Enseñanzas de la Navidad

Publicado el 12/19/2024

Editorial

Considerando los hechos dentro de una vasta perspectiva histórica, la Santa Navidad fue el primer día de vida de la Civilización Cristiana. Vida aún germinativa e incipiente, como las primeras claridades del sol que nace, pero una vida que ya contenía en sí todos los elementos incomparablemente ricos de la espléndida madurez a que se destinaba.

En efecto, si consideramos que todas las riquezas de la Civilización Cristiana están contenidas en Nuestro Señor Jesucristo como en su fuente única, infinitamente perfecta, y que la luz que comenzó a brillar en Belén prolongaría cada vez más sus claridades hasta extenderse sobre el mundo entero, transformando mentalidades, aboliendo e instituyendo costumbres, infundiendo espíritu nuevo en todas las culturas, uniendo y elevando a un nivel superior todas las civilizaciones, se puede decir que el primer día de Cristo en la tierra fue, desde luego, el principio de una era histórica.

No hay ser humano más débil que un niño, habitación más pobre que una gruta, cuna más rudimentaria que un pesebre. Sin embargo, ese Niño, en aquella gruta, en aquel pesebre, habría de transformar el curso de la Historia.

¡Y que transformación! Se trataba de conducir a la fe un mundo corrompido por las supersticiones, por el sincretismo religioso y por el escepticismo; de llamar a la justicia a una humanidad apegada a todas las iniquidades; de invitar al desprendimiento a quien adoraba el placer en todas sus formas; de atraer a la pureza a un mundo donde todas las depravaciones eran conocidas, practicadas, aprobadas. Tarea por cierto inviable, pero que el Divino Niño comenzó a realizar desde su primer momento en esta tierra, y que ni la fuerza del odio judaico, del dominio romano o de las pasiones humanas podría contener.

Dos mil años después del nacimiento de Cristo parecemos haber vuelto al punto inicial. La adoración del dinero, la exasperación del gusto de los placeres, el dominio despótico de la fuerza bruta, las supersticiones, el sincretismo religioso, o escepticismo, en fin, el neopaganismo en todos sus aspectos, invadieron nuevamente la tierra.

En su realidad plena y global, la Civilización Cristiana dejó de existir; y de la gran luz sobrenatural que comenzó a brillar en Belén, muy pocos rayos brillan aún sobre las leyes, costumbres, instituciones y cultura de nuestro siglo.

¿La acción de Jesucristo habría perdido algo de su eficacia? Evidentemente no. Si la causa no está ni puede estar en Él, sin duda está en los hombres.

Al venir a un mundo profundamente corrompido, Nuestro Señor y la Iglesia naciente encontraron almas que se abrieron a la predicación evangélica. Hoy, ésta se disemina por toda la tierra, pero crece asustadoramente el número de los que rechazan con obstinación el oír la palabra de Dios y están, por las ideas que profesan y las costumbres que practican, precisamente en el polo opuesto a la Iglesia.

Solo en esto está la causa de la ruina de la Civilización Cristiana, pues si el hombre no quiere ser católico ¿cómo puede ser cristiana la civilización nacida de sus manos?

Sorprende que tantos pregunten sobre la causa de la crisis titánica en que se debate el mundo. Bastaría que la humanidad cumpliese la Ley de Dios para, ipso facto, cesar la crisis. El problema, pues, está en nuestro libre albedrío, en nuestra inteligencia cerrada a la verdad, en nuestra voluntad que, solicitada por las pasiones, se obstina contra el bien.

La reforma del hombre es esencial e indispensable. Esta es la gran verdad a ser meditada en la Navidad. No basta que nos inclinemos ante el Niño Jesús al son de himnos litúrgicos. Es necesario que cuidemos, cada uno, de la propia reforma e de la reforma del prójimo, para que la crisis contemporánea tenga solución y, la luz que brilla en el pesebre reivindique campo libre para su irradiación en todo el mundo.

Pero ¿cómo conseguir esto? Nuestra victoria depende esencialmente y antes que nada de Nuestro Señor Jesucristo. Riquezas, medios de comunicación, organizaciones, todo eso es excelente y tenemos obligación de utilizarlo para la dilatación del Reino de Dios. Pero nada de eso es indispensable. Si, sin culpa nuestra, la Causa Católica no contara con esos recursos, el Divino Salvador haría lo necesario para que podamos vencer sin ellos. El ejemplo nos es dado por los primeros siglos de la Iglesia. ¿Acaso ésta no venció, a despecho de haberse coligado contra ella todas las fuerzas de la tierra?

Confianza en Nuestro Señor Jesucristo, he aquí otra lección preciosa que nos da la Santa Navidad.

Recojamos aún una enseñanza más, suave como un panal de miel.

Sí, pecamos… Son inmensas las dificultades con que tropezamos para volver atrás, para subir. Nuestros crímenes e infidelidades atraerán sobre nosotros la cólera de Dios. Pero, junto al pesebre, tenemos a la Medianera dulcísima que no es juez sino abogada, y tiene con relación a nosotros toda la compasión, ternura e indulgencia de la más perfecta de las madres.

Con la mirada puesta en María, unidos a ella, por medio de ella, pidamos en esta Navidad la gracia única que realmente interesa: el Reino de Dios en nosotros y a nuestro alrededor. Todo el resto nos será dado por añadidura. 

 

*Cfr. “Catolicismo” n. 24, diciembre de 1952

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