El valor del sufrimiento aceptado por amor a Dios, y la majestad de la muerte, constituyen dos importantes verdades negadas por el mundo moderno, cuya meditación es necesaria para el progreso en la vida espiritual. Con respecto a ellas, el Dr. Plinio saca preciosas lecciones.
El día de los Fieles Difuntos representa muchísimo para nosotros. Ante todo, por ser la ocasión en la cual rezamos por las almas de todos los fieles fallecidos y que, por ventura, estén en el Purgatorio. Pero también es el día en que la Iglesia, con el tacto propio y absolutamente inconfundible de Ella, nos hace presente la realidad de la muerte.
“Acuérdate de que eres polvo…”
La Iglesia abre, por así decir, un precipicio debajo de nuestros pies y nos hace ver una multitud de almas en estado de pena, de sufrimiento, o sea, el infortunio de aquellos que al morir no fueron directamente al Cielo. Todo eso se nos hace presente.
Es bonito ver en la liturgia las frases de Job, las lamentaciones que recuerdan al hombre llevado hasta al borde de la locura y que penetra por las fauces de la muerte, enteramente aislado y con sus huesos deshaciéndose, su carne volviéndose polvo, un inmenso llanto inunda su alma separada del cuerpo y la desventura de aquella criatura pecadora, puesta en una atmósfera de punición, esperando la misericordia de Dios y la compasión de los vivos. ¡Eso hace mucho bien!

De vez en cuando debemos meditar sobre la muerte, para comprender qué hay de profundamente real en la advertencia del sacerdote el Miércoles de Ceniza: “Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te convertirás”1. Y eso nos hace dar una dimensión exacta a todas las cosas de esta vida.
En cualquier momento podemos ser juzgados por Dios
En este momento, todos nosotros podemos estar siendo movidos por deseos muy diferentes. Pero, ¿qué son ellos, cuando calculamos lo que somos? ¡Es algo tremendo! En el momento en que estoy hablando, es posible que un coágulo esté a una centésima de segundo para llegar a mi cerebro y que yo no acabe de pronunciar esta fase, y caiga muerto.
Si soy algo tan inconsistente que un coágulo salido de mi talón liquida todas mis aspiraciones, todos mis deseos, todos los movimientos que yo tenga en relación con las cosas de esta vida; tan débil que, en último análisis, sé que moriré, y al pasar por el cementerio veo mi destino allí fijo: es volverme polvo… Entonces soy llevado a considerar con equilibrio las cosas de esta Tierra.

Ponderen, por ejemplo, el modo horroroso por el cual se da la descomposición de nuestros cuerpos. En primer lugar, el cuerpo se comienza a pudrir y muy frecuentemente adquiere un estado de sebo o de gelatina. Mírense en el espejo, vean sus trazos definidos y piensen cómo será cuando todo eso tenga un carácter repugnante y gelatinoso…
Yo seré eso. Esta carne, estos huesos, cuyo impacto estoy sintiendo, quedarán reducidos a un esqueleto. Mucha gente pasará cerca y dirá: “¡Qué alivio!” Uno u otro lamentará: “¡Pobrecito!” Alguien se acordará de rezar por mí…
Pregunto: ¿no es buena esta meditación para refrigerar muchos ardores, crear muchos desapegos, humillar mucho orgullo y hacernos comprender que podemos caer de un momento a otro en el juicio del Dios vivo? ¿Quién de nosotros sabe si va a llegar a su casa hoy, si de aquí a una hora no estará siendo juzgado por Dios y en seguida quemado por las llamas del Purgatorio?
Cómo era el luto a comienzos del siglo XX
Ahora bien, sin esas incertezas la vida no tiene ninguna grandeza. Nada es bello, nada es atrayente, a no ser con un paño mortuorio de fondo. Porque sólo por el contraste con esa miseria fundamental comprendemos cómo es poco todo lo que queremos en esta Tierra, y la grandeza de otro destino que nos espera.

La civilización moderna tiene pavor al luto. Yo conocí el tiempo en que las viudas todavía usaban luto, vistiéndose de negro de alto a bajo, con un velo negro sobre la cabeza, más espeso atrás y más diáfano adelante. Y cuando iban a hacer visitas para agradecer los pésames, se presentaban con ese traje, levantando el velo para conversar y bajándolo nuevamente al salir.
También había un luto moderado. Se aliviaba el luto seis meses o un año después de la muerte, conforme el grado de parentesco de la persona fallecida: esposo, padre, madre, etc. Se usaba, entonces, el blanco junto con el negro, hasta que al cabo de uno o dos años, se suprimía completamente el luto.
Algunos dicen: “Eso es pura formalidad, a mí no me gusta eso.” En realidad, tales personas tienen pánico de la muerte y por esa razón tienen miedo hasta de los trajes de color negro. Es, por lo tanto, el miedo de morir que las hacen rechazar el luto.
Debemos ver la muerte con serenidad y con grandeza, inclusive en lo que ella tiene de aflictivo y de tremendo. Hay una miseria grandiosa en la muerte, que nos lleva a decir: el ser inteligente, capaz de morir y de pasar por una catástrofe tan enorme, tiene una capacidad tal de grandeza que, seguramente, otra vida y otro destino lo aguarda. Y en eso comprendemos, entonces, toda nuestra grandeza.
El papel del sufrimiento en la vida del hombre
Más aún, no es sólo la consideración de la muerte que hace bien, sino inclusive la visión del dolor. A veces me siento inclinado a hacer el papel de guía, llevando a algunos a un hospital de cáncer, a la Santa Casa, a hospitales donde hay gente que sufre de úlcera visible en la mano, en el rostro, para comprender cuál es el papel del sufrimiento en la vida, y cómo no se puede llevar una vida despreocupada de muñeca de porcelana, ignorando esas cosas, sin tener el coraje de verlas de frente.
Un día me gustaría hacer comentarios de algunos trechos del Libro de Job, que tienen algunas descripciones, de las más fastuosas, del dolor. Nunca vi tanta majestad en el dolor y fuera del dolor, como en el Libro de Job.

A mi entender, así como Nuestro Señor dijo que Salomón en toda su gloria no se vistió como un lirio del campo – sentencia admirable y enteramente verdadera –, creo que se puede afirmar que Luis XIV en todo su esplendor no tuvo la majestad de Job en medio de la ceniza. Las lamentaciones de Job son de las cosas más majestuosas que haya habido en la Tierra.
Así comprendemos la majestad de la tragedia que llega hasta los últimos límites, la grandeza que el hombre tiene conservándose sapiencialmente sereno delante de esa tragedia.
Reflejo de la majestad de Dios que pune
A propósito del día de los Fieles Difuntos, esa es la lección que la muerte y los muertos nos dan. Es una lección incomparable de profundidad, de fuerza de alma, de coraje, de grandeza.
Antiguamente había reportajes sobre la muerte hasta en periodicuchos ordinarios, en los que el redactor, cuando describía a alguien que había muerto, para hablar del momento de su fallecimiento, decía: “Por fin expiró y la majestad de la muerte revistió sus trazos.” Era una idea muy bonita. Hay una majestad de la muerte y, sobre todo, de ciertos muertos que reflejan la propia majestad de Dios que pune, del Altísimo en cuanto castiga; existe la majestad del trueno, del relámpago, del terremoto, de los cataclismos, que es necesario conocer y amar. Porque quien no conoce y no ama eso, no es capaz de ver a Dios entero, en su afabilidad, en su bondad sin fin y en la grandeza de su justicia también infinita. Todas esas son meditaciones útiles para hacer con respecto al día de los Difuntos.
Les propongo rezar por los fieles difuntos en los siguientes términos: desde que Nuestra Señora – detentora de todo el valor de nuestras oraciones – consienta en eso, que las oraciones de esta noche sean para las almas del Purgatorio más abandonadas, y por las cuales nadie reza; almas que tal vez tengan aún mil años de penas para cumplir, y no hay quien pida por ellas.

Pero con una condición: que ellas nos obtengan la comprensión, el amor y el entusiasmo por todas las sombras con las que la muerte enriquece la estética del universo y los panoramas verdaderos de la vida humana.
1) N. del T.: cfr. Gen. 3,19.
Revista Dr. Plinio, No. 188, noviembre de 2013, p. 22-25, Editora Retornarei Ltda., São Paulo. Extraído de conferencia del 2.11.1966.