No cualquier persona puede desempeñar el duro oficio de pescador de perlas. Las complexiones fuertes son capaces de soportar la presión del agua y las agresiones de los pulpos, para descender al fondo del océano y recoger allí la perla blanquísima que buscan. Pero los organismos débiles se sienten asfixiados en cuanto se adentran un poco más en las verdes aguas del océano, y se ven forzados a retroceder con las manos vacías, para respirar la brisa amena y regresar a la presión tenue lejos de las cuales son incapaces de vivir.
Es lo que ocurre, también, en el mundo espiritual. Hay ciertas almas capaces de descender a las profundidades de los más serios pensamientos, adonde van a buscar la perla inestimable de la verdad. Otras, sin embargo, se sienten asfixiadas en cuanto las ideas se vuelven un poco más densas, y retroceden inmediatamente, con las manos vacías, a esa banalidad estéril que es el único ambiente que logran soportar.
Sacrificio del alma que se purifica por la práctica de la virtud
El gran sentido de la vocación de esta generación que actualmente ha alcanzado la juventud es el sacrificio.
O esta generación afronta la dureza de su vocación con la generosidad del martirio, o bien será inevitablemente devorada por las tormentas que las generaciones anteriores han acumulado con sus errores, y que están a punto de precipitarse sobre el mundo contemporáneo.
Pero el sacrificio requerido no es el de sangre. No es la muerte lo que la gracia le impone al joven de hoy como peligro supremo que debe afrontar, sino su vida misma. Ya no es tiempo de que los creyentes atestigüen su fe mediante el testimonio sangriento del martirio. Lo que la Iglesia les pide hoy a sus fieles es el testimonio de una vida ejemplar y el sacrificio generoso de toda nuestra personalidad a la gran causa por la que es menester luchar.
Ese sacrificio es el sacrificio de los bienes temporales. Es el sacrificio del tiempo que se emplea en el apostolado, cuando podría utilizarse en perseguir el dinero. Es el sacrificio de actitudes que se adoptan para salvar almas, a costa de la reputación social, de las relaciones familiares o amistosas más queridas, de las simpatías más preciadas. Pero, sobre todo, ese sacrificio es el del alma que se purifica por la práctica de la virtud, que se inmola en el sufrimiento interior, que sube espontáneamente al altar de las pruebas espirituales más dolorosas, con aquella magnánima resolución con que los primeros cristianos caminaban hacia el martirio. Porque el mundo actual ha sido perdido por el pecado, y sólo puede ser rescatado por la virtud. Pues de nada vale la más útil de las obras de apostolado a los ojos de Dios cuando el apóstol lleva en su alma ese mismo espíritu del mundo, que combate con sus acciones.
El sacerdocio, la vocación por excelencia para el sacrificio
Esto es precisamente lo que el mundo no quiere entender, y a esta incomprensión atribuyo el pequeño número de vocaciones entre nosotros.
La vocación sacerdotal es, por excelencia, la vocación al sacrificio. En primer lugar, es toda la ambición humana lo que se sacrifica, mediante la humildad voluntariamente abrazada, y que es inseparable del estado sacerdotal.
En segundo lugar, la santidad es lo que se tiene en cuenta. Y quien dice santidad, dice el sacrificio completo de toda la felicidad que el mundo puede dar, a través de su sistemática adulación de los sentidos, a través de su loca exaltación de la concupiscencia y del orgullo de la vida.
Y en tercer lugar, el sacrificio supremo, en el que el sacerdote ya no inmola a la justicia de Dios sólo su propia persona, sino al propio Hijo de Dios, hecho hombre para rescatar los pecados del mundo.
Extraído de: O Legionário.
São Paulo. Año ix. N.º 173.
(9 jun, 1935); p. 5.