Envidia, caridad y devoción a María

Publicado el 01/20/2021

Como último favor, el joven campesino le solicitó a su soberano un consejo y éste, mirándole fijamente a los ojos, le contestó: “La caridad es paciente, es benigna…”. ¡Se trataba de un verdadero programa de vida!

Fauguin

En medio de los apacibles prados que rodeaban un simpático pueblo francés se divisaba una gran extensión de tierras cultivadas, hasta el punto de perderse en el horizonte. Justo en el centro, se podía ver dos rústicas casas, sólidas y señoriales, aunque un poco deterioradas por el paso de los años.

En ellas vivían las familias Janiot y Lemaitre, cuyos hijos, Bernardo, Jean Paul, Michelle, Louis y Pierre, ayudaban mucho a sus padres en las labores del campo.

Durante la primavera la amplia campiña quedada toda teñida con el delicado morado azulado de las lavandas cultivadas en la región.

Nuestra historia, no obstante, transcurre a finales del invierno europeo. En esos días un blanquísimo manto cubría los campos, donde los niños jugaban inocentemente haciendo figuras con la nieve.

Al atardecer todos se recogían en el hogar de la familia Janiot.

Allí les estaba esperando una generosa merienda, con galletas, quesos, mantequilla fresca, panes caseros y toda clase de infusiones. 

Pero la señora Janiot, una mujer muy piadosa y recta, no admitía que los pequeños comenzaran a servirse sin que se hiciera previamente una breve meditación y leyeran juntos algún pasaje de las Escrituras.

Después de comer, encendía una vela en honor de la Madre de Dios y todos se reunían para rezar el Rosario ante una antiquísima imagen de la Virgen, que no tenía ninguna advocación concreta, pero sí una historia muy singular.

Así transcurría en el invierno la vida pacata de los niños, llena de cándida alegría. Sin embargo, el gusano de la envidia empezaba a corroer sutilmente el alma inocente de Bernardo Beaumont, de la misma forma como la lepra se apodera de sus víctimas.

Le molestaba ver que, siendo él el mayor, Jean Paul e incluso el pequeñín Pierre demostraran más habilidad haciendo muñecos de nieve y más agilidad en los juegos.

Aunque no manifestara nada exteriormente, el rencor se acumulaba en su espíritu.

Cierto día, la armónica convivencia entre los niños se rompió violentamente. Bernardo acusó a Jean Paul de haber actuado con deslealtad y se echó con furia sobre él. Entonces empezó una pelea entre los chiquillos, hasta el punto de intercambiarse puñetazos y patadas.

A la llamada de la señora Janiot, se interrumpieron las disputas.

No obstante, al regresar a casa, todos, especialmente Bernardo, sentían un profundo peso de conciencia. Les parecía que llevaban en su alma una carga repleta de amor propio, de egoísmo, de falta de amor a Dios y, por tanto, de caridad para con el prójimo.

Cuando entraron en el salón, la buena mujer ya se encontraba lista para comenzar la oración diaria.

Compenetrada y recogida como estaba, no percibió que los niños no se miraban ni se dirigían la palabra. Pero, como por inspiración angélica, sin saber lo que había pasado entre ellos decidió contarles la historia de la imagen ante la cual rezaban siempre.

“Hace más de cinco siglos, en una noche muy fría de invierno, pasaba por los alrededores de nuestro pueblo, casi de incógnito, el muy venerable rey San Luis IX. Volvía de una victoriosa campaña contra los enemigos del reino.

“Estaba exhausto de cabalgar tanto: no un día, sino meses. De pronto, en medio de la niebla y la oscuridad distinguió la figura de una persona.

Era un pobre campesino que aguardaba la llegada de su señor para rendirle homenaje. 

Quería regalarle como obsequio una bonita caja de madera, tallada por sus propias manos.

“Al verlo acercarse, le preguntó el rey:
“—Joven, ¿qué haces aquí de madrugada con este frío?
“—Espero por mi señor —le respondió.

“Y, entregándole su regalo, continuó diciendo:

“—Cuando supe que Vuestra Majestad pasaría cerca de nuestra humilde aldea, me sentí movido a rendiros un sencillo acto de vasallaje y me serví de mis parcas habilidades para agradeceros, a través de esta cajita, lo que por Francia hicisteis, hacéis y, con la gracia de Dios, aún haréis.

“El santo rey oyó con bondadosa emoción las palabras del plebeyo y cuando concluyó le ordenó a uno de sus escuderos que le trajera una piadosa imagen de la Virgen, envuelta entre preciosos tejidos. Con un gesto elegante y paternal, se la dio al embelesado campesino, que la recibió con extrema admiración.

“Como último favor, el joven le solicitó a su soberano un consejo y éste, mirándole fijamente a los ojos, le contestó repitiendo despacio un fragmento de la Sagrada Escritura: ‘La caridad es paciente, es benigna; la caridad no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecorosa ni Negoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; […] Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta’ (1 Cor 13, 4-5.7).

“Dirigiéndose una vez más al dedicado campesino, le dijo:

“—Ahí tienes, hijo mío, más que un consejo: ¡un programa de vida! Síguelo y conservarás tu inocencia. Sé que, por el favor de la Santísima Virgen, te han de ser añadidas otras muchas virtudes. Tendrás una descendencia abundante y muy piadosa, le doy gracias a la Reina del Cielo y de la tierra por haberte puesto al alcance de
mi afecto. En su nombre te bendigo”.

—Pues bien, hijos míos —concluyó la Sra. Janiot—, ese campesino fue uno de nuestros antepasados.

Él nos legó esta linda imagen que bien podría llamarse Nuestra Señora de la Caridad.

Al concluir con tan inspiradas palabras notó un ambiente de mucha bendición. Fijándose en la fisonomía de los niños, vio que algunos lloraban.

Sin decir nada, el joven Bernardo se dirigió a la imagen de la Reina del Cielo, se arrodilló y, en silenciosa oración, le pidió perdón por los errores que había cometido. Los demás niños también se arrodillaron, para rezar juntos el Santo Rosario con redoblada devoción. Al final, una canción de alabanza a la Madre de Dios brotó al unísono de todos los corazones.

Con el ambiente transformado por el valor de aquellas contritas plegarias, sin duda acompañadas desde el Cielo por los ángeles, el pequeño Bernardo fue al encuentro de sus amiguitos y hermanos y, con sincera humildad, les pidió perdón. Libre de la envidia que le corroía el alma, le agradeció a su madre la formativa historia que les había contado y, con la conciencia tranquila, invitó alegremente a todos a la sabrosa
merienda

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Los Caballeros de la Virgen

“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos. Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas. Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.

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