Pocos logran ostentar títulos honoríficos en vida u obtenerlos antes de que su memoria se desvanezca. Santo Tomás de Aquino, sin embargo, recibió del magisterio eclesiástico y de los hombres más títulos de los que podría ambicionar cualquier noble, erudito o magnate.
Hna María Angélica Iamasaki, EP.
Cuando el joven aspirante Tomás de Aquino pronunció su principium —lección inaugural— en los convulsos días de 1256, nadie sospecharía que se encontraba ante aquel que los siglos futuros llamarían «Doctor de los doctores», «Príncipe de los teólogos», «Tabernáculo de la ciencia y de la sabiduría de Dios».1 En efecto, iniciar la carrera intelectual bajo el epíteto de buey mudo de Sicilia, no parecía ser el mejor punto de partida para convertirse en el «Doctor incomparable»…
Sin embargo, en este singular principium se hallaban en germen todas las maravillas que brotarían más tarde de su inteligencia suprema y de su corazón, «Discípulo privilegiado del Espíritu Santo», dejando entrever, a la manera de los primeros resplandores de la aurora, la fuerza y el calor del astro rey en el que se convertiría. No sin razón, por tanto, varios Papas lo alabaron como «Estrella de la mañana y luz de la Iglesia», «Gran lumbrera del mundo», «Luz de la ciencia», «Antorcha del mundo», «Guía y luz de los fieles».
De hecho, Tomás de Aquino fue una deslumbrante «Luz de la Iglesia» en aquellos tiempos turbulentos, en los que letrados, maestros, herejes y, no pocas veces, ignorantes se debatían en el seno de la cristiandad, olvidando —probablemente— el verdadero papel que sus posiciones les conferían: guiar el rebaño de Dios.
«Desde tus moradas…»
Dejando de lado las querellas entre seglares y mendicantes, que en ese momento calentaban los ánimos de la Universidad de París, el joven Tomás —de tan sólo 31 años— expone con preclara sabiduría la doctrina recibida de una celestial comunicación sobre el versículo 13 del salmo 103. «Desde tus moradas riegas los montes, y del fruto de tus obras se sacia la tierra»: Dios instituyó, en su providencia, que sus dones lleguen a los fieles a través de intermediarios.
Quizá sin saberlo, quizá tomando conciencia de su condición de magister en el seno de la Santa Iglesia, Santo Tomás presenta un modelo de philosophans theologus que aúna fe y razón, contemplación y ciencia: «Desde las alturas de la divina sabiduría son regadas las mentes de los doctos, representados por los montes, por cuyo ministerio la luz de la sabiduría divina se derrama hacia la mente de los que oyen».2
En virtud de esta disposición interior fue cuando Santo Tomás marcó la historia; y no simplemente por haber sido uno de los genios más grandes que aparecieron sobre la tierra. Consciente de la dignidad que su condición de doctor le exigía, supo ser el monte que es iluminado primero por los rayos del sol,3 estableciéndose en la Iglesia —por la eminencia de su vida y de su enseñanza— como «Piedra de toque de la fe», «Antorcha de la teología católica», «Primero de los sabios y deleite de los eruditos», «Milagro del mundo», «Abismo de la ciencia», «Perla del clero, fuente de los doctores y espejo sin mancha de la Universidad de París», «Oráculo divino», «Fiel intérprete de la voluntad divina», «Príncipe y padre de la Iglesia».
El fraile dominico
Más allá de todos estos títulos —que, sin duda, el humilde Tomás habría rechazado en vida— se encontraba el de hijo de Santo Domingo o, si se quiere, Domini cani. El ideal de su padre espiritual lo fascinó y, defendiendo obstinadamente el deseo de seguirlo, hizo del hábito de la Orden de Predicadores el trofeo de sus primeros enfrentamientos. Enseñó con su vida que la santidad es imitable por todos, pues no consiste en penitencias, en la ciencia o en los milagros, sino en el amor.
Fray Tomás, «Honor y gloria de los hermanos predicadores», el «Prudentissimus frater» y «Homo magnæ orationis», se convirtió en su orden en el «Resumen de todos los grandes espíritus», la «Regla, camino y ley de las costumbres», el «Tabernáculo de las virtudes» y el «Maestro común de todas las universidades». Rechazó categóricamente, a lo largo de su vida, todo tipo de cargos y dignidades eclesiásticas, prefiriendo su noble título de fraile mendicante incluso a la púrpura cardenalicia.
Atleta, terror y martillo
Por otra parte, los buenos frutos de sus predicaciones no sólo se deben a la novedad de su doctrina, sino al embebecimiento espiritual de este amante de la meditación, «colmado e imbuido de la luz del sol y del calor de la admiración por las cosas creadas».4 Intrépido, enérgico y pertinaz en la defensa de la verdad, fue un auténtico «Atleta de la fe ortodoxa» enseñando y escribiendo, máxime al valerse de lo que en la filosofía griega podría servir mejor al patrimonio de la Iglesia.
«La caridad encubre multitud de pecados, y en este sentido la ortodoxia encubre multitud de herejías»,5 pondera Chesterton, y Tomás de Aquino tuvo el mérito de ser el gran cristianizador de Aristóteles, «bautizando» su doctrina, explicando sus principios y corrigiendo los abusos de los que era objeto. Así, además de ser un «Escudo de la Iglesia militante», Santo Tomás fue —¡a justo título!— el «Arsenal de la Iglesia y de la teología», el «Terror de los herejes y el martillo de las herejías», el invencible «Doctor Ecclesiæ».
Para asombro de los averroístas, al explicar la divinidad y la completa humanidad de Cristo en el misterio de la Encarnación, volvió a traer a Dios a la tierra y, por tanto, de manera simbólica se le puede llamar «Santo Tomás del Creador».6 Ilustre «Cantor de la divinidad» y «Doctor eucarístico», el Aquinate brilla como el «Águila de las escuelas», la «Llave de las ciencias y de la ley», el «Oráculo del Concilio de Trento», el «Alfa de todas las criaturas», la «Lengua de todos los santos», la «Sede de la sabiduría».
Miembro de la corte celestial, la mayor gloria
No obstante, era justo que el «Ornamento del universo» se elevara a las alturas siderales y fuera admirado entre aquellos que incesantemente ven el rostro de Dios en el Cielo. Transidos de admiración —y por qué no— de estupefacción, los hombres vieron surgir del «buey» al maestro, y en el sabio —en un vuelo sin precedentes— contemplaron finalmente a un ángel… ¿Qué otro elogio cabría a un simple mortal, cuando está aureolado con la gloria de los espíritus celestiales?
¡Oh, Santo Tomás, «Ángel de la escuela», «Ángel de la teología», «Ángel exterminador de las herejías», «Querubín de los ángeles», en fin, sublime «Doctor Angélico»! ¡Intercede por nosotros y condúcenos a gozar contigo la perfecta bienaventuranza del Cielo, que una vez vislumbraste en esta tierra!
Notas
1Los títulos entrecomillados de este artículo, que no tengan otra referencia, forman parte de una recopilación de elogios hechos a Santo Tomás de Aquino a lo largo de los siglos por Papas, concilios, teólogos y universidades, reproducida por Charles-Anatole Joyau, OP, en su obra Saint Thomas d’Aquin, patron des écoles catholiques. Lyon: Emmanuel Vitte, 1895, pp. 380-381.
2SANTO TOMÁS DE AQUINO. Rigans montes, prœmium.
3Cf. Ídem, c.2.
4CHESTERTON, Gilbert Keith. Santo Tomás de Aquino. Biografia. São Paulo: LTr, 2003, p. 105.
5Ídem, p. 103.
6Ídem, p. 106.