Esplendor y decadencia retratados en un álbum

Publicado el 08/20/2024

Una de las ilustraciones representa a Bécassine en un banquete en el país vasco.

El papel del pueblo, pulmón de la sociedad

El país vasco es bien diferente de la Bretaña. Enclavado en los Pirineos, es la parte francesa de la antigua Navarra, que quedaba en las dos laderas de esa cordillera; cortada por las montañas, una parte se incorporó –o fue incorporada– a España y la otra a Francia.

Hasta hoy el regionalismo en Europa es tan vivo que hay separatistas en España y en Francia, vascos y navarros, que querrían separarse de sus respectivos países, para constituir un país independiente.

Me acuerdo de que, afeitándome en mi cuarto en el Hotel Regina, miré al barbero y me pareció que no era un francés clásico. Le pregunté, entonces, de donde era. Él respondió: —Je suis basque, monsieur! (¡Yo soy vasco, señor!) Le dije para ver su reacción: —Donc, français! (¡Por lo tanto, francés!) Él retrucó: —Pas du tout français! (¡De ninguna manera francés!) ¡Yo soy vasco y separatista!

Es una figura de una comida de una minúscula burguesía tendiente para la plebe. Esas familias están divididas entre trabajadores manuales y otros que no lo son, y están sentados en bancos improvisados a lo largo de mesas enormes, servidas por mozos. Es interesante la jovialidad y la individualidad popular.

Pinchon, insisto en decir, es fenomenal. Presenta a cada uno con una personalidad propia, que se ve hasta de espaldas. Por ejemplo, el aspecto imponente de uno que domina la situación, golpea la mesa, manda que callarse, le reclama a otro que coma más rápido, le saca el plato a otro… Es una especie de director de tránsito del almuerzo, complicado por causa del exceso de vitalidad de los asistentes.

Uno de los personajes, a juzgar por el gorro, es el cocinero, y probablemente lo están aclamando porque la comida está muy buena. Pero podría ser también para reclamar porque está mala, pues el cocinero forma parte de la historia y es abucheado o aplaudido conforme pasen las cosas.

Las reacciones son todas groseras y plebeyas, pero de una salud, de una vitalidad sin excitación, y de una jovialidad que presenta la imagen de un pueblo pobre, inteligente, bien nutrido y sin pretensiones; alegre, toma la vida como ella es y se divierte. Es la imagen perfecta de la clase social más modesta en lo que tiene de pintoresco. ¡De pintoresco, digo poco, de indispensable!

Sobre la verdadera rudeza –que no se debe confundir con la proletarización mecanizada de la era industrial, que es una cosa completamente diferente–, es una especie de humus vital, del cual proviene la vitalidad para toda la sociedad. Y debe haber una clase que se exprese de modo grosero, hable alto, pise firme y represente ese aspecto tumultuoso. Si todo el mundo fuese muy educado, bien arreglado e imagináramos una ciudad donde sólo hubiera marquesas de Grand-Air, la ciudad sería irrespirable.

Algo de la vitalidad de la clase alta viene de la clase baja, que transmite exactamente eso por lo que ella tiene de desinhibido, de libre. Parece una bandera al viento, en el camino, con polvo, con todo, pero fluctuando y tremolando, indispensable para la vida de la sociedad; mientras que la clase alta parece una bandera guardada en una vitrina muy límpida, muy bien arreglada y colgada melancólicamente a lo largo del mástil. Es otra cosa, pero indispensable para la vida de la sociedad. Es vital que exista una clase así. Exactamente la proletarización moderna no hace eso.

A veces veo pasar trenes de suburbio y procuro mirar adentro para analizar el ambiente y la convivencia existente allí.

Alguien podría decir: “¿Por qué Ud. no pregunta en vez de mirar? ¡Ud. tendría mucho mejores informaciones!”

El arte de describir fue muriendo y yo no tengo certeza de que encontraría buenas descripciones. Sin embargo, la descripción sabrosa hace parte de la degustación de la vida. Pero como no cuento con un equipo de descriptores muy numeroso, procuro analizar, yo mismo, lo que pasa en el interior de esos trenes.

Veo, entonces, el tren sucio por dentro, mal iluminado, con personas tristes, sin cualquier expresión de personalidad, sin ninguna cordialidad una con otra, sin tener ni siquiera sobre que conversar, y cada uno sentado en su rincón, en cuanto el tren va a toda prisa, eyectando gente a la spray por los caminos.

No es la atmósfera del banquete de Bécassine, en que cada uno es cada uno, alguien es alguien, cada uno tiene tiempo para decir lo que quiere, para divertirse. Nadie está pensando en el día de mañana, ni en el impuesto que está por vencer, en la consulta del médico porque tiene una duda si está con cáncer o no. Todos tienen salud, todos están comiendo hasta reventar. No aprendieron a hacer dieta, no tienen problema de tensión arterial. Mueren de repente de derrame, pero esa es otra cuestión… Su vida es desembarazada. Es el papel del pueblo, es el pulmón de la sociedad. ¡Qué bello y gran papel!

Afecto mutuo en la desigualdad social

Hay otra escena muy interesante. Es ya después de la guerra. La ropa de casa es aún menos simplona que la de la calle, pero es monocolor. Madame de Grand-Air probablemente va a viajar y está haciendo recomendaciones a los criados. Ella vive sola en un departamento con Béccasine, ya entonces joven, y con Loulotte, una niña, y está despidiendo a los empleados porque se volvió pobre y se va a mudar a Versalles. ¡Miren la servidumbre que poseía!

Noten cómo cada función tiene un traje propio. Hay un sommelier que se ocupa de los vinos. Otro atiende la puerta de calle, conduce a las personas hasta la sala, en fin, recibe a las visitas como empleado. Está ahí el mayordomo Hilarion, que recitaba versos; su historia es muy pintoresca.

Las demás son empleadas, criadas de cuarto, están vestidas del mismo modo. Hay un chofer, un cocinero, una empleada que hace la limpieza y los empleados de la cava, jardín y garaje.

De tal manera cada uno está ligado al traje de su función que ellos comparecen delante de Madame de Grand-Air, cuando el traje comporta, con el respectivo quepis. El cocinero con su gorra grande.

Casi todas las personas en esa fila, que están alcanzando cierta edad, son gordas. Inclusive la más joven de entre las viejas ya está engordando. La más joven de todas aún no engordó. La de más edad ya engordó de una vez. La tendencia para la obesidad viene del hecho de que ese pueblo vive con hartura y de comer bastante.

La escena tiene algo de patético. Todos están consternados porque Madame de Grand-Air está diciendo adiós, y todos son empleados de la familia desde hace muchos y muchos años. Ellos van a quedar desempleados, pero no es este el miedo de ellos, porque no había desempleo y ese género de gente siempre conseguía buenas colocaciones. Aún más respaldados por la Marquesa de Grand-Air, de la cual se conocía mucho el estilo. Y todos llevaban documentos de recomendación de la marquesa. Por lo tanto, no es ese el problema, sino la tristeza de la separación.

Vean a pesar de la desigualdad, todo el afecto mutuo. La marquesa les explica que empobreció, no puede pagarles más y ellos no pueden vivir sin los sueldos. Ella va a conservar una o dos empleadas y nada más. Entonces, está haciendo las despedidas con dignidad y tristeza, pero mucha afabilidad. Todos están consternados. No causaría sorpresa que una de esas empleadas comenzase a llorar o que una lágrima rodase de los ojos del cocinero gordo.

Imaginen el brillo de una vida de casa con esa servidumbre circulando de un lado para otro, con esos trajes. Y el modo de Madame de Grand-Air de darles una orden… Era como una quintaesencia, ¡y ellos servían con tanta dedicación!

En la Baronesa de Bonaccueil, la decadencia

Otra ilustración presenta a Madame de Grand-Air visitando una pariente, la Baronesa de Bonaccueil, la “Baronesa de la Buena Acogida”, en el “Castillo de la Buena Acogida”.

Es una terraza con muebles apropiados, de una pintura alegre, teñidos de rojo. Como muy frecuentemente aparece en Bécassine, un perro con la cola recortada, como se usaba. Un mayordomo del género de la servidumbre de Madame de Grand-Air, y después la construcción, ya medio atinente al castillo. Hay una torre y, en frente, otra parte del castillo, el cual se ve mejor. No es propiamente un castillo, sino lo que se llama manoir (mansión), o sea una casa noble semi fortificada, con algunas torres para resistir un cerco ligero. Pero, no es propiamente un castillo, es una residencia noble. Madame de Grand-Air está conversando con una prima.

Se nota una actitud bien característica de ese tiempo: dos señoras conversando y un hombre leyendo el diario. Las señoras leían poco el diario y los hombres no entraban mucho en la conversación de las señoras. Entonces ellos tenían un trato frecuente amistoso, pero cada uno a su modo. No era la separación de los sexos, que ni siquiera tenía razón de ser en la suavidad de la Civilización Cristiana, sino la distinción muy nítida y muy definida entre ellos.

El viejo recuerda un poco, por el todo y por el traje, al Marqués de Grand-Air que, de hecho, desaparece de la escena; creo que murió antes. Y la Marquesa es bastante mayor que la Baronesa de Bonaccueil que toma así un aire de sobrina reverente.

¡Qué diferencia! ¡Es otra generación! ¡La Baronesa de Bonaccueil no tiene nada de la grandeza de la Marquesa de Grand-Air! Es una baronesa, tiene el castillo, pero la persona disminuyó. Claro que sus hijos van a ser menos que ella.

Entonces, se puede una vez más medir la decadencia. Esto es, por un lado, un álbum del esplendor, pero, por otro lado, un álbum de la decadencia de la sociedad.

(Extraído de conferencia del 16/5/1980)

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