El servicio de Dios por encima de todo

Publicado el 01/23/2022

Doña Lucilia no permitía que su hijo arriesgase la vida por causa de una revolución política cualquiera. Pero prefería morir o verlo muerto si él no tomase las armas en una guerra en defensa de la Santa Iglesia.

En 1950, el Obispo de Jacarezinho se empeñó en que yo me lanzase como candidato a diputado federal por esa ciudad. Yo estaba llegando de Europa y tenía apenas quince o veinte días para hacer campaña electoral.

Alegría por una candidatura frustrada

Así, pasé repentinamente de París a las carreteras que unían varias ciudades del Norte de Paraná, en aquel tiempo las más polvorientas que se pueda imaginar, sin hablar de los sobresaltos e incomodidades de la campaña electoral.

Cuando me despedí de mi madre para ir a Paraná, así como también en el regreso a São Paulo, después de la campaña electoral, ella me trató, como de costumbre, con mucho afecto
y cariño, pareciéndome todo normal.

No presté mayor atención en sus reacciones, tratándola con la confianza sin límites que yo le tenía, habituado a la idea de que todo lo que ella hiciese era siempre lo mejor posible, estaba perfecto.

A propósito, casi puedo decir que solo prestaba atención en ella para admirarla, quererla e imitarla.

Cuando comenzaron a llegar los resultados de los escrutinios se constató que, aunque yo había recibido una buena votación para tan poco tiempo de campaña, no completaba el número suficiente de votos para mi elección.

Al recibir la noticia de que yo no había sido elegido, Doña Lucilia, con la serenidad y el timbre de voz al mismo tiempo grave y dulce que le eran característicos, me dijo:

– ¡Cómo me alegro de tu derrota!

Yo quedé espantado y le dije:

– Pero, mi bien, ¿por qué dice una cosa de esas? ¿No ve que yo podría ser diputado y prestar servicios a la Religión?

– Hijo mío, es verdad. Y si Dios así lo quisiese, yo también lo querría.

Pero me alegro de que Él no lo haya querido, porque por lo menos no te vas a Río y te quedas más cerca de mí.

– Pero, ¿no le gustaría tener un hijo elegido una vez más como diputado?

– La vida, hijo mío, no es eso. Por debajo del servicio de Dios, vivir es estar juntos, mirarse y quererse bien.

Ese es un concepto tan anti-moderno, como no conozco ningún otro. Noten que, si yo tuviese que vivir en Tokio para el servicio de Dios, ella habría concordado enteramente. Por lo tanto, no era una palabra vacía.

Morir por la Religión, sí; pero no por una revolucioncita

Cierta vez hubo una convocatoria de reservistas para una de nuestras revoluciones acá en Brasil, y ella quiso que yo me escabullese. Entonces, un tío mío, bromeando con ella, le dijo:

– Entonces, Lucilia, el día en que Brasil entre en guerra, ¿no podrá contar con ese soldado?

Ella respondió:

– No, ¡te engañas mucho! Si es para una guerra justa, yo preferiría morir o ver a mi hijo muerto, a constatar que él no tomó las armas, sobre todo en defensa de la Religión. Pero por causa de esa revolucioncita no quiero arriesgar la vida de mi hijo.

Mi tío, que era liberal hasta la raíz de los cabellos, quedó horrorizado con esa impostación de morir por la Religión.

Se despidieron, ella cerró la puerta y volvió a entrar en la casa con aquella calma recogida, poblada de sobrenatural.

Tomado de una conferencia del Dr. Plinio del 24/5/1969

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