
Un encuentro es siempre un hecho interesante en la vida de todo hombre. Cuando una persona encuentra a alguien que va a marcar su vida para bien o para mal, ese episodio se reviste de una especie de solemnidad
Plinio Corrêa de Oliveira
Aunque las apariencias no sean así, y ambos se encuentren en un autobús o en un metro, ese momento tiene una solemnidad especial en el libro de la vida.
Por ejemplo, podemos imaginar a Nuestra Señora con Nuestro Señor camino al Calvario, ¡que encuentro! ¡El más alto de la Historia!
En el día de Navidad se dio el primer e inefable encuentro. Otro fue en el Templo. ¡Qué lágrimas y alegría! Al comenzar la vida pública de Jesús, Él estuvo viajando continuamente y ciertamente se encontró con Ella varias veces. Cada vez, el amor entre los dos era mayor. Por lo tanto, cada encuentro implicaba un elemento de sorpresa: “Pero ¡cómo mi Madre está maravillosa!”
Estos encuentros, con los matices que iban tomando, siempre fueron magníficos. Desde el primero en el que Ella lo vio como el Unigénito de Dios, pero Primogénito en relación con toda la humanidad, sobre quien pendían todas las gracias, honras, todo el poder de la primogenitura; hasta el momento en que salió de sus brazos para la vida pública, teniendo la fuerza y la madurez del hombre, pero conservando el frescor de la juventud, y que comenzaría a desplegar sus gracias, sus atracciones, sus perfecciones para el mundo entero.
No retrocede en las grandes decisiones de la vida
Después de la última despedida, Ella que lo acompaña hasta la puerta de la casa y Él sigue su camino con paso decidido, volviéndose o no hacia atrás para verla; imaginen cómo quieran, porque ahí la lógica no expresa nada, es el sentimiento que habla. Sin embargo, en lo más profundo de mi alma me hubiera gustado más que no se haya vuelto. Nuestro Señor era impecable y perfecto, ni siquiera podía tener una imperfección, y me parece que para nosotros sería mayor ejemplo si Él no se volviera ni siquiera hacia Ella, porque el hombre no se vuelve atrás en las grandes decisiones que ha tomado en su vida.
La mujer de Lot se convirtió en sal; los judíos que tuvieron nostalgias de las cebollas de Egipto son de la familia de almas de aquellos que retroceden. Sin embargo, un hijo de Nuestra Señora nunca retrocede; ¡siempre avanza! Aunque dejando atrás la intimidad de treinta años con la Santísima Virgen, Jesús sabe que, continuando hacia la realización de los designios de Dios, la encontrará esperándolo. ¡Entonces, para verla, lo mejor es mirar hacia adelante!
Alegrías y tristezas durante la vida pública de Nuestro Señor
En los encuentros que tuvo durante el primer año de la vida pública de Nuestro Señor, María Santísima veía cómo florecía su apostolado, su atracción, el encanto que irradiaba su Persona, y notaba que reunía a su alrededor discípulos en el esplendor del primer fervor, y los amaba, previendo ya todo el bien que harían en el futuro al mundo entero que irían a evangelizar.
Podemos imaginar las alegrías de Ella y de Él. Ya en el segundo año, una sombra de tristeza se difunde sobre el espíritu de Él.
En medio de aquella fuerza, lozanía y varonilidad algo comienza a ser herido, a sangrar. Son las intrigas que comienzan, las almas que lo rechazan y le hacen sufrir. Las aprensiones por el mañana añaden un lumen de color profundo, el de la preocupación, la tristeza y el dolor, a la clara y espléndida luminosidad de la inocencia, añadiendo un lumen al otro.
Ella se da cuenta de que Él ha cambiado y piensa: “¡La Cruz comenzó! En algún lugar del mundo pueden estar ya talando el árbol entre todos bendito, pero causa de dolor, en el que Él será crucificado. Los hombres que lo van a crucificar ya están comenzando a fermentar su cólera.
Los rechazos que sufre ya están empezando a acumular el número de sus enemigos. ¡El próximo año, cuando lo vea, estará muy cerca de la Cruz!”
En cierto momento, Ella lo encuentra el Jueves Santo. Sin duda, la primera persona a la que, transubstanciado el pan y el vino, Él dará la Comunión será su Santísima Madre. Se puede decir que su intención principal en ese día sería comunicarse con Ella de esta manera.
Ella sabe que la misa es como una anticipación del sacrificio que Él ofrecerá. Ella comulga y, como en el tiempo feliz de la Encarnación, Jesús comienza a habitar en Ella con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, pero ya con todas las perfecciones de su existencia terrenal.
Por odio al mal Ella acepta todos los sufrimientos de su Divino Hijo.
Ella se entera de que la Pasión ya comenzó y puede, finalmente, encontrarlo cargando la Cruz en la Vía Dolorosa. Es el amor más incondicional y absoluto, entre madre e hijo, que haya habido en la tierra. Ella es la perfección en el papel de madre que encuentra la perfección en el papel de hijo; más allá de todo lo sobrenatural añade a estas disposiciones dos naturalezas incontaminadas por el pecado original, por lo tanto, perfectísimas.
Consideremos lo patético de este encuentro y lo mucho que sufrió Ella al contemplarlo en ese estado, así como el sufrimiento de Él al verla sufrir así. ¿Qué palabras habrán intercambiado en ese momento? Palabras de amor, es claro; sin embargo, añado sin dudarlo: palabras de odio también. Porque las cosas llegaron a ese estado porque Él quería sufrir aquello por odio al pecado y al demonio, para evitar que muchos hombres se perdieran, y para abrir las puertas del Cielo, aunque muchos no cruzaran su umbral. Por odio al mal, por lo tanto, se dijeron:
— ¡Vale la pena, madre mía!
— Sí, Hijo mío, continuemos nuestra obra de destrucción. Destruyamos la destrucción y matemos la muerte. ¡Vale la pena!
Tal vez tuvieron conocimiento, en un instante, de todos los pecados que serían cometidos hasta el fin del mundo, y en ese momento odiaron todos los pecados. Así también supieron de todos los pecados que iban a evitar a través de ese sacrificio, y amaron todos los actos de virtud practicados como resultado de ese sacrificio; y hayan querido exactamente esto: que el mal salga pisoteado, derrotado, y Dios Nuestro Señor termine glorioso y victorioso.
(Extraído de conferencia del 5/7/1980)