de serafín y lo identifica humanamente consigo imprimiéndole sus cinco llagas. Francisco quedó convertido en un Cristo viviente.

Con razón se le ha llamado «el Cristo de la Edad Media».

Enfermo, casi ciego, con el agudo dolor de las llagas, pero siempre alegre (precisamente en esta época compuso y cantaba frecuentemente el hermoso Cántico de las criaturas o del hermano sol), el santo murió en Asís el atardecer del 3 de octubre de 1226, junto a su amada capilla de la Porciúncula, centro de todo el movimiento franciscano y testigo, mediante la indulgencia obtenida del Papa por el santo, del oculto retorno a Cristo de tantas almas descarriadas.

Con su atractivo personal, su altísima y austera pero agradable santidad, sus intuiciones y geniales innovaciones en la Iglesia, San Francisco termina siempre ganándose la simpatía de cuantos se acercan a él.

Aun bajo el aspecto puramente humano, su nueva manera de ver las cosas obliga a los historiadores a considerarlo como el primer hombre moderno y el forjador, mediante su Orden, del humanismo cristiano.

Tomado del libro Año Cristiano, BAC, pp.100-108

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