“Éste es mi Hijo, el amado; escuchadlo”.

Publicado el 02/28/2021

Monseñor João Clá Dias

Los Apóstoles, endurecidos por una falsa concepción de la misión de Jesús, no oyeron su voz. Seamos vigilantes para que jamás nos suceda lo mismo.

Evangelio según san Marcos 9, 2-10

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrante, como no puede dejarlos ningún lavandero del mundo.  Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.

Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. No sabía qué decir, pues estaban asustados.

Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: “Éste es mi Hijo, el amado; escuchadlo”. De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.

Cuando bajaban del monte, les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos. Esto se les quedó grabado y discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos.

I – Dios no se reservó a su propio Hijo

Ya en los primeros pasos de la Cuaresma, período dedicado a la penitencia, nos sorprende el contenido de las lecturas del segundo domingo. Después de una semana centrada en el llamamiento a la conversión y en la lucha contra las tentaciones, somos invitados a contemplar la Transfiguración del Señor, un momento de gloria y esplendor. ¿Por qué ese cambio de impostación? El objetivo de la Iglesia al considerar dicho misterio es el de hacernos reflexionar sobre lo que hay detrás de las apariencias de la vida, las cuales, de hecho, constituyen una parcela de la realidad, y no la realidad entera, absoluta, que se oculta a los sentidos. Entenderemos mejor este principio analizando los diferentes textos de la Liturgia del día, a la luz de este singular acontecimiento: la Transfiguración.[1]

En la raíz de la promesa, Dios exige abnegación

En la primera lectura (Gen 22, 1-2.9a.10-13.15-18) encontramos un hecho de los inicios del pueblo elegido, sobresaliente en la Historia de la salvación. Abrahán era un arameo ya anciano, así como su esposa Sara, que no había tenido hijos. No obstante, Dios le había prometido que daría origen a una vasta descendencia, más numerosa que las estrellas del cielo (cf. Gen 15, 5), una auténtica nación (cf. Gen 12, 2). Ahora bien, éste no sería un pueblo común, ya que de él nacería el Redentor, Jesucristo. Más adelante el Señor le anunciaría que Sara daría a luz un hijo (cf. Gen 17, 16). Abrahán creyó y, a pesar de su avanzada edad, nació de él Isaac. Este niño —encantador, inteligente e intuitivo, como se deduce del relato bíblico— creció rodeado del afecto y la plena admiración de un padre que, poco antes, ya no contaba con llegar a tener un heredero.

En determinado momento, Dios quiso someter a Abrahán a una prueba, pues como retribución a cualquier don o privilegio que Él concede debe existir sacrificio y abnegación. Y cuanto mayor la dádiva, mayor la donación requerida a la criatura. Así, para estar a la altura de tan elevado llamamiento y tener el premio, la luz y la gloria de ser antepasado del Mesías, de un Hombre que también es Dios, era necesario que Abrahán fuese probado y que demostrase una total flexibilidad a los designios de la Providencia. Sin ese mérito no habría base suficiente para una vocación de tamaña grandeza.

Una desgarradora escena marcada por la probación axiológica

Cuando Isaac llega a la edad de, tal vez, nueve años, Dios le exige a Abrahán que se lo entregue en holocausto. El patriarca tenía verdadero aprecio por el muchacho, porque era su sucesor, el hijo de la bendición, que procedía de las manos del Señor. Con todo, ahora Él le estaba pidiendo que se lo devolviera. Sabemos hoy que no es recomendable que los médicos operen a sus propios hijos, ya que por lo general carecen de la estabilidad emocional necesaria para ello; entonces, ¿cómo podemos esperar que un padre tenga fuerzas para sacrificar a aquel que es carne de su carne? Sin embargo, Abrahán no titubeó y actuó sin el menor recelo de hacer la voluntad de Dios.

El Génesis no dice nada acerca de las aflicciones interiores, las perplejidades o problemas axiológicos que Abrahán hubiera tenido ante tal situación, pero es evidente que sentiría un dolor mucho más profundo del que padecería si se hubiese ofrecido él mismo como víctima y su hijo lo apuñalara y lo arrojara a una hoguera para que las llamas lo consumiesen. ¿Cómo confiar en el juramento hecho por Dios, mientras estaba renunciando a su hijo único? ¿Se había disgustado el Señor con él —porque, en definitiva, todo hombre concebido en el pecado original tiene sus imperfecciones— y por eso le arrebataba a su heredero? ¿Habría cometido alguna falta oculta? ¡Qué tormentos inenarrables no le asaltarían conforme iba subiendo el monte! Es probable que no los revelara a nadie, guardando en su corazón este terrible drama habido entre él y Dios.

Abrahán le había propuesto a Isaac que lo acompañase a inmolar una víctima en lo alto del monte, proveyéndose de lo necesario: un asno, un par de criados, leña (cf. Gen 22, 3). Ahora bien, el muchacho, ya en la edad de los porqués y poseedor de una inteligencia de mucha lógica, tan común a los hebreos, no entendía qué era lo que iba a suceder e indagó: “Tenemos fuego y leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?” (Gen 22, 7). Su padre, que solía resolver con cariño las dudas de Isaac en todas las circunstancias, tratando de aprovechar cualquier ocasión para transmitirle sus conocimientos, se vio obligado a responderle: “Dios proveerá el cordero” (Gen 22, 8). Según avanzaban, iba entreteniendo al niño, pero el corazón le latía con angustia. Es presumible que Abrahán hubiese preferido morir en el camino, incluso antes de alcanzar la falda de la montaña, y, no obstante, sentía que Dios le daba energías para proseguir. Al llegar al lugar indicado por Dios, preparó la leña; quizá Isaac preguntase sobre la víctima por última vez.

Por fin, Abrahán lo ató y lo puso sobre el altar. Isaac, que había heredado el temperamento de su padre y de él recibió la fe, en seguida lo percibió todo y, sin decir una palabra, se entregó con total obediencia y flexibilidad. ¡Qué escena tan desgarradora! Abrahán está dispuesto a salpicarse las manos con la sangre de su único descendiente, que era una dádiva del Cielo y la promesa de su futuro.

Pero Dios no permitió que matase al niño, porque no necesitaba esa ofrenda. Quería, más bien, el sacrificio de la entera conformidad de Abrahán a su voluntad, de la generosidad plena, por muy desconcertantes que fuesen las apariencias, y, al mismo tiempo, la sumisión de Isaac para dejarse inmolar sin ninguna queja. Cuando Abrahán alzó el puñal con toda la fe, dispuesto a clavarlo en Isaac, una voz angélica se hizo oír: “¡Abrahán, Abrahán! […] No alargues la mano contra el muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo” (Gen 22, 11- 12). Era la orden que ansiaba para evitar el momento trágico de la ejecución. Sin embargo, así como el hombre es condenado por sus intenciones —si trama un crimen, por ejemplo, y no consigue cometerlo porrazones circunstanciales, peca en su interior—, Abrahán “fue justificado en virtud de las obras” (Rom 4, 2). En efecto, no sólo aceptó lo que Dios había determinado, sino que tomó todas las providencias para que el sacrificio de Isaac se consumase. Como recompensa, recibió de vuelta a su hijo del que se había desapegado, en medio de una gran alegría, dando gracias a Dios.

Dios, que salvó a Isaac, inmoló a su propio Hijo

Y “Abrahán levantó los ojos y vio un carnero enredado por los cuernos en la maleza. Se acercó, tomó el carnero y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo” (Gen 22, 13). En este episodio encontramos un indicio del futuro rescate de los primogénitos prescrito por la Ley Mosaica después de la salida de Egipto (cf. Ex 13, 13; 34, 19-20), cuando la sangre del cordero sin defecto, rociada en el dintel y las jambas de las puertas, preservó del Ángel exterminador a los primogénitos del pueblo elegido (cf. Ex 12, 5-13). Dicho animal en realidad era un símbolo del Cordero verdadero, el Cordero de Dios, porque el Señor, que perdona la vida del hijo de Abrahán, no dispensa la de su propio Hijo, ni lo exime del más ignominioso de los suplicios, o sea, la muerte de Cruz, para manifestar su amor por nosotros. Así, lo que le sucedió a Abrahán no ocurrió en el Calvario, donde Dios —como dice el Apóstol, en la segunda lectura (Rom 8, 31b-34)— “no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Rom 8, 32). En el Gólgota vemos al Hijo único de Dios coronado de espinas, flagelado, despreciado y ultrajado por las inmundicias de los verdugos, que le escupieron. Cristo era una llaga de la cabeza a los pies, hasta el punto de que se le podían contar los huesos (cf. Sal 21, 18).

Llegada la hora de la Crucifixión, tras recorrer el camino con la Cruz a cuestas, cuyo peso le hizo caer tres veces, el Unigénito de Dios muere. Fue aniquilado por nuestra causa, porque deseaba que fuésemos salvados: “no me complazco en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta y viva” (Ez 33, 11).

¿Cuáles son los designios que hay detrás de esto? ¿Por qué Dios somete a Abrahán a esa prueba y permite que su Hijo sea inmolado? Consideremos un principio infalible: Dios, por ser el Bien en esencia, no puede pecar[2] y siempre actúa teniendo en vista un beneficio. Si sometió al patriarca a una prueba e hizo pasar a su Hijo por los horrores de la Pasión, fue porque deseaba un bien. ¿El Padre no buscaría lo máximo para Aquel de quien afirma en el Evangelio: “Éste es mi Hijo, el amado”? ¿Cómo se entiende entonces que la Cruz sea algo excelente? ¿Cómo aceptar que el martirio de su Hijo signifique para Él lo que hay de mejor? Si la razón humana no fuera auxiliada por la gracia de Dios y por la fe, no conseguiría captar tal belleza.

He aquí el motivo por el cual la Iglesia medita, en plena Cuaresma, en la Transfiguración del Señor: quiere ponernos ante una nueva impostación, porque así como el Redentor se transfiguró para dar fuerzas a los Apóstoles y llevarlos a admitir que era Dios y continuaría siéndolo, incluso muerto y crucificado, debemos aprender también nosotros que el sufrimiento y la cruz, por más negros que se presenten, contienen en el fondo una sonrisa divina y una como que resurrección, un fulgor y una gloria.

II – Una deficiente visión del Salvador

La Transfiguración del Señor se dio en un momento de fundamental importancia. Narra el Evangelio de San Mateo que este misterio ocurrió seis días después de la confesión de Pedro (cf. Mt 17, 1), con la cual había quedado patente para los Apóstoles que Jesús era verdadero Dios y verdadero Hombre (cf. Mt 16, 16). Como consecuencia de la unión entre la naturaleza divina y la naturaleza humana realizada en la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Jesús es enteramente Hombre —y en cuanto tal sentía hambre, sed y los efectos de otras contingencias—, aunque en Él todo es adorable, por ser Dios. En una aparente paradoja en relación con el reconocimiento de su divinidad, Cristo predijo en clarísimos términos su futura Pasión (cf. Mt 16, 21), un anuncio que los Doce no habían asimilado, ya que aún alimentaban toda clase de ilusiones respecto a la conquista del poder temporal en Israel. Deben de haber hablado ampliamente durante esos días sobre una supuesta victoria de alcance extraordinario, cuya máxima expresión sería un triunfo político, social y financiero. Sucesos con los que los hombres de todas las épocas sueñan y por los que, a menudo, se dejan embriagar, aunque sólo constituyan el resto que será concedido siempre que busquemos lo principal, según la enseñanza de Jesucristo: “Buscad más bien su Reino [del Padre], y lo demás se os dará por añadidura” (Lc 12, 31).

 Los discípulos, con todo, no habían aprendido esta lección, a pesar de toda la doctrina recibida del Divino Maestro, y continuaban en la expectativa de un reino terreno en que todo sería maravilloso, pues, al final, ¿qué no esperar de un Dios hecho Hombre, con dominio sobre la naturaleza? ¡Jesús era el que tenía la solución para todo y, por lo tanto, la felicidad eterna iría a establecerse sobre la faz de la tierra! De ahí que la tendencia de los Apóstoles, contrariamente a lo que el Señor les había comunicado, fuese la de pensar que la etapa del sufrimiento había terminado… Ilusión. Sólo por la cruz se llega a la luz: “Per crucem ad lucem”.

Escogidos para sustentar la fe de otros

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos.

Jesús escogió a tres Apóstoles especialmente amados por Él para que presenciaran la Transfiguración, con el fin de que, posteriormente, fuesen los testigos de su divinidad. Era necesario que mantuvieran vivo el recuerdo de esta experiencia mística, para que no perdieran la fe cuando lo contemplasen orando y sudando Sangre en el Huerto de los Olivos, y después enfrentando los terribles lances de su Pasión y Muerte. Con tal sustentación, ni siquiera una realidad tan dramática como la del Getsemaní podría eclipsar esa certeza plena adquirida en el Tabor —donde les había mostrado su verdadera figura—, mediante la cual comprenderían quién era, de hecho, el que estaba sufriendo: Dios mismo. Así pues, el Señor deseaba asegurarles a los Apóstoles que todos los acontecimientos futuros serían para su gloria.

Gloriosa manifestación

Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrante, como no puede dejarlos ningún lavandero del mundo.

De este versículo se desprende que, ya en aquel tiempo, había personas especializadas en lavar las ropas primorosamente.

Pero el Evangelista declara que en ninguna parte del mundo ―lo que, de modo profético, abarca toda la Historia― nadie sería capaz de dejar los vestidos tan blancos como los suyos. 

La transformación de la apariencia de las ropas es un signo evidente de que Jesucristo, como dice Santo Tomás,[3] manifestó en su exterior la gloria de su Alma, haciendo resplandecer durante unos instantes la claridad, dote característica de los cuerpos gloriosos. Ya que el alma es la forma del cuerpo, la gloria de aquella redunda también en la gloria de éste. 

Ahora bien, si en virtud de la unión hipostática el Alma de Jesús fue creada en la visión beatífica, lo normal sería que su Cuerpo gozase de igual perfección. No obstante, Cristo suspendió para sí esa ley, que Él mismo había establecido, y asumió un cuerpo padeciente con miras a obrar la Redención.

A pesar de esto, encontramos a lo largo de su vida una serie de circunstancias en las que tuvo, de forma milagrosa, determinadas propiedades del cuerpo glorioso: la sutileza, en su nacimiento, al pasar del claustro interior de la Virgen a sus brazos sin herirla ni causarle daño alguno; la impasibilidad, cuando habiéndolo echado fuera de Nazaret, lo llevaron a un precipicio para despeñarlo y escapó ileso (cf. Lc 4, 29-30); la agilidad, al andar sobre el mar (cf. Mt 14, 25); y la claridad, como hemos visto, en la escena de la Transfiguración, en la que la blancura de sus vestidos daba “una bella idea de la gloria que nos está prometida: ¡porque ella brilla tanto, que apaga al propio sol! y ¡cuánto es abundante, porque después de haber completado todo el Cuerpo, sobrepasa hasta las vestimentas!”.[4]

Los representantes de la profecía y de la Ley homenajean a Jesús

Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.

Según la Ley de Moisés, bastaba dos testigos para haber certeza judicial (cf. Dt 17, 6; 19, 15). Por eso, en este extraordinario hecho, el Señor se hace acompañar por Elías y Moisés. Al primero, en cuanto símbolo y exponente máximo del filón de profetas del Antiguo Testamento, le cabía testimoniar que Él era Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad Encarnada. Ya la presencia de Moisés daba a entender que la legislación que promulgó había sido, en realidad, inspirada por el Verbo. El Redentor no venía, por lo tanto, contra la Ley ni contra los profetas, sino que era la realización de todos los oráculos y el complemento final y perfeccionado de la Antigua Ley.

Estupor ante la magnificencia de la gracia recibida

Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.  No sabía qué decir, pues estaban asustados.

Lo sucedido fue a tal punto grandioso que San Pedro quedó estupefacto. Es frecuente que los autores interpreten ese pedido de levantar tres tiendas como un deseo de prolongar indefinidamente aquella maravilla. En cierto sentido esta observación puede ser válida; sin embargo, el texto evangélico es claro al relatar que tuvo miedo y no supo qué decir. Como era muy comunicativo, se vio impelido para hacer un comentario. Entonces, parece más apropiado admitir que Pedro estaba aturdido porque vio a la Palabra, sin conseguir interpretarla; después vinieron de lo alto las luces necesarias para eso.

El Padre ama totalmente al Hijo

Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: “Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo”.

Cuando amamos determinada criatura, somos atraídos por el bien que existe en ella. Si nos gusta, por ejemplo, un paisaje, es porque vemos la belleza y el bien depositados por Dios en él. Esta perfección es anterior al movimiento de nuestra voluntad, que vuela para aquella forma de pulcritud. Entre tanto, con Dios pasa lo opuesto. Su amor hace que el bien penetre en aquello que ama, promoviendo la bondad de los seres. Ahora bien, esa caridad —que en Él es infinita— se agotó en su Hijo Unigénito, en quien se complace, como dirá otro Evangelista (cf. Mt 17, 5). Dios lo amó sobremanera, porque era su único Hijo.

Nosotros, meras criaturas, somos amados por el Creador y recibimos la infusión de su bondad, pero nunca correspondemos a la altura de esos dones, es decir, siempre estamos por debajo de aquello que deberíamos dar. A pesar de eso, Él todavía nos ama. ¡Y cuánto más nos amaría si nuestra restitución fuese mayor! Jesucristo, por el contrario, dio absolutamente todo lo que le era posible, a cada instante, en retribución al Padre, despertando con eso un amor todo especial, razón de las palabras: “Éste es mi Hijo, el amado”. En consecuencia de ese amor, Jesús es Aquel que resume y reúne en sí todo lo que salió de las manos divinas. Y en la Cruz, al reparar por entero el orden de la creación, conquistó, en cuanto Hombre, el título de Rey, Salvador y Redentor nuestro, que ya poseía por ser Dios, como recuerda San Cirilo de Alejandría: “siendo Dios desde siempre, asciende desde nuestra limitada condición hasta la gloria excelente de la divinidad”.[5] Y así el Padre le da toda alabanza y honra. En suma, quiso para Cristo los tormentos de la Pasión porque deseaba elevarlo a la plenitud de la gloria.

El sufrimiento es algo pasajero

De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Cuando bajaban del monte, les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos. Esto se les quedó grabado y discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos.

Según San Mateo, los Apóstoles cayeron de bruces al oír la voz del Padre (cf. Mt 17, 6). ¿Cuál habrá sido la potencia de esa voz? ¿Con qué ímpetu no habrá penetrado hasta los huesos? En aquella manifestación, todo fue hecho para que los Apóstoles considerasen al Maestro como un ser divino y adquiriesen conciencia de que era imperioso oírlo, aunque enseguida les anunciase que iría a morir y resucitar al tercer día. Pero Jesús quería, sobre todo, mostrar que las penas del Calvario serían pasajeras.

En el episodio de la Transfiguración el Señor nos deja claro que, si eliminar el sufrimiento es imposible, también es cierto que Dios nunca exige algo por encima de nuestras fuerzas: “Deus qui ponit pondus, supponit manum ―Dios que pone el peso, pone su mano debajo”, dice el proverbio. El dolor existe tanto en la vía de la santidad como en la del pecado; en la primera es siempre más suave y, en el fin, todo sufrimiento bien soportado da en triunfo, como recuerda San Alfonso María de Ligorio: “Hay que sufrir; todos tenemos que sufrir; todos, sean justos o pecadores, han de llevar la cruz. Quien la lleva pacientemente, se salva, y quien la lleva impacientemente, se condena. […] Quien en las tribulaciones se humilla y resigna con la voluntad de Dios, es grano del Paraíso; y quien se ensoberbece e irrita, abandonando a Dios, es paja para el inferno”.[6] Tan grande es la gloria que nos aguarda en la eternidad, en el júbilo de la visión beatífica, que justifica todos los padecimientos que nos puedan sobrevenir. En las palabras del Apóstol: “los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará” (Rom 8, 18).

Este Evangelio nos ayuda a enfocar bien el problema del sufrimiento. Cuando se abata sobre nosotros un drama o un malogro que no entendamos, que esto sea para nosotros causa de regocijo, porque indica que llevamos en el alma la señal de los predestinados: “así como Dios trató a su amadísimo Hijo, así también tratará a quien le ame y adopte como hijo”.[7] Dilemas, desilusiones, desentendimientos, reveses de salud, incomprensiones familiares, dificultades financieras o desastres, la Providencia lo permite para nuestro bien. Por eso pregunta el mismo San Pablo, en la segunda lectura: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él?” (Rom 8, 31b-32). “Todo” incluye también el dolor. Llenémonos, pues, de alegría, porque vamos a caminar a lo largo de esta Cuaresma, paso a paso, rumbo a la Crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo. Confiados en que la Providencia nunca nos desampara, abandonémonos enteramente en sus manos —como Abrahán y el mismo Hombre Dios—, para que haga de nosotros lo que le plazca.

III – Ofrezcamos en holocausto aquello que nos aleja de Dios

Ante la enseñanza de esta Liturgia, no nos podemos olvidar que el amor manifestado por el Padre hacia nosotros en la mactatio —inmolación— de su Hijo merece reciprocidad. Dios espera de cada uno de nosotros este sacrificio: desapego de aquello que nos desvía del rumbo cierto, o de cualquier aprensión que amarre nuestro corazón a algo que no sea Él, y docilidad en lo tocante a su voluntad. Una vez que nos llama a la santidad, nos quiere por entero y que estemos constantemente con el cuchillo elevado como Abrahán.

Si Abrahán estuvo dispuesto a entregar a Isaac, ¿cómo no estaremos nosotros dispuestos para ofrecer aquello que constituye un obstáculo para la salvación y para nuestro relacionamiento perfecto con el Señor? ¡De cuánto provecho nos sería el firmar un propósito ardoroso de poner sobre la leña cada uno de nuestros caprichos, bajar el cuchillo sobre ellos y, enseguida, prenderles fuego, inmolándolos en holocausto a Dios! De esta manera, como Abrahán, nos volveríamos libres de cualquier aprecio desordenado a las criaturas.

Es común que oigamos elogios a la fe del santo patriarca, que realmente es digna de toda alabanza; pero tal vez más bella aún sea su obediencia, reflejada en la del hijo Isaac. “La obediencia —afirma San Ignacio de Loyola— es un holocausto, en el cual el hombre todo entero, sin dividir nada de sí, se ofrece en el fuego de caridad a su Criador y Señor […]; es una resignación entera de sí mismo, por la cual se desposee de sí todo, por ser poseído y gobernado de la Divina Providencia”.[8] La obediencia practicada con tal radicalidad nos obtiene la realización de las promesas, porque Dios aseguró a Abrahán: 

“Juro por mí mismo, oráculo del Señor: por haber hecho esto, por no haberte reservado tu hijo, tu hijo único, te colmaré de bendiciones y multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa. Tus descendientes conquistarán las puertas de sus enemigos. Todas las naciones de la tierra se bendecirán con tu descendencia, porque has escuchado mi voz” (Gen 22, 16-18). Qué consuelo sería poder oír la voz de Dios diciéndonos: “Una vez que recusaste todos tus apegos, los quemaste y pusiste en un altar en sacrificio, te bendigo, porque tú me obedeciste”. La obediencia pertenece a las virtudes que más agradan a Dios; no aquella que se basa en exterioridades, sino la que nace en el fondo del corazón, como fue la de Abrahán: ésta es la auténtica obediencia.

Una vez más, en la segunda lectura, San Pablo nos encoraja a asumir esa postura, por tener un intercesor en el Cielo: “Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios” (Rom 8, 34).

Abrahán no contaba con Jesucristo junto al Padre para pedir por él, ni siquiera a María. En cuanto a nosotros, en una situación muy superior a la del patriarca, tenemos la intercesión de un Abogado absoluto y de una Medianera de impetración omnipotente, lo que basta para llenarnos de confianza. No nos olvidemos, además, que “noblesse oblige —nobleza obliga”. Dotados de tantos privilegios, debemos corresponder más que él.

En el Evangelio, la voz del Padre nos exhorta: “Escuchadlo”. Acordémonos entonces que Jesús enseñó: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga” (Lc 9, 23). Esta cruz no es pesada, todo lo contrario, alivia los pesos de nuestra conciencia. Significa obedecer a la voluntad de Dios. El segundo domingo de la Cuaresma nos estimula a tener delante de los ojos aquello que alimenta nuestra fe, aumenta nuestra capacidad de sufrir y nos proporciona alegría en medio de todos los tormentos. 

Notas
1) Para otros comentarios respecto a este tema, véase: CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. ¿Cómo será la felicidad eterna? In: Heraldos del Evangelio. Madrid. N.55 (Feb., 2008); p.10-17; Comentarios al Evangelio del II Domingo de Cuaresma –Ciclos A y C, en los volúmenes I y V, respectivamente, de esta colección; A Transfiguração do Senhor e nossa santificação. In: Arautos do Evangelho. São Paulo. N.8 (Ago., 2002); p.5-10; Comentarios al Evangelio de la Fiesta de la Transfiguración del Señor –Ciclos A, B y C, en el volumen VII, también de esta colección.
2) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q.25, a.3, ad 2.
3) Cf. Idem, III, q.45, a.2; a.1, ad 3; q.28, a.2, ad 3.
4) BOSSUET, Jacques-Bénigne. Ier Sermon pour le II Dimanche de Carême. In: Œuvres choisies. Versailles: Lebel, 1822, v.VI, p.283. 5) SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA. ¿Por qué Cristo es uno? 2.ed. Madrid: Ciudad Nueva, 1998, p.135.
6) SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. Práctica del amor a Jesucristo. In: Obras Ascéticas. Madrid: BAC, 1952, t.I, p.365.
7) Idem, ibidem.
8) SAN IGNACIO DE LOYOLA. Carta 83. A los Padres y Hermanos de Portugal. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 1952, p.838.

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