El termómetro del verdadero fervor

Publicado el 09/29/2025

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El alma que tiene la resolución de cumplir su deber sin vacilación, aun cuando deba pasar por todas las dificultades y sufrimientos para realizarlo, es fervorosa. Aquellas que, no obstante, prefieren una vida suave, siendo estimadas por todos, teniendo pavor al dolor, son almas mediocres. La prueba del fervor es el coraje en el dolor.

Plinio Corrêa de Oliveira

¡El fervor! ¿Qué decir de él? Antes que nada, ¿Cómo describirlo? ¿En qué consiste? Muchas veces el mejor modo de describir algo es comenzar desvendando lo contrario. Eso da una idea más nítida de la realidad.  

Moisés recibiendo las Tablas de la Ley – Baptisterio en Florencia

Deseos de un alma sin fervor

Cuando una persona toma conocimiento de los Mandamientos de la Ley de Dios y de la Iglesia, y se convence con seriedad de que deben ser seguidos, pero forma una resolución tranquila, sin entusiasmo, esa persona no lamenta que sean muchos los preceptos a ser cumplidos, pero tampoco se alegra en nada.

Piensa: “Voy a guardar esta tabla, porque voy a observarla. La razón de esos Mandamientos es llevarme al Cielo, ¿no? Parece que allá es muy agradable, se ve a Dios. Además, se evita el Infierno, pues es desagradable y tiene sus consecuencias. ¡Dios parece un Ser muy extremista y radical!”

“Por ejemplo, yo estoy aquí tomando estas deliberaciones. No hay remedio: Él manda, entonces estoy obligado a obedecer. Debo cumplir los Mandamientos, pero no tengo entusiasmo. Si me muero ahora teniendo esa buena disposición de cumplirlos, ¿Qué hará Él? Ciertamente me recibirá con un afecto muy superior a mi afecto por Él. Yo ni siquiera comprendo cuál es esa eternidad de felicidad con la cual Él me inundará, porque solo le doy una parte de mí mismo. Pero no cuesta tanto. Yo la doy, así como también podría no darla.”

“Dios me cumulará de dones que van mucho más allá de mi expectativa. A propósito, Él declaró que hay cierta exageración en su retribución, cuando dijo: ‘Ego protector tuus sum et merces tua magna nimis’ –‘Yo mismo seré vuestra recompensa demasiadamente grande’ (Cf. Gn 15, 1)–. Demasiado es excesivo. Por lo tanto, hay un exceso dentro de eso.”

“Como Dios es perfecto, debe estar correcto; pero yo no comprendo ese exceso, porque en mí no hay ese deseo ni ese entusiasmo ni esa admiración por Él. Hay una coexistencia pacífica, sin entrar en guerra contra Él. Pero, sucede que, de esa simple resolución calma que yo tomo, Dios viene a mi encuentro y celebra eso como si yo estuviese dando una maravilla. Y si muero, es decir, si Dios me llama –¡ojalá no sea ya!– Él me llenará de bienes que me dejan aturdido.”

“Y, al mismo tiempo, el reverso de la medalla me deja sorprendido también. Al fin de cuentas, si alguien deja de ir a Misa un domingo porque está lloviendo, comete pecado. Por ejemplo, si una señora quiere quedarse en casa tocando piano porque la mañana está muy agradable, y la casa está acogedora y está lloviendo afuera, ¡pobrecita! Ella tiene esa debilidad; no va a la Misa. Todos los otros domingos de su vida, menos ese, ella fue… ¡Es pecado mortal! Dios tiene muchos excesos y toma eso como una cosa terrible. Si esa señora se muere enseguida, se va al fondo del Infierno. Por un motivo que no fue tan horrible.

“Además, eso que el Dr. Plinio está diciendo pasa en mi alma, pero yo no tengo el coraje de formularlo para mí mismo, porque, si lo hago, significa que lo explicité y, siendo así, consentí y ya pequé. Lo que resta en mi alma es aquello que no formulé, no lo dije de modo explícito por miedo a los excesos de Dios. En el borde de mis labios, la palabra se murió. Y en la orilla de mi explicitación, el pensamiento no afloró. El Dr. Plinio está haciendo como un cosquilleo dentro de mi alma y a medida que él habla, estoy sintiendo algo que concuerda con él.”

“A mí me gustaría un Dios más calmado… menos radical, que me premiara y me castigara menos, y se incomodara menos conmigo, así como yo no me incomodo mucho con Él; que me dejara vivir a gusto. En cierto momento, mi camino habría de encontrar el suyo y Él habría de encontrar mi alma limpia y con la intención de vivir en paz con Él. No se precipitaría para bendecirme ni nada. Únicamente me diría: ‘Ah, ¿eres tú? Tu lugar es allá…’ Yo encontraría un manojo de nubes destinado a mí, en el cual me sentaría y tocaría arpa por toda la eternidad. Nuestras cuentas estarían ajustadas.

Las almas “correctas” en el fondo son mediocres

Alguien dirá: “Dr. Plinio, ese estado de alma no existe. Una persona así cae directamente en pecado mortal, porque son tantas las tentaciones de la vida, que no aguanta.”

En nuestra época, eso es verdad. En el Reino de María no lo será, porque en la vida común de ese reino bendito venidero, las condiciones serán mucho menos tentadoras y la persona, pudiendo llevar una vida agradable, será mucho menos solicitada para el pecado.

Y ni siquiera es necesario subir tan alto. Basta pensar en la época en que yo era jovencito, en la cual la opinión pública era muy severa en cuanto a la pureza de las mujeres. Si una señora hiciera la menor concesión a ese respecto, si cometiera la menor falta contra la pureza, haciendo o recibiendo una llamada liviana, por ejemplo, eso circulaba en su medio social y ella quedaba mal vista, algo que contrariaba sus intereses.

Santuario del Sagrado Corazón de Jesús, en São Paulo, en los tiempos de infancia del Dr. Plinio

Por precaución y por egoísmo, ella era obligada a ser pura. Como resultado, la mujer se habituaba a la pureza. Se casaba ya sabiendo que el marido iba a ser adúltero. Pero también sabía que él no se separaría de ella, porque en aquel tiempo el divorcio no era común. Había separación, pero era rarísimo, porque quedaba muy mal para el marido. Entonces la mujer se aguantaba al esposo, pues sabía que él nunca le quitaría la condición de esposa ni el dinero necesario para vivir. El marido, por su parte, también se aguantaba a la mujer y sabía que ella nunca iba a avergonzarlo consiguiendo otra unión. Los dos continuaban la vida sin entusiasmo y sin odio, hasta que muriera el primero. Esa era la historia de un matrimonio.

Eran personas mediocres, tenidas como correctas. Quien viera a una señora de esas y dijese: “Aquí está una mujer liviana, impura, que falta a Misa los domingos, una mujer escéptica, que no tiene fe”, haría una calumnia evidente. Sin embargo, quien afirmase: “Aquí está un espíritu fervoroso”, diría una mentira aún más evidente.

Repulsa de Dios a las almas tibias

¿Qué dice Dios de ese género de almas? Según la óptica errada con respecto a los Mandamientos, esas personas no violaban ninguno. En realidad, yo no sabría cómo juzgar su situación, porque nunca les enseñaron; pero, de hecho, ellas violan el Primer Mandamiento, el cual manda: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu entendimiento, con toda tu alma…” No es únicamente aquella frase seca: “Amar a Dios sobre todas las cosas”. El texto es más explícito.

En síntesis, esas personas cumplían de hecho todos los Mandamientos, menos uno: el Primero. Y, por esa causa, la queja y el juicio de Nuestro Señor se exteriorizaba así: “Si tú fueses frío o caliente, yo te aceptaría, pero como eres tibio, comienzo a vomitarte de mi boca” (Cf. Ap 3, 15-16).

En el tiempo de mis abuelos, la medicina estaba muy atrasada en Brasil, aún más que en las naciones europeas de aquella época. Sin embargo, ella tenía ciertos recursos singulares de los cuales cogí algunos ecos. Cuando una persona comía algo dañado, por ejemplo, la solución era hacerla expeler la comida, bebiendo agua tibia en cantidad, porque justamente esta tiene un poder repulsivo, que hace con que el organismo rechace aquello que tomó. De esa forma, la materia infectada también salía. Eso comprueba cómo el término “tibio” fue usado desde la más alta antigüedad, siempre. Y ahí está el principio: “…como eres tibio, comienzo a vomitarte de mi boca”. En la propia organización del orden físico, Dios colocó un símbolo para ese tipo de almas. Ellas son “vomitivas”, “expulsivas”, son repulsivas.

Los culposamente débiles

En el camino de nuestra vocación, ¿habrá posibilidad de que alguien sea tibio? Voy a ser franco. La persona entra a nuestra vocación, en general, con una enorme ruptura con el mundo. Porque no hay uno solo de nosotros, a pesar de la enorme diferencia de edades, que no pertenezca a un medio social –alto, medio o bajo, poco importa– corroído o carcomido a fondo por la Revolución. Para entrar en la pradera bendita de la Contra-Revolución fue necesaria una ruptura profunda y, a veces, trágica.

La ruptura profunda y trágica, si es completa, trae paz. Si no lo es, deja una inquietud constante. Porque, si alguien se queda entre los límites entre el bien y el mal, con un pie en el bien y otro en el mal, de vez en cuando tiene que hacer un esfuerzo enorme para no caer en el mal. Y cuando lo hace, una que otra vez cae. Si no tuvo el coraje de romper por entero con aquello a lo cual estaba unida, no tendrá coraje de hacer siempre el esfuerzo heroico contra la tentación renaciente que ella misma alimentó. La persona es culposamente débil y, por ese mismo motivo, ella crea la tentación que, porque es débil, no tendrá el coraje de vencer. En suma, alguien en esa situación oscila.

Si, por el contrario, ¡da un paso de león, da un salto colosal y rompe con todo, cuando vuelve a su pasado, aúlla de odio, de rechazo! En lo íntimo de su alma ella aún execra aquello que dejó, pues ve con odio todo el mal que aquello le podía haber hecho o tal vez le hizo. ¡Y ella sigue la señal de Dios! ¡Qué cosa magnífica! Sin embargo, no debemos tener ilusiones a ese respecto. Las personas no entienden la vida del verdadero católico, menos aún la vida del verdadero religioso.

El fervor de la Santa de la Pequeña Vía

En una de nuestras sedes hay una fotografía muy bonita de una alameda de árboles. No es exuberante como el bosque de Fontainebleau, en absoluto, pero es una arboleda bonita, digna, bien ordenada y bien agradable de ver. En ella hay unas bancas de piedra, sin espaldar, dispuestas a ambos lados del camino, atrayentes para sentarse bajo aquella sombra visitada por rayos de sol. Es una vía recta y larga, cuyo fin no se ve. Me da la impresión de que es una alameda del convento de Lisieux, donde Santa Teresita del Niño Jesús escribió parte de la Historia de un alma.

Qué belleza pensar en Santa Teresita escribiendo su propia historia con su letrica pequeñita, vestida con aquel hábito carmelita, sentada bajo los rayos de sol de aquella arboleda y en cierto momento exclamar: “¡Cómo es dulce la vida religiosa!” Lo más curioso es que, de hecho, ella es dulce, solo ella tiene dulzuras. Y dulzuras que la vida de ahí afuera no tiene. Pero, si recordáramos cuánto Nuestra Señora le pidió a Santa Teresita y cuánto ella dio, ahí comprenderíamos la batalla dentro de la vida religiosa.

Santa Teresita recibió una invitación de la gracia para aceptar ser víctima expiatoria del amor misericordioso de Dios. Tomando en consideración que el amor misericordioso de Dios era tan poco comprendido y tan poco amado por los hombres, ella quiso ofrecer una reparación que consolase a Dios, ante todo, y que también tuviera como mérito expiar por las personas que no corresponden con fervor a las vocaciones que recibieron y a los pasos del amor de Dios en dirección a ellas.

Para obtener que Dios no castigase ese rechazo de su amor –porque tal actitud es un insulto a Dios– la Providencia Divina escogió una, o una cohorte de almas víctimas, que habrían de ofrecerse en la Tierra y, en atención a ellas, dio aún más dádivas para llamar a otras almas.

La fórmula de ese sacrificio era: nunca pedir nada y nunca negar nada a Dios, aceptar lo que suceda. Lo que Dios permitiera que le sucediera a Santa Teresita, ella consentía y no lo alteraba. Y así ella ofrecía uno, dos y hasta veinte sacrificios, a los cuales llamaba de “pequeños”, pues no eran heroicos como los de Santa María Egipciaca, una santa que vivió en Egipto y practicó tantos sacrificios, tan heroicos, que en el siglo pasado cesaron de imprimir su biografía porque horripilaba a las almas…

La Santa de la “Pequeña Vía” aceptaba todos los sacrificios permitidos por la Providencia. Cierto día, por ejemplo, una monja que la ayudaba a fijar una parte del hábito fue inhábil y metió un alfiler en su carne. Santa Teresita pasó el día entero con aquel alfiler clavado en sí misma, porque, habiéndolo Dios permitido, ella no lo iba a sacar. Así era la víctima por el amor misericordioso de Dios.

Otro día, imagino yo, ella estaba escribiendo su autobiografía y, en el momento en que tenía el espíritu más concentrado, de repente se presenta otra religiosa y le dice:

 –Oh, Hermana Teresa, como Ud. está escribiendo tan bien, le voy a robar un poquito de tiempo. ¿Podemos conversar? Estoy muy desolada y necesito consolarme un poco…

–¡Sí, claro! –respondía Santa Teresita.

La conversación duraba una hora… En cierto momento llegaba la hora de la refección –un magro almuerzo carmelita– y todas se dirigían al refectorio. El resto del día se desarrollaba según la regla. La Historia de un alma quedaba para el día siguiente. En todo hacía lo contrario de lo que querría, porque era el modo de ofrecer un sacrificio al amor misericordioso de Dios.

¡Y si solo fuera eso! Ella tenía tanto deseo de morir, que una noche tuvo un vómito e hizo uso de un pañuelo. Deseaba mucho saber si había expelido sangre –precursora de una hemoptisis y prenuncio de la muerte– pero, para ofrecer su sacrificio y mortificarse, no prendió la luz. Al día siguiente, cuando rayó la aurora, Santa Teresita se dio cuenta de que la muerte estaba próxima y, al fin, la iba a liberar. Era la tuberculosis que golpeaba a su puerta, y no había los mil recursos de cura que hoy existen.

Juicio Universal – Museo Catedralicio Diocesano de León

Poco después comienza la prueba contra la fe, la tentación terrible de los santos. Ella muere en una aridez tremenda, pero con esta frase muy característica de su estado de espíritu: “¡Yo creo, única y exclusivamente, porque quiero creer!” ¡Creía porque amaba! En el momento de morir, después de una agonía tremenda, tuvo un éxtasis y cayó muerta. Un perfume de violeta, inexplicable, comenzó a irradiarse de su cuerpo hacia todo el convento. Era la glorificación de aquella que había abierto la Pequeña Vía para las pequeñas almas. ¡Qué martirio! ¡Qué cosa tremenda!

¡La vida está llena de grandes sufrimientos! ¿Cómo enfrentarlos y estar a la altura de ellos cuando llegan? Son olas colosales que se abaten sobre todo el mundo. No hay nadie que no padezca sufrimientos muy grandes, dentro de la vida religiosa y fuera de ella. A veces más dentro que afuera; otras veces, más afuera que adentro.

¡La prueba del fervor es el coraje en el dolor! ¿Cómo, entonces, considerar el papel del sufrimiento? El alma que tiene la resolución de sufrir y está dispuesta a enfrentar cualquier cosa, sea como sea, en la peor dificultad y en la oscuridad, resuelta a llegar hasta el fin del dolor si fuere preciso; pero cumplir el deber sin vacilación, pensando que su vida está bien empleada, pues así debe ser y así lo quiere, ¡esa es un alma fervorosa!

Si el alma tiene pavor del dolor, prefiere la broma, quiere ser graciosa, divertida, estimada por todo mundo, llevar una vida suave, se asusta ante cualquier sufrimiento, ella puede tener un éxtasis –sería un falso éxtasis– delante de un crucifijo o de una imagen de Nuestra Señora hasta el punto de retorcerse, pero yo no lo tomo en serio, porque la prueba del fervor es el coraje en el dolor. Y cualquier piedad que no venga acompañada de coraje en el dolor es sinvergüencería. Nosotros tenemos que ver bien de frente y comprender lo siguiente: para eso, muchas veces no nos bastarán las resoluciones muy buenas tomadas en la vida común. Por ejemplo: “Yo quiero, oh Señora, Reina del Cielo y de la Tierra, en la hipótesis de los grandes dolores, sufrir todo. ¡Y desde ya me doy por entero!” ¡Excelente! Pero vendrán momentos en que el dolor es tal, que somos capaces de decir: “¡Madre mía, no pensé que el sufrimiento fuese tan grande y creo que voy a reventar, no voy a aguantar!”

¡El verdadero católico no se revienta! ¡Aguanta todo! Por una razón muy simple: cuando pide, él tiene siempre la gracia de Dios consigo. Es comprensible que las fuerzas naturales de un hombre no ofrezcan recursos para enfrentar eso. Pero, donde la naturaleza es débil, la gracia es fuerte. Si la persona reza, Nuestra Señora le dará una fuerza que no tiene, y en la hora de la lucha ella enfrentará la tentación.

La persona debe confiar en que su capacidad de sufrir va mucho más lejos que el tamaño de su personalidad. Es, más o menos, como un hombre que, para glorificar a Nuestra Señora, tiene que encontrar a un león en el camino y estrangularlo. Él ve sus manos y dice: “¡El león va a devorarlas y a mí también! ¡Yo no soy capaz de darle un pellizco, ni siquiera de sacudir su melena!, ¿y además tengo que estrangularlo?! ¡¿Yo?! ¡Nunca!” Ese es un apóstata fracasado.

Para el alma fervorosa, la cosa se pone de otra forma: “Si ese es mi deber y la dedicación a la Santa Iglesia Católica me lleva hasta allá, le diré a Nuestra Señora: ‘Dadme gracias para soportar y caminaré hasta allá!’ ‘Omnia possum in eo qui me confortat’, dice San Pablo. ‘Todo puedo en aquel que me da fuerzas’ (Flp 4, 13). La fuerza de Nuestro Señor, obtenida por las oraciones de Nuestra Señora –las cuales Él nunca rechaza–, me dará fuerza. ¡En la hora ‘X’ yo seré fuerte!” ¡Ese es el fervor!

Santa María Egipciaca – Museo Episcopal, Vic, España

Sacrificar muchas cosas pequeñas es algo inmenso a los ojos de Dios

Sin embargo, el fervor no es solo para las grandes ocasiones. No está preparado para recibir la gracia del fervor en las grandes ocasiones quien no lo tuviere en las pequeñas. Y para eso, es necesario estar habituado a hacer los sacrificios de la vida diaria con ese fervor.

Si, por ejemplo, debo realizar una cosa desagradable, aburrida, y no tengo ganas de hacerla, si es mi deber, lo hago y con élan1, ahí yo tengo fervor. O si puedo dejar un deber desagradable para cumplirlo de aquí a media hora, ¡voy a cumplirlo ya! Y no quedarme haciendo pereza vagabundamente, a los pies de un sacrificio que no tengo coraje de hacer; sea este grande o pequeño, poco importa. Hoy, en cualquier horario, debo hacer una llamada aburrida, y acabo de despertarme, ¡entonces voy a hacerla ahora! Voy a saltar encima de ese pequeño deber como delante de una fiera y diré: “Ven acá, teléfono, símbolo del progreso y siervo mío. ¡Mi primer combate será a través de ti!” Los sacrificios debo hacerlos enseguida. Pero, si tengo alguna cosa agradable para realizar, nunca preferirla: debo dejar pasar el primer ímpetu y la hago después.

Santa Teresita del Niño Jesús, poco tiempo antes de su muerte

Del mismo modo, si estoy muy deseoso de oír las repercusiones de apostolado de un militante de nuestro movimiento que acabó de llegar de viaje –el cual duró meses–, pienso en bajar enseguida las escaleras para hablar con él. De repente paro y me acuerdo de ofrecer a Nuestra Señora un sacrificio. Bajo despacio los escalones y a cada paso rezo una jaculatoria. ¿Para qué? ¿Para atormentarme? ¡No! Para conquistar un poco más del terreno de la Revolución maldita, gnóstica e igualitaria. Cuando llegue abajo, habré perdido un poco de las noticias, es verdad, pero habré ganado mucho terreno para Nuestra Señora, que sabrá qué hacer con ese ofrecimiento mío al bajar despacio la escalera. ¡Yo sé que en cada escalón mi ángel me acompaña sonriendo!

Yo pregunto: ¿habrá en el mundo una escalera más dulce de bajar? ¡Eso es fervor! Alguien dirá: “Pero, Dr. Plinio, ¡eso es una cosa tan pequeña! Yo respondo: “¡Hacer muchas cosas así de pequeñas es inmensísimo! ¡Y nosotros las debemos hacer!”

Hay, sin embargo, un punto sobre el cual deseo insistir y es el siguiente: si hay una cosa que al hombre le gusta hacer, es su propia voluntad. No obstante, en la vida que se lleva dentro de una orden religiosa hay algo particularmente bonito. El deber tantas veces nos apunta algo para hacer, pero nuestras apetencias van hacia otro lado. Y el día entero nos movemos, no por nuestro capricho, sino por la regla.

¿Qué hay de bonito en eso? Imaginen si una persona recibiera de Dios el siguiente privilegio: siempre que Dios quisiera de ella alguna cosa, apareciese un ángel y le revelara: “Dios quiere esto de ti.” ¡Sería algo admirable!

Ahora bien, lo propio del religioso es hacer siempre, en las grandes y en las pequeñas cosas, la voluntad del superior. Y cada vez que éste manda a hacer un servicio, se tiene la certeza de ser de los privilegiados a quien Dios se dirigió por la voz del superior. El común de los hombres cuántas veces tiene que quebrarse la cabeza para saber dónde está el designio de Dios. En la obediencia religiosa, la persona lo encuentra con paz y despreocupación.

Entonces, hay mil ocasiones para hacer sacrificios, ora pequeños, ora grandes, que aumentan el fervor. El auge del fervor es de aquel que, en el auge del tormento y del sufrimiento, en cierto momento dice: “Todo está terminado, consummatum est!

Martirio de San Pablo – Pinacoteca Vaticana

San Pablo, un alma fervorosa

Vean el lindo simbolismo del martirio de San Pablo. Él fue el Apóstol que más trabajó por la difusión del Evangelio. Antes de morir decapitado, declaró: “Combatí el buen combate, recorrí todo el camino que debería recorrer. Dadme, Señor, ahora, el premio de vuestra gloria” (Cf. 2 Tm 4, 7-8). Cuando el verdugo romano precipitó la espada contra él cortándole la cabeza, esta golpeó tres veces sobre el suelo, tal fue la violencia del golpe. En cada punto donde ella rodó, se abrió una fuente. ¡Ese es el sacrificio del hombre fervoroso!

En los grandes sacrificios de nuestra vida, tenemos la impresión de que algo nos fue decepado, ¡pero se abren fuentes a través de ellos!

El Dr. Plinio en 1985

(Extraído de conferencia del 16/2/1985)

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1) En francés: impulso.  

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Los Caballeros de la Virgen

“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos. Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas. Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.

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