El que manda hace las leyes

Publicado el 09/27/2022

Créeme que no es pequeño el numero de esos infelices que no quieren convencerse que para eliminar los pecados es indispensable la confesión, de la que además el corazón siente necesidad.

P. Luis Chiavarino

Discípulo — Padre, ahora tenga la bondad de esclarecerme algunos puntos. ¿Siempre es necesaria la confesión para borrar los pecados?

Maestro — Sí, la confesión es indispensable. Así como el agua es necesaria para lavar las manchas, no podemos lavar y destruir los pecados sin la confesión. Fue establecida por Dios y Jesucristo la confirmó.

Discípulo — ¿No le hubiera sido posible establecer las cosas de manera diferente?

Maestro — Sí, podría haberlo hecho siendo Él Dios, pero desde que prefirió proceder así, no nos queda sino obedecer.

Por ejemplo, supongamos que para cada pecado hubiese ordenado dar una gran limosna ¿A cuántos no les parecería penoso e imposible? Supongamos que hubiese establecido un ayuno ¿Cuántos no podrían o no querrían hacerlo? Supongamos que hubiese exigido una larga peregrinación ¿Cuántos en ese caso, aun queriendo, no podrían realizarla?

Pero con la confesión no hay nada de esto, para quien quiera que sea, por cualquier pecado y número de veces, tan solo es necesario algo: confesarse con el sacerdote que desee, de la manera más secreto y todo está perdonado. Si la ley humana o civil actuara de la misma manera, si bastase presentarse a un juez y confesar la culpa para recibir el perdón, ¿dime si habría cárceles y prisiones?

Discípulo ¡Por supuesto que no! Todos se confesarían, incluso los más bellacos.

Maestro — Entonces, ¿Por qué hallamos penosa la confesión sacramental?

DiscípuloTiene razón, ¿Pero acaso no bastaría una confesión hecha directamente a Dios? ¿Qué necesidad hay de ir corriendo ante un sacerdote?

Maestro ¡El que manda hace las leyes! Escucha: El presidente y el gobierno mandan que paguemos impuestos; pues bien, haz una experiencia; vete a la capital para pagárselos directamente al presidente y al gobierno. Ellos te dirían: entiéndete con nuestro recaudador encargado y págale a él. Tú podrías protestar todo lo que quisieras que la situación no cambiaría.

Quieren que paguemos, pero al recaudador. Lo mismo se da con la confesión. Dios perdona, pero por medio de sus encargados que son los confesores.

Discípulo ¡Es así mismo y yo nunca había pensado en ello!

Maestro Cuando sientes un fuerte dolor de cabeza o de dientes será que no pones a nadie al tanto de estos casos o acaso no corres al médico para verte libre del dolor? ¿Y cuando te acusan, acaso no buscas un abogado para que te salve de la condena?

Discípulo — Yo corro inmediatamente a donde el médico o al abogado y le cuento todo, buscando explicarle las cosas detalladamente

Maestro¿Entonces, solamente en lo que concierne a la confesión, el único tribunal secreto, es que tenemos recelo en manifestar lo que hemos hecho? Esas excusas que sacamos son son muy flojas y denotan mala voluntad

Discípulo — Padre, usted debe reconocer que es duro ir a contarle a otro nuestras miserias…

Maestro — Reconozco que realmente es bastante duro porque nuestro amor propio queda un poco humillado, pero debemos pensar que eso es un deber, una necesidad. ¿Y será que al médico no se le confiesan ciertas miserias?

Discípulo— ¡Ah, pues desde que él nos cure!

MaestroPues bien, o queremos recibir la gracia y volver a ser hijos de Dios o queremos seguir siendo hijos del demonio, esclavos del infierno: no hay otra alternativa, y para conseguir librarnos es indispensable que nos confesemos, sin lo que no puede haber ni paz, ni perdón ni paraíso.

El que manda hace las leyes. Esta es la prueba de los hechos.

San Benito

Se cuenta en las crónicas de San Benito que un religioso llamado Pelagio, habiendo cometido un pecado grave en la juventud, tomó la determinación de no confesarlo.

De esta manera, paso en una enorme aflicción durante meses y años, atormentado siempre por el remordimiento.

Cierta vez, un peregrino pasando por ahí le dijo como si Dios lo iluminase: “Pelagio, confiésate que Dios te concederá el perdón y encontrarás el sosiego”

Pero él se obstinó en no hablar y engañándose al pensar que podría obtener el perdón sin la confesión, resolvió hacer grandes penitencias. Ingresó en un convento, y allí conquistó la admiración de todos pos su humildad, su obediencia, sus ayunos y mortificaciones, y cuando murió fue sepultado con gran tristeza en los sepulcros de la iglesia, conforme la costumbre de aquella época.

A la mañana siguiente, el sacristán encontró el cuerpo encima del sepulcro y lo enterró nuevamente. Pero, en los días siguientes lo encontró nuevamente fuera del sepulcro.

Entonces, avisó al abad, el cual fue con los demás monjes y dijo al cadáver:

Pelagio, siempre fuiste obediente en vida, obedece también después de la muerte. ¿Dime si estás en el purgatorio? ¿Tienes necesidad de sufragios por tu alma o acaso es deseo de Dios que estés puesto en un lugar más digno que en esta sepultura?

¡Ay de mí! Estoy en el infierno por causa de un pecado omitido desde hace muchos años y por el cual esperaba obtener misericordia por otros medios diferentes a la confesión. Sáquenme de aquí y entiérrenme en descampado como a un animal.

Se cuenta que una religiosa que había cometido un pecado desde los siete años, nunca quiso confesarlo, en la esperanza de alcanzar el perdón de otra manera.

 

Para este fin, se encerró en un convento y se convirtió en monja. Debido a su vida austera y a la práctica de todas las virtudes, fue elegida abadesa, cargo que desempeño con ejemplar esmero.

Pero, después de muerta se apareció a todas las religiosas rodeada de llamas y gritando desesperadamente: “No recen por mí que estoy condenada por causa de un pecado que cometía cuando tenía siete años y que nunca confesé.

Discípulo — ¡Pobres! ¿Y una sola palabra en la confesión, habría bastado para hacerlos felices, no es verdad, Padre?

Maestro¡Justamente! Y de esta manera viven un infierno en vida y van para él después de muertos. Y créeme que no es pequeño el numero de esos infelices que no quieren convencerse que para eliminar los pecados es indispensable la confesión, de la que además el corazón siente necesidad.

Discípulo — ¿Cómo así que el corazón siente necesidad de confesarse?

MaestroTe lo voy a probar

No hace mucho, los periódicos de Italia divulgaron la noticia de que un zapatero de la ciudad de Bassano, en la región del Véneto, en un ímpetu de cólera golpeó con una varilla a su nieto de pocos años, causándole la muerte.

Lleno de pavor, escondió el cadáver y durante la noche fue a enterrarlo en el bosque.

Durante muchos días buscaron al pequeño desaparecido, cada quien manifestaba las más extrañas hipótesis pero ni pensaban en el zapatero, cuyo crimen nadie había presenciado.

Podía pues, estar tranquilo y sereno y vivir alegremente. Sin embargo, desde aquel fatídico día, el zapatero no cantó más sus alegres canciones, no batió con ánimo su martillo y se convirtió en un ser triste y pensativo.

Vendió su casa y pertrechos y huyó para América. Allá estaba completamente salvo; podía, pues, olvidarse de todo y ser feliz. ¡Qué feliz ni qué nada! Después de dos años regresó a Italiam se presentó directamente ante el juez y confesó su crimen. La justicia investigó y buscaron en el bosque los miserables restos de la víctimas, y se le abrió un proceso. Antes de pronunciar la sentencia que o condenaría definitivamente, el juez se dirigió para el asesino y le preguntó:

Dime, desgraciado, ¿Cómo es que tú que nos habías engañado a todos, pensando que podrías estar tranquilo en América, vienes a entregarte a la justicia, obligándonos a condenarte?

El zapatero respondió:

Señor juez, no es cierto que engañe a todos. Solo engañé a los hombres, pero no sucede lo mismo con Dios. Desde aquel día no tuve más sosiego, la sombre del niño perturba mi sueño, veo siempre mi mano chorreando sangre. ¡Condéneme a prisión, condéneme a muerte, pero que esta vida de remordimiento se acabe para siempre!

El pobre había tomado el camino equivocado, si en lugar de haber tomado el rumbo hacia América, hacia el tribunal, hacia la cárcel, hacia la deshonra, hubiese corrido a los pies del confesor, no habría visto la sombra de su víctima ni la mano chorrendo sangre, sino que al recibir la absolución, habría tranquilizado la conciencia.

Discípulo — Es verdad, Padre; la confesión es una necesidad del corazón.

Maestro — Tanto mejor para nosotros si nos servimos de ella en todas las ocasiones para cualquier eventualidad. Cuando una espina se nos entierra en el pie o un mugre nos entra en el ojo, no encontramos más sosiego mientras no nos libramos de la espina o del granito de polvo. Lo mismo sucede con el pecado; no nos deja en paz mientras no lo extirpamos en la confesión. Dios así lo quiso y el que manda hace leyes.

DiscípuloPadre, ¿Cuán consolador debe ser el perdón de Dios después de años y años de remordimientos?

Maestro¡Sí! Ninguna alegría en el mundo puede comparársele. La confesión, más allá de ser una necesidad del corazón es incluso el mayor consuelo de las almas afligidas. La siguiente historia bien lo demuestra:

El Padre Bridaine, gran misionero francés, predicaba durante las misiones en una ciudad de los Alpes. Un viejo oficial de la caballería fue a escucharlo por curiosidad, porque ya había oído hablar de aque orador famoso. Dios quiso que en esa misma noche, el misionero hablara justamente de la necesidad de la confesión. Las palabras simple, pero llenas de calor y persuasivas del siervo de Dios, penetraron hasta el corazón del militar que tomó la decisión de confesarse.

De hecho, fue a la sacristía, se echó a los pies del Padre Bridaine que lo acogió con bondad y amor. Después de haberse confesado, se levantó y besándole la mano al Padre exclamó en alta voz para que todos lo escucharan: “¡Sinceramente, en mi vida nunca sentí tanto consuelo ni un alegría tan grande como ahora que tengo la gracia de Dios conmigo” Creo que ni el propio rey a quien sirvo hace ya treinta años puede ser más feliz que yo!”

Las palabras que el viejo oficial francés pronunció, podrían pronunciarlas todos los que, después de vencidas todas las dificultades, van a confesarse y se confiesan bien

También aquí, no está de más repetir: ¡El que manda hace las leyes, pero cuán dulces y suaves son las leyes de Dios!

Tomado del libro Confesaos bien; pp.29-32

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