Elegancia, distinción, delicadeza y superioridad

Publicado el 07/07/2022

María Antonieta, Reina de Francia, surgió como una estrella de la mañana, que en plena noche centellea y va llenando de vida, esplendor y alegría todos los ambientes. Era tan delicada, fina y hermosa, que su presencia comunicaba belleza a la corte. Ella realizó de un modo deslumbrante el papel social de la reina.

Plinio Corrêa de Oliveira

Vamos a comentar un trecho del historiador inglés Edmund Burke 1 , que considero como uno de los textos más impresionantes escritos sobre María Antonieta, y no sólo sobre ella sino respecto de la situación en general de Europa en el tiempo de la Revolución Francesa.

Ella despunta en el horizonte como una estrella

Hace ya dieciséis o diecisiete años que vi a la Reina de Francia, en Versalles, cuando era todavía Delfina. Sin duda, nunca había descendido a este mundo – que ella apenas parecía tocar – una visión más deleitable.

La primera nota que ella daba era de delicadeza. En términos diferentes, Burke dice que ella parecía un ente sobrehumano, insinuando que era más angélico que cualquier otra cosa, cuando afirma que parecía una persona como nunca igual había descendido a este mundo.

Noten cómo en la descripción el autor completa la idea de la delicadeza con la de levedad, al decir que apenas parecía tocar la tierra. Es decir, parecía más volar, como si tuviese alas invisibles, que tocar con los pies. Esa idea de delicadeza extrema él la presenta como siendo realmente deleitable.

La vi precisamente despuntar en el horizonte, adornando y animando la elevada esfera en la cual comenzaba a moverse, centellando como la estrella matutina, llena de vida, esplendor y alegría.

Él describe muy bien la misión de una reina que desea desempeñar su papel en la sociedad dando de la realeza, en su versión femenina, la visión que se debe tener. Entonces, despunta en el horizonte como una estrella, no aparece como el común de las personas que entran, sino que es tan luminosa, graciosa, elevada, que, al entrar, se tenía la impresión que era un astro que entraba.

Retrato de María Antonieta en su juventud, poco antes de partir a Francia

En esa ocasión, María Antonieta no era reina todavía. Casada con el príncipe heredero del trono francés y recién llegada de Austria, su tierra natal, estaba comenzando a vivir en Francia. Pues bien, con ese noviciado de tan mínimo contacto con Francia, he aquí que ella realiza de un modo deslumbrante el papel social de la reina.

Los verbos adornar y animar, utilizados por el autor, no fueron puestos al azar, sin reflexión. Adornar significa aumentar la belleza del ambiente en que está. Por tanto, su presencia hacía más bella a la más alta sociedad francesa. La sociedad que exactamente se destacaba de entre todas las cortes de Europa por su belleza, era adornada por la joven princesa austríaca. María Antonieta era tan delicada, tan fina, tan hermosa, que su presencia comunicaba belleza a la corte francesa.

Papel del rey y de la reina

Ultimo retrato oficial de María Antonieta, pintado en 1788 – Palacio de Versalles, Francia

Viene a propósito hacer una consideración muy interesante respecto al papel del verdadero rey. Es propio al rey mandar. ¿Lo es también a la reina? Sí, en ciertos términos.

El rey debe ser el más serio y el más vigoroso ornato de su reino. Necesita saber adornar, como lo hace el hombre, por la manifestación de la elevación de su espíritu, por sus cualidades morales e intelectuales, por la firmeza de su brazo en la dirección del timón del país, por su estatura aventajada y fuerte que hace ver en él a un varón dispuesto a todos los heroísmos, amoroso de la paz justa, pero también de la guerra justa.

A la reina caben estos atributos, sin embargo y más delicadamente, en su versión femenina. El adorno que la mujer debe traer es de otra naturaleza. Estamos viendo bien el adorno que María Antonieta traía consigo.

Animar es comunicar vida, despertar los espíritus, entusiasmarlos, llevarlos a admirar. Entonces, provocar admiración y entusiasmo es un don que la reina debe proporcionar a sus súbditos. Cuando se hace admirar, ella se está dando a sus súbditos y, al mismo tiempo, concediéndoles ocasión de practicar ese acto de virtud específico y magnífico que es la admiración.

Admiración que trae animación. En un ambiente donde todos admiran, hay deseos de comentar:

¡Qué belleza!

¡Qué magnífica!

¡Qué delicada!

Pero, ¡qué noble!

¡Qué majestuosa!

¡Qué imponente!

Esos y otros comentarios que circulan dan animación al ambiente.

Según esta concepción monárquica, el papel del rey y de la reina, cuando se elevan mucho, es de donación. Los revolucionarios, por el contrario, quieren ver en el rey que está muy elevado a un orgulloso.

Ahora bien, la idea antigua era que el rey y la reina deben saber hacerse admirar, tener cualidades que puedan mostrar para que sean analizadas. El pueblo francés analizaba intensamente a la reina, pero sus cualidades eran auténticas y por eso ella resistía al examen.

Vida, esplendor y alegría

Hubo un escritor francés que hizo la siguiente comparación entre Luis XIV, el Rey Sol, y Napoleón, el intruso, el ladrón de tronos: Luis XIV sabía discernir, reunir e inspirar a todos los hombres de genio – con genialidad, de gran capacidad intelectual, talentos artísticos, etc. – que encontraba en torno suyo. De manera que alrededor de él todo floreció. Napoleón, por el contrario, tenía un modo de ser que llevaba a todos los hombres a curvarse delante de él, y delante de esa multitud curvada decía: “Soy yo el que vale.”

El rey auténtico es aquel que se da de manera que todos sean algo y todo crezca en torno suyo. El tirano no; él hace con que todos se rebajen delante de sí, nadie sobresalga a no ser él.

La familia real en 1782 – Palacio de Versalles, Francia

María Antonieta conseguía esa autenticidad haciendo el mismo papel que la stella matutina cuando aparece todavía en plena noche. Es decir, sin esa estrella todo sería mucho más apagado, pero con ella centellando, todo se llena de vida, esplendor y alegría.

El esplendor es la fulguración de la luz. Se dice que una luz da fulgor cuando tiene una forma especial y más fascinante de brillo. Y, nota final, “llena de alegría”. Sin embargo, ¡qué alegría seria dentro de tanta elegancia, distinción, levedad y superioridad!

¡Cómo era necesario a una persona estar dominándose, ser señora de sí y saber lo que realizaba, a quién y cómo miraba, cómo saludaba, lo que hacía de las manos, de los pies, del tronco, cómo inclinaba la cabeza a la hora de saludar a alguien o de responder a un saludo! Todo esto constituye una especie de ascesis continua contra la cual lucha la pereza humana. El deseo de no prestar atención, de ir haciendo de cualquier forma, en vez de entrar en la sala casi en paso de minueto y recorrer el recinto con todo el esplendor, como una estrella cruza el horizonte, y no con la vulgaridad con que pasa por la calle un banal reflector de automóvil.

Entre hienas y serpientes, ella caminaba con confianza en la Providencia

María Antonieta camino a la guillotina – Museo de la Revolución Francesa, Vizille, Francia

¡Oh, qué revolución! ¡Y qué corazón necesitaría tener yo para contemplar sin emoción tal ascensión y tal caída!

Entonces, esa figura tan radiante que pasa de aquel extremo de elevación a la posición de una mujer, vestida como otra cualquiera y sentada en un banquillo de un coche sin respaldo, con las manos atadas atrás, un sombrero feo, todo aplastado, ya usado por otras personas, y dejando aparecer los restos del cabello que había sido cortado para no obstruir a la guillotina.

En la víspera de su ejecución, María Antonieta estuvo en su mazmorra, y un peluquero cortó su cabello, a fin de abrir camino a la guillotina. Podemos imaginar lo que significó para ella, que moriría al día siguiente, sentir el frío del acero de la tijera deslizarse sobre su nuca, trazando más o menos el itinerario de la lámina de la guillotina, siendo casi una especie de pequeña decapitación antes de la verdadera ejecución. ¡Una cosa terrible!

María Antonieta dejando la Conciergerie en dirección al lugar de su ejecución el 16 de octubre de 1793 – Museo Carnavalet, París, Francia

Sobre esa Reina posaban siglos de gloria, ligada a la Casa más noble con que su Casa, la de Austria, pudiese casarse, que era la de los Borbones. Reina de Francia, de la nación primogénita de la Iglesia, caminando entre fieras, hienas y serpientes para ser muerta, y caminando con confianza en la Providencia. Dios, permitiendo que ni siquiera esto le fuese ahorrado, le pidió este acto de Fe, de confianza. Y María Antonieta tuvo que confiar en que Dios tenía los ojos puestos sobre ella, la amaba y la guiaba hasta el lugar de la extrema inmolación.

Mirar hacia Dios, que había permitido que un peso tal cayese sobre ella, con tanta confianza y continuar el itinerario hacia la muerte, era a su modo, a mi entender, una forma de martirio.

No es una forma vergonzosa. Es comprensible que ella haya sentido esto como que una vergüenza. Pero si ella miró hacia Dios en lo más alto de su gloria y pensó en lo que dijo Nuestro Señor: no cae un pelo de cabello de nuestra cabeza y ni un pajarito de un árbol sin que Dios lo sepa, era imposible que esto sucediese con la Reina de Francia sin que el Creador tomara conocimiento. Dios conoce todo.

Podemos imaginar la placidez de la Reina y el acto de confianza que ella debe haber hecho en Él en ese momento: “Dios mío, todo me está sucediendo. ¡Vos permitís contra mí todo, pero yo confío en Vos!” ¡Cómo esto debe haber centelleado en el Cielo, más de lo que ella resplandecía cuando entraba en la sala de bailes de Versalles!

La era de la Caballería había pasado

No podía siquiera soñar cuando inspiraba no sólo la veneración, sino también un amor entusiasmado, distante y lleno de respeto, que alguna vez se vería obligada a llevar, escondido en su seno, el doloroso antídoto contra el oprobio.

Vemos cómo el autor habla una vez más de cómo el pueblo recibía esa distribución de belleza, de dignidad dadas con efusión. Era la generosidad suya que distribuía a todos la ocasión de conocerla y de alabar a Dios por haber creado una tal obra prima, exaltaban la Civilización Cristiana por haber modelado, a través de la corte de Austria y de la educación de María Teresa, esa perfección, alababan a Francia por haber llevado esa excelencia a este paroxismo difícil de imaginar. Se ve con qué entusiasmo ella llevaba a cabo la tarea de reina.

No podía imaginar que viviría para ver tales desgracias abatirse sobre ella en una nación de hombres valientes, en una nación de hombres honorables y caballeros.

Supuse que diez mil espadas habían saltado fuera de sus vainas solo para vengar una mirada que la amenazase de un insulto.

Así que si alguien hubiera fijado en ella una mirada que sólo la amenazara con un insulto – no es, pues, lanzar un insulto –, se habrían desenvainado diez mil espadas para acabar con ese desgraciado. Sin embargo, las circunstancias habían cambiado y el lucero del alba se había convertido en el símbolo del dolor.

Pero la era de la caballería había pasado.

El entibiamiento ya había comenzado a convertir a todos los hombres en viles ganadores de dinero, preocupados sólo por comer, beber, tener casas confortables donde recrearse, gastar mucho en placeres inmorales. La era de la caballería había pasado. Entonces, porque la Edad Media acababa de morir, esa infamia se realizaba.

La sucedió la de los sofistas, economistas y calculadores; y la gloria de Europa estaba extinta para siempre.

Aunque con mucho talento y tintas conservadoras, Burke era protestante y no tenía una visión católica de las cosas. Si tuviera esta visión, guardaría en lo más profundo de su alma una esperanza, una determinación: “Si muero, le estaré pidiendo a Dios que haga morir la Revolución y que la Contrarrevolución venza”.

Si vence la Contrarrevolución, la gloria de Europa no se extinguirá, sino que renacerá con mayor esplendor, como probablemente fue el caso de Lázaro. Si venciera la Revolución y no la aplastara la Contrarrevolución, estaríamos rodando hasta el fin del mundo más ignominioso; en ese caso sí, la gloria de Europa se habría extinguido. Pero el día en que Europa ya no tuviese más gloria, el día en que, sobre todo, la Santa Iglesia Católica haya dejado de hacer resplandecer su gloria, ¿seguirá mereciendo existir el mundo? La Santa Iglesia no puede morir. Antes de que ella muera, Dios matará al mundo.

Nada se compara con la gloria del Bautismo

Nunca, nunca más contemplaremos esa generosa lealtad con la categoría del sexo frágil…

Véase su énfasis: “Nunca, nunca más…” Es un protestante sin nuestras esperanzas. Él no sería capaz de creer en la promesa de Nuestra Señora de Fátima: “¡Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará!”, por la sencilla razón de que, siendo protestante, la creencia que tiene no le daría la fuerza suficiente para el acto de Fe.

Burke se refiere en este trecho a la “generosa lealtad con la categoría – es decir, la respetabilidad, la distinción – del sexo frágil”. Hoy, con esa maldita manía de no discriminar nada – es decir, todo se iguala, se nivela, se confunde, se arroja al desorden y al caos –, el sexo frágil no podría estar reducido a menos de lo que está. Con el permiso de hacer junto a un hombre el papel de esposa de otro hombre, el sexo femenino quedó reducido a no sé qué…

esa ufana sumisión…

Es una idea linda: ¡Una sumisión llena de ufanía! Esta es la sumisión que tenemos los católicos a la infalibilidad papal. No es posible llevar el sentido de la obediencia más allá de someterse a la infalibilidad papal. Pero esto, que es un acto de obediencia, es nuestra honra.

Tomen al rey más glorioso y poderoso del mundo, imaginen a María Antonieta en el apogeo de su gloria, esto no es nada comparado con la gloria del Bautismo, por el cual nos convertimos en hijos de Dios, de la Santa Iglesia y templos del Divino Espíritu Santo.

esa obediencia dignificada, esa subordinación del corazón, que mantuvo vivo, incluso en la misma servidumbre, el espíritu de una libertad enaltecida.

La servidumbre misma – no creo que él aluda a la esclavitud, sino que se refiere a la sumisión que los plebeyos prestaban a los nobles y éstos al rey – tenía el sentido de una libertad enaltecida, y no de una libertad reprimida por cadenas de humillación y encarcelamiento. Esta es la idea que se tenía en el Antiguo Régimen 2 , por tradición medieval que se remonta a la Santa Iglesia, del sentido de la obediencia y de la disciplina.

Hago un llamamiento a todas las madres de Francia”

Concluyo estos comentarios con un episodio, que es otro aspecto de la tortura sufrida por María Antonieta.

Luis XVI tuvo dos hijos de María Antonieta: un niño, que sería el futuro heredero al trono, y una niña. Este hijo y esta hija fueron transportados por la turba revolucionaria de Versalles a París, y encarcelados con el Rey, la Reina y una hermana del Rey, la Princesa Isabel, en la Torre del Templo.

El delfín Luis XVII era el heredero al trono francés

Una noche aparecieron unos revolucionarios diciendo que tenían órdenes de llevarse al hijo de María Antonieta. El niño dormía. Ella se opuso entrando en lucha contra ellos, que eran hombres muy fuertes. Imaginen a esta delicada princesa luchando contra esos chacales… Naturalmente, no pudo vencerlos, la inmovilizaron y se llevaron al niño, en medio de las lágrimas de la pobre madre.

El príncipe fue llevado a otra habitación de la Torre del Templo, y María Antonieta quería saber de él – como madre, era más que comprensible – cómo estaba de salud, si se alimentaba bien, y ellos no le daban respuesta. El más elemental sentimiento de compasión llevaría a responder. Si él no estuviese bien, podría haber una tentación de mentir y decir que estaba bien, para aquietar ese corazón materno.

Ella no volvió a ver a su hijo, y cuando el rey fue muerto, se hizo un proceso contra María Antonieta, quien también fue sentenciada a muerte. A lo largo de este proceso le hicieron las peores acusaciones.

Juicio de María Antonieta – Grabado realizado en 1794

Durante un juicio inicuo, trajeron a su hijo el delfín Luis XVII, a quien habían emborrachado, y lo indujeron a declarar contra su propia madre, acusándola de haberle hecho una lascivia. María Antonieta tuvo entonces este gesto sublime. Se levantó y dijo: “Hago un llamamiento a todas las madres de Francia para que digan aquí si creen en este testimonio”. La sala estaba llena de mujeres, todas ellas se pusieron de pie y aplaudieron a la Reina hasta el delirio. El presidente del tribunal – para llamar tribunal a esta conspiración de delincuentes – tocó la campana para obligar a las mujeres a callar, pero ellas aplaudieron con más entusiasmo, que era una forma de protestar contra todo eso. Él se indignó y ordenó que todas las mujeres fueran expulsadas del auditorio a punta de espada, porque se dio cuenta de que a partir de ese momento las mujeres allí presentes aplaudirían todo lo que dijera María Antonieta, desmintiendo la tesis de que era el pueblo quien había hecho la Revolución.

Ejecución de María Antonieta – Museo de la Revolución Francesa, Vizille, Francia

María Antonieta volvió a su lugar como acusada, y al cabo de un rato el presidente del tribunal dio por terminado el debate y dijo: “Ahora los jueces dictarán sentencia sobre esta rea”. María Antonieta, en silencio, escuchaba a cada uno pronunciar la sentencia. Fue condenada a muerte por unanimidad de votos.

Todos salieron de la sala, por supuesto, sin mirarla. ¿Qué habrá pensado ella en esos momentos? Nadie sabe. Tiempo después, la sentencia fue ejecutada.

Extraído de conferencia del 19/8/1994

Notas

1) BURKE, Edmund. Reflections on the Revolution in France, in Two Classics of the French Revolution. New York: Anchor Books-Doubleday. 1989, p. 89.

2) El Antiguo Régimen, en francés Ancien Régime, fue un sistema social y político aristocrático en vigor en Francia entre los siglos XVI y XVIII, extinguida en 1789, con la Revolución Francesa.

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