No con golpes, sino con la mansedumbre y la caridad deberás ganarte a estos amigos tuyos. Ponte, pues, inmediatamente a hacerles una instrucción sobre la fealdad del pecado y sobre la belleza de la virtud.
San Juan Bosco
Apenas contaba nueve años —dice el mismo Don Bosco— cuando tuve un sueño que me quedó profundamente impreso durante toda la vida. Me pareció estar cerca de mi casa; en un amplio patio en el que una gran muchedumbre de niños se divertía.
Unos reían, otros jugaban y no pocos blasfemaban. Al oír aquellas blasfemias me arrojé inmediatamente en medio de ellos, empleando mis puños y mis palabras para hacerlos callar. En aquel momento apareció un Hombre de aspecto venerado, de edad viril, noblemente vestido. Un manto blanco cubría toda su persona y su rostro era tan resplandeciente, que yo no podía mirarlo fijamente
Me llamó por mi nombre y me ordenó que me pusiese al frente de aquellos muchachos añadiendo estas palabras:
—No con golpes, sino con la mansedumbre y la caridad deberás ganarte a estos amigos tuyos. Ponte, pues, inmediatamente a hacerles una instrucción sobre la fealdad del pecado y sobre la belleza de la virtud.
Confuso y aturdido le repliqué que yo era un pobre niño ignorante; incapaz de hablar de religión a aquellos jovencitos. En aquel momento los muchachos cesaron en sus riñas, gritos y blasfemias, rodeando al que hablaba. Yo, sin saber lo que me decía, añadí:
—¿Quién es Usted que me manda cosas imposibles?
—Precisamente porque te parecen imposibles, debes hacerlas posibles con la obediencia y con la adquisición de la ciencia.
—¿Dónde y con qué medios podré adquirir la ciencia?
—Yo te daré la Maestra bajo cuya guía podrás llegar a ser sabio y con la cual toda ciencia es necedad.
—Pero ¿quién es Usted que me habla de esa manera?
—Yo soy el Hijo de Aquella a quien tu madre te ha enseñado a saludar tres veces al día.
—Mi madre me ha dicho que no me junte con quien no conozco sin su permiso; por eso, dime tu nombre.
—Mi nombre, pregúntaselo a mi Madre.
En aquel momento vi junto a Él, a una Señora de majestuoso aspecto, vestida con un manto que resplandecía por todas partes como si cada punto de él fuese una fulgidísima estrella. Al verme cada vez más confuso en mis preguntas y respuestas, me indicó que me acercara a Ella; y tomándome de la mano bondadosamente:
—¡Mira! —Me dijo. Observé a mi alrededor y me di cuenta de que todos aquellos niños habían desaparecido y en su lugar vi una multitud de cabritos, perros, gatos, osos y otros animales diversos. He aquí el campo en el que debes trabajar —continuó diciendo la Señora—. Hazte humilde, fuerte y robusto, y lo que veas en este momento que sucede a estos animales, tendrás tú que hacerlo con mis hijos.
Volví entonces a mirar y he aquí que, en lugar de los animales feroces aparecieron otros tantos corderillos que, retozando y balando, corrían a rodear a la Señora y al Señor como para festejarles. Entonces, siempre en sueños, comencé a llorar y rogué a Aquella Señora que me explicase el significado de todo aquello, pues yo nada comprendía.
Entonces Ella, poniéndome la mano sobre la cabeza, me dijo:
—A su tiempo lo comprenderás todo. Dicho esto, un ruido me despertó y todo desapareció.
Tomado del libro Los sueños de Don Bosco, pp. 2-4