El privilegio de la Inmaculada Concepción

Publicado el 12/07/2020

En función de ese papel único en el orden del universo, como uno espejo cristalino de las perfecciones divinas, Nuestra Señora fue especialmente privilegiada, pues sobre Ella recayó un amor superior al dedicado por Dios a todos los ángeles y los hombres.

Según Santo Tomás1, el Padre ama a todas sus criaturas, aunque no de la misma forma: algunas son más amadas que otras. Tal afirmación choca a los espíritus contagiados por los miasmas de igualitarismo que emanan de los falsos ideales del mundo revolucionario. Sin embargo, tanto en la Escritura como en la Teología se encuentran razones de autoridad para demostrar que el primero en crear y amar las desigualdades fue Dios Nuestro Señor.

La parábola del padre de familia que contrata obreros en horarios diferentes, a fin de que trabajen en su viña, registrada en el Evangelio de San Mateo (cf. Mt 10, 1-16), muestra cómo Dios es bueno para con todos, concediéndoles “el salario justo” (Mt 20, 4), y también cómo, por libre voluntad, Él favorece más a algunos que a otros. En la narrativa, ese hecho causa indignación a aquellos que se consideran objeto de injusticia al haber ganado lo que les cabe: “Estos últimos no han trabajado más que una hora, y les pagas como a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el calor.” (Mt 20, 12). Sin embargo, el padre de familia responde: “Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?” (Mt 20, 13-15).

Pues bien, la criatura que recibió de la mano dadivosa de Dios el “salario” más alto fue Nuestra Señora, privilegiada como ninguna otra al ser preservada del contagio de la mancha original y cumulada con la plenitud de gracias en su Inmaculada Concepción. Quiso la Trinidad aplicar a Ella del modo más glorioso los méritos de la Pasión de Cristo, incluso antes de que esta se realizase en el tiempo. En ese sentido, la Virgen de las vírgenes refulge como la mayor victoria de su Divino Hijo: ¡gracias a la santidad purísima de María, los hombres conocen toda la fuerza redentora de su Preciosísima Sangre!

Con mucha categoría, nobleza y distinción, proclama de modo infalible Pío IX, al definir el dogma de la Inmaculada Concepción:

El inefable Dios, cuya conducta es misericordia y verdad, cuya voluntad es omnipotencia y cuya sabiduría alcanza de límite a límite con fortaleza y dispone suavemente todas las cosas, habiendo previsto desde toda la eternidad la ruina lamentabilísima de todo el género humano, que había de provenir de la transgresión de Adán, y habiendo decretado, con plan misterioso escondido desde la eternidad, llevar a cabo la primitiva obra de su misericordia, con plan todavía más secreto, por medio de la encarnación del Verbo, para que no pereciese el hombre impulsado a la culpa por la astucia de la diabólica maldad y para que lo que iba a caer en el primer Adán fuese restaurado más felizmente en el segundo, eligió y señaló, desde el principio y antes de los tiempos, una Madre, para que su unigénito Hijo, hecho carne de ella, naciese en la dichosa plenitud de los tiempos, y en tanto grado la amó por encima de todas las criaturas, que en sola ella se complació con señaladísima benevolencia.”

Por lo cual tan maravillosamente la colmó de la abundancia de todos los celestiales carismas, sacados del tesoro de la divinidad, muy por encima de todos los ángeles y santos, que así Ella, absolutamente siempre libre de toda mancha de pecado y toda hermosa y perfecta, manifestase tal plenitud de inocencia y santidad, que no se concibe en modo alguno mayor después de Dios y nadie puede imaginar fuera de Dios.”

Y, por cierto era convenientísimo que brillase siempre adornada de los resplandores de la perfectísima santidad y que reportase un total triunfo sobre la antigua serpiente, enteramente inmune aun de la misma mancha de la culpa original, tan venerable Madre, a quien Dios Padre dispuso dar a su único Hijo, a quien ama como a sí mismo, engendrado como ha sido e igual a sí, de tal manera que naturalmente fuese uno y el mismo Hijo común de Dios Padre y de la Virgen, y a la que el mismo Hijo en persona determinó hacer sustancialmente su Madre y de la que el Espíritu Santo quiso e hizo que fuese concebido y naciese Aquel de quien él mismo procede.”2

¡La sublimidad y fuerza de expresión del trecho citado, así como de toda la bula, llenan el alma! Era necesario que en determinado momento el Espíritu Santo, por la pluma de un Pontífice, dijese tales maravillas sobre Nuestra Señora. Sí, en María la naturaleza humana readquirió la belleza ideal que había perdido al salir nuestros primeros padres del Paraíso, punidos por la mano justísima de Dios; en Ella refulgió, deslumbrante y todavía más graciosa, la grandeza sobrenatural que constituía la gloria de Eva antes del pecado. Por medio de la Inmaculada Concepción, los lindos días del Edén volvían a la tierra de exilio, haciendo de ella el más hermoso jardín.

(¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres. Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP. Tomo II: Los misterios de la vida de María: una estela de luz, dolor y gloria, pp. 39 a 42 – Arautos do Evangelho, São Paulo, 2019).

1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 20, a. 3-4.

2 PÍO IX, op. cit., n. 1.

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