
Nuestra Señora y San Juan alternaron largos períodos de oración personal con pequeños coloquios, durante los cuales el hijo, notando que los dolores de la Pasión aún invadían el Corazón de su Madre, buscaba algún medio de confortarla.
Monseñor João Clá Dias
Fundador de los Heraldos del Evangelio
Los tres años de años de vida pública del Divino Maestro tuvieron como desenlace inevitable su Pasión y Muerte. Pero más ciertas aún eran las promesas referentes a su triunfo, y que latían apenas en la única alma plenamente fiel, en aquellos momentos en que el infierno parecía que estaba venciendo. Estas promesas rápidamente comenzarían a cumplirse una a una, anticipando una nueva plenitud de gracias para la humanidad.

San Juan acoge a la Virgen
Una vez puesto el Cuerpo de Jesús en el sepulcro, Nuestra Señora se dirigió a su casa, acompañada por el Discípulo Amado. En aquel clima de recogimiento, los terribles sufrimientos del día se abatieron nuevamente sobre Ella, haciéndole sentir el peso de una gran soledad. Para María, la tierra parecía vacía, pues faltaba Aquel que llena el universo con su presencia. Pero Ella esperaba con gran confianza la Resurrección, segura de que sucedería en breve, únicamente porque Jesús así se lo había revelado. ¡Aquel dolor profundo no consiguió debilitar su fe en nada!
Inesperada visita anterior a la Resurrección
En aquella noche sin igual, Nuestra Señora y San Juan alternaron largos períodos de oración personal con pequeños coloquios, durante los cuales el hijo, notando que los dolores de la Pasión aún invadían el Corazón de su Madre, buscaba algún medio de confortarla. En la primera ocasión en que Ella lo llamó por su nombre para que se acercara, el Discípulo Amado preguntó interiormente a su Ángel de la Guarda cómo podría él consolar a la propia Consoladora de los Afligidos… Sus ojos celestiales brillaban como nunca, pues Ella veía en el semblante del Apóstol cómo se verificaba la promesa de Jesús: «Ahí tienes a tu hijo». Y al sentir la mirada de María y oír que lo llamaba por su nombre, acudió a su memoria, como un relámpago, todo lo que había ocurrido durante el día.

Durante pequeños coloquios, San Juan buscaba algún medio de confortar a María. La Virgen María y San Juan Evangelista, detalle de La Transfiguración y Crucifixión, de Fra Angelico – Convento de San Marcos, Florencia
La Santísima Virgen deseaba aprovechar aquellos momentos de tierna intimidad para confirmar esta nueva unión iniciada con él a los pies de la Cruz, haciendo así que Juan fuera digno de custodiarla, por medio de una gracia especial de identificación con Ella. El discípulo, notando místicamente su intención, se dirigió a María formulando una oración:
—Señora Luminosa, Madre mía: aquello que los Ángeles pudieron contemplar a los pies del Divino Crucificado estaba ya reflejado en vuestras lágrimas, que, vertidas en la tierra, regaron el mundo en unión con la Sangre del Redentor. Aquello por lo que los Cielos clamaban y los profetas esperaban se concretizó en mi alma, junto a vuestra presencia serena, cuando mi Señor y Maestro decretó: «Ahí tienes a tu Madre». En aquel cielo negro y sombrío, una luz brilló ante mis ojos y, de las llagas de vuestro adorable Hijo, el Espíritu Santo vino hasta mí, para conducirme al amor y a la contemplación perfecta de vuestra persona.
Llenos de un profundo afecto recíproco, ambos pasaron algunos momentos recordando las gracias que habían recibido, en medio de un océano de aflicción, junto a la Cruz. Dándose cuenta de que el consuelo volvía al espíritu de su Madre y Señora, Juan se retiró para dejarla reposar.
Cuando María se quedó a solas, ya en su aposento, una intensa luz sobrenatural iluminó aquel recinto repentinamente, causándole una gran alegría. Cercada por aquel espectáculo, Ella vio el Alma santísima de su Hijo que, seguida de San José en cuerpo glorioso, venía a consolarla y a hacerla partícipe de una nueva etapa de la Redención: libertar a los justos que estaban en el Limbo, los cuales, con su visita, recibieron instantáneamente el don de la visión beatífica.1 ¡Cuánta luminosidad irradiaba el Alma divina de Jesús! ¡Y qué belleza refulgía en el cuerpo de su padre virginal, varón castísimo nunca manchado por el pecado!
Nuestro Señor le explicó que el Glorioso Patriarca, una vez que había sido el primer hombre que entró en el Cielo, en previsión de los méritos de la Pasión, convenía que lo acompañase al seno de Abrahán para libertar a los Santos de la Antigua Ley. Pero Jesús deseaba asociar también a su Madre a aquella visita histórica.
Así, Ella pudo contemplar místicamente la alegría de los justos cuando llegó su Hijo, así como el odio inmenso de los demonios al ver que Aquel a quien juzgaban derrotado destruía el poder de los infiernos y, por fin, rescataba las almas que, como consecuencia del pecado, habían estado esperando durante milenios la salvación.
Diligente Madre de Misericordia
En la última vigilia de la noche, algo parecido a un susurro despertó a San Juan, que se sintió impulsado a dirigirse cuidadosamente hasta la puerta de entrada de la casa. Las densas tinieblas de la madrugada aún cubrían aquella Jerusalén criminal, de la cual el Divino Maestro había dicho: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no has querido!» (Lc 13, 34). La ciudad deicida recibía como premio la Sangre de su Señor, y su infidelidad movía al Apóstol a desear salir por las plazas gritando como un profeta: «¡Recibirás la paga por tu pecado!».
Pero cuando volvió al cuarto donde había estado reposando, vio una Estrella que hendía la oscuridad. La Luz de Jerusalén —no la de esta tierra, sino la que baja del Cielo— resplandecía como un sol radiante, un cristal purísimo, un adorno de oro modelado por Dios, que esperaba el despuntar del día glorioso de la Resurrección.
Era María, su Madre, que estaba rezando. La Virgen deseaba ardientemente encontrarse con cada uno de los Apóstoles y discípulos de Jesús para envolverlos con su perdón, pero ninguno de ellos tenía valentía suficiente para desafiar las tinieblas de las calles de Jerusalén, impregnadas del pecado de deicidio, y tampoco para enfrentar la propia vergüenza por haber abandonado al Divino Maestro.
Ansiosa por reconquistar a aquellos que, a justo título, eran para Ella hijos, como San Juan, tomó la iniciativa de visitarlos místicamente para confortar sus corazones, vencidos por el miedo. Aquella noche, todos sintieron su presencia santísima, que les infundía un profundo arrepentimiento, gracias al cual recibieron el ánimo suficiente para no desaparecer en medio de aquella dramática situación en la que estaban; e igualmente los dejó preparados para buscar el perdón.

San Pedro llorando, óleo pintado por Giordano Luca Museo Nacional del Prado. Madrid, España
Amante eximia de la jerarquía, la Madre de Misericordia procuraba, con toda su preocupación maternal, encontrar sobre todo a quien Jesús había instituido como su Vicario y Jefe de la Iglesia naciente: Simón Pedro, que lloraba amargamente por haber negado tres veces al Maestro, después de haberse dejado dominar por el respeto humano.

La Santísima Virgen le contó diversos episodios de la infancia del Niño Jesús relacionados con la Pasión. María Santísima y San Juan Evangelista regresan del Calvario – Catedral de Viseu (Portugal)
Contemplando aquella Luz que resplandecía ante sus ojos, San Juan discernía la imagen perfecta del Hijo de Dios grabada en el Corazón de su Señora. Allí estaba el único Templo vivo y verdadero, junto a quien permanecía, perseverante, el hijo a quien Ella más amaba y cuya firme disposición consistía en velar junto a la Cruz que aún estaba levantada en el alma de María.
Al notar su presencia, la Santísima Virgen lo llamó nuevamente, pues, para mitigar las saudades que oprimían su Corazón materno, deseaba contarle diversos episodios de la infancia del Niño Jesús que simbolizaban o se relacionaban con los acontecimientos vividos durante la Pasión.
Rápidamente, las tinieblas comenzaron a disiparse, ahuyentadas por los albores del sábado, que no tardaría en rayar.
Tomado del libro María Santísima. El Paraíso de Dios revelado a los hombres, Tomo II, Capítulo 13; pp. 497-501