El profeta del Altísimo

Publicado el 12/07/2025

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De entre las múltiples virtudes del Precursor, resplandece la verdadera humildad, que consiste sobre todo en la defensa de la gloria de Dios y en el apagamiento de sí mismo.

7 de diciembre – II Domingo de Adviento

En este segundo domingo de Adviento la figura de San Juan Bautista aparece, bajo la pluma de San Mateo, predicando en el desierto de Judea. Vestía rudamente y se alimentaba de miel silvestre y saltamontes, en contraposición a las costumbres mundanas de la época. Los habitantes de Jerusalén, Judea y más allá del Jordán lo buscaban para escuchar su predicación y ser bautizados.

A pesar de su humilde apariencia, era implacable contra el mal. Dirigiéndose a los fariseos y saduceos, que se mezclaban entre la multitud para observarlo, advertía: «¡Raza de víboras!, ¿quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente?» (Mt 3, 7).

Así los llamaba porque engendraban siempre más hijos de perdición y para la perdición. Santo Tomás1 explica que es loable soportar con paciencia las injurias que nos hacen; pero es sumamente impío perdonar las que son hechas a Dios.

Cuánta similitud entre estas palabras llenas de fuego y las amonestaciones pronunciadas por el Salvador contra esa misma gente, cuando les reprendía: «¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo escaparéis del juicio de la gehena?» (Mt 23, 33).

El Precursor nos invita, en este tiempo de Adviento, a un cambio de vida a través de la vigilancia, la oración y la penitencia. Una conversión interior radical y verdadera, no farisaica y mentirosa —por tanto, hecha sólo de exterioridades— ni sedienta de privilegios como la de los saduceos, pues de nada sirve decir que «tenemos por padre a Abrahán» (Mt 3, 9) si no producimos frutos de santidad.

Juan, aquel niño que saltó de alegría en el seno de su madre, Isabel, en cuanto oyó la voz de María (cf. Lc 1, 44); Juan, de quien Jesús dijo que no había uno más grande de entre los nacidos de mujer (cf. Mt 11, 11); Juan, que declaró de sí mismo no ser digno de desatar la correa de las sandalias del Señor (cf. Jn 1, 27); Juan, mensajero divino en cuya alma resplandecen tantas y tantas virtudes… ojalá podamos imitarlo en su humildad.

Santa Teresa de Jesús2 nos enseña que la humildad consiste en andar en verdad y Santo Tomás3 afirma que se completa con la magnanimidad. Sin ésta, la humildad deja de ser real y se convierte en pusilanimidad e incluso en cobardía.

El Bautista no se acobardó ante el tetrarca de Galilea, Herodes Antipas, desaprobando su impiedad y su pecado, y por amor a la verdad fue martirizado. Cuando, a petición de Salomé, le llevaron su cabeza en una bandeja, de sus ojos semicerrados y sus labios virginales entreabiertos aún resonaba el grito: «¡No te es lícito!» (Mt 14, 4).

Sigamos el ejemplo del profeta del Altísimo y amemos sus enseñanzas. Seamos nosotros también paladines de la Santa Iglesia sin respeto humano, defendiendo siempre la verdad entera. Humildes, vigilantes y con nuestras lámparas encendidas, sigamos a la espera del Niño Dios, que va a nacer. ◊

Notas


1 Cf. Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. II-II, q. 108, a. 1, ad 2.

2 Cf. Santa Teresa de Jesús. Moradas del castillo interior. «Moradas sextas», c. 10, n.º 8.

3 Cf. Santo Tomás de Aquino, op. cit., q. 133, a. 2.

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