De la obligación de hacer el sacrificio de su propia persona a Dios, nuestro Creador y Redentor, ningún bautizado está exento.
P. Francisco Teixeira de Araújo, EP
“Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; éste es vuestro culto espiritual” (Rm 12, 1).
Ciertamente, muchos de nuestros lectores conocen esa recomendación de San Pablo, así como esta otra afirmación del príncipe de los Apóstoles: “sois un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa” (1 P 2, 9).
Ellas nos introducen en una sublime realidad de nuestra fe, todavía poco conocida: el sacerdocio común de los fieles.
Sacerdocio común y sacerdocio ministerial
A Cristo pertenece el único y eterno sacerdocio, del cual quiso hacer partícipes a los Apóstoles. Cuando se esparcieron por el mundo predicando el Evangelio, fundaron Iglesias locales y ordenaron presbíteros para cuidar de ellas.
Así nació y se desarrolló el sacerdocio ministerial, propio a los que reciben el sacramento del Orden y, con éste, la función de enseñar, gobernar y santificar a los fieles. Sólo el que ha recibido dicho sacramento en el grado de presbítero tiene el poder de renovar el Sacrificio del Calvario, de perdonar los pecados y de administrar la Unción de los Enfermos.
Tales prerrogativas, el Señor no las otorgó ni siquiera a los ángeles y, menos aún, las poseen los fieles laicos. Así lo enseña el Papa Pío XII al acentuar que el sacerdocio común de los fieles es diferente “esencialmente y no sólo en grado”,1 del sacerdocio ministerial o jerárquico.
Sin embargo, esa diferencia no implica una disputa o rivalidad. Al contrario, los dos sacerdocios, explica el Concilio Vaticano II, se ordenan el uno al otro, “pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo”.2
Todos somos víctimas y sacerdotes
Entonces, ¿cómo se ejerce ese sacerdocio común de los fieles?
Comentando el citado pasaje de la Epístola de San Pablo a los romanos, San Pedro Crisólogo explica que “el ser humano no ha de buscar fuera de sí a la víctima que debe ofrecer a Dios, sino que aporta consigo, en su misma persona, lo que va a sacrificar a Dios”. Somos, a imagen de Jesús, al mismo tiempo, víctimas y sacerdotes.
Y por eso proclama: “Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a ofreceros en sacrificio vivo, santo”.
“Sé, pues, oh hombre —insta el Crisólogo—, sacrificio y sacerdote para Dios; no pierdas lo que te ha sido dado por el poder del Señor. Revístete de la vestidura de la santidad, cíñete el cíngulo de la castidad; […] haz que arda continuamente el incienso aromático de tu oración; empuña la espada del Espíritu: haz de tu corazón un altar; y así, puesta en Dios tu confianza, lleva tu cuerpo al sacrificio”.3
Ese ofrecimiento de sí mismo, todos estamos llamados a hacerlo. Nadie puede realizar esa oblación en nuestro lugar, ni siquiera los ministros consagrados.
“Aquí estoy para hacer tu voluntad”
El primer paso de esa entrega consiste en cumplir los Mandamientos, conforme enseña el Autor sagrado: “Quien observa la ley multiplica las ofrendas, quien guarda los Mandamientos ofrece sacrificios de comunión. Quien devuelve un favor hace una ofrenda de flor de harina, quien da limosna ofrece sacrificios de alabanza. Apartarse del mal es complacer al Señor, un sacrificio de expiación es apartarse de la injusticia” (Eclo 35, 1-3).
En ese mismo sentido, el Concilio Vaticano II invita a cada bautizado a ejercer su santo sacerdocio “por medio de toda obra del hombre cristiano, […] en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante”;4 todos los que han sido incorporados a la Iglesia por el Bautismo “quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo, por la palabra juntamente con las obras”.5
Y en el ámbito familiar, “en esta especie de Iglesia doméstica, los padres deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe, mediante la palabra y el ejemplo, y deben fomentar la vocación propia de cada uno, pero con un cuidado especial la vocación sagrada”.6
Por consiguiente, el mejor medio de hacer efectivo en la vida cotidiana el sacerdocio común de los fieles es seguir el ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo que, ya desde el instante de su Encarnación, hizo al Padre el acto de entrega de toda su existencia, según las palabras del salmista: “Aquí estoy —como está escrito en mi libro— para hacer tu voluntad. Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en las entrañas” (Sal 39, 8-9). Ofrecimiento confirmado y hecho efectivo a lo largo de su vida terrena, hasta el momento supremo del “consummatum est” (Jn 19, 30).
El que se sienta impotente, que recurra al auxilio de la gracia
No extrañemos que sintamos falta de fuerzas para seguir las huellas del Señor. Él mismo sintió la fragilidad de la naturaleza humana hasta el punto de suplicar en el Huerto de los Olivos: “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz”.
Sin embargo, acto seguido añadió una corrección en la que revela su disposición de llevar al extremo el holocausto de sí mismo: “Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Mt 26, 39). Entonces el Padre le envió un ángel del Cielo para confortarlo (cf. Lc 22, 43).
Luego el que se sienta impotente por sí solo, que recurra al auxilio de la gracia. Que pida con humildad y confianza, por intercesión de Aquella que es el Refugio de los pecadores. Conseguirá fuerzas para efectuar la resolución de hacer siempre la voluntad de Dios en cada acto de la vida diaria.
Quien de esta manera haga el holocausto de su vida tendrá una existencia feliz en esta tierra, porque cumplió con su misión de bautizado, y sobre todo cuando suene la hora de la muerte, su ángel de la guarda intercederá por él ante la Virgen: “Excelsa Reina y Madre, por tu misericordia, este hijo tuyo ha combatido el buen combate, ha acabado la carrera, ha conservado la fe. Pide ahora a Nuestro Señor Jesucristo que lo reciba en su gloria” (cf. 2 Tm 4, 7-8).